Publicado en El Mostrador, 21.10.2014
Aquí voy a soslayar totalmente los dos temas de interés contigente: si nuestro embajador en Uruguay debió renunciar sin que se lo pidieran y si, arrepentido o no, debió ser destituido por la Presidenta. Para compensar tamañas omisiones, me concentraré en la personalidad política del susodicho y en el carácter de la institución donde sigue prestando sus servicios.
Quienes conocen en vivo y en directo a Eduardo Contreras, saben que tiene sentido del humor y que fue un abogado valiente, cuando lo prudente era ser notario. Agregan que, pese a lo anterior, nunca dio el salto hacia la renovación de las izquierdas. Hasta fines de la semana pasada, solía mostrarse como un paleocomunista. Es decir, un militante duro y grave, con sentido leninista de misión.
Desde su burbuja ideológica, Chile lucía como un país maniqueo. Todos los empresarios eran de derecha, toda la derecha era fascista y todos los demócratacristianos debían asumir el estigma de no haber apoyado a Salvador Allende. Afortunadamente -para quienes lo recordamos con afecto-, su confesión del sábado pasado indica que ese esquema ya no es lo que era. La clave de su “retractación”, como la calificara el canciller Heraldo Muñoz, fue ese contacto con “los otros” que le proporcionó su estatus diplomático. Como embajador, el viejo militante salió de su endomundo sovietizado, trabajó “intensamente” con empresarios de carne y hueso y hoy le consta la vocación democrática de la DC.
Marcó, así, un hito notable en el comunismo criollo y comparado. En lo fundamental, porque la suya no fue una confesión forzada, para demostrar que “el partido siempre tiene la razón”, según el viejo guión estaliniano. Fue, más bien, una autocrítica desde la humildad, avalada por su jefe partidario, el diputado Guillermo Teillier. Este dejó claro que su camarada se había desubicado y que él no se cortaría las venas para defenderlo ante la Presidenta Bachelet.
LA MISMA PIEDRA
En cuanto a la arista institucional, el error de Contreras fue haber subestimado dos verdades diplomáticas que “nadie ignora”, como diría un columnista asertivo. Una, que un embajador no opina libremente sobre temas políticos. Otra, que no existe conversación privada posible con periodistas que llegan premunidos de grabadora y fotógrafo.
Pero, lo más notable no es que el hombre se saliera de las casillas de su cargo, por saltar sobre ambas verdades. Más llamativo fue que, haciéndolo, haya tropezado con la misma piedra que hizo caer a otros embajadores, de izquierda, derecha e, incluso, “de la carrera”. A vuelo de pájaro, ahí están los casos del que elogió la dictadura del general Pinochet en Argentina, el que relató las vacilaciones de Bachelet para votar por Venezuela como miembro del Consejo de Seguridad, el que criticó a la Internacional Socialista desde la República Checa y el que expresó, en La Paz, su deseo personal de dar a Bolivia una salida soberana al mar.
Esa recurrencia en el error permitió a Teillier improvisar un salvavidas piadoso: “No tengo claro si un embajador puede o no puede referirse a esas cosas, públicamente”, dijo. Significativo o intencionado despiste, pues revela que en las instituciones políticas del Estado no hay conciencia plena sobre la necesidad de contar con funcionarios parcos en las funciones estratégicas. Lo que en otros países parece obvio, aquí requeriría un pendrive con un manual de instrucciones.
Es bueno saber que la locuacidad impropia no agota el repertorio de inconductas diplomáticas. Recordemos el caso opuesto, del embajador designado para representarnos en China que, sin explicación pública, renunció a su misión antes de asumirla. El del embajador ante los organismos internacionales, en Ginebra, que votó en contra de instrucción expresa de la Cancillería. El del embajador en Venezuela para quien no hubo golpe de Estado contra Hugo Chavez en 2002, mientras su colega en la OEA condenaba el golpe desde la ortodoxia democrática. También es mencionable el caso que configurara el más grave problema de política exterior del gobierno de Patricio Aylwin: el asilo de Erich Honecker en nuestra embajada en Moscú, decidido por el embajador, sin consulta al canciller.
DÉFICIT ESTRATÉGICO
¿Y para qué recordar casos y cosas que algunos prefieren olvidar?
Pues, porque error olvidado es error repetido y en la raíz de todos subyace el déficit de profesionalidad de nuestra Cancillería. Ese amateurismo que comenzó a percibirse desde septiembre de 1973, con la degollina en el servicio exterior decretada por el general Pinochet.
De ahí nos viene esa contradicción flagrante entre una política exterior que quiere ser “de Estado” y un Estado sin la disciplina ni la abrigadora capacidad de negociación diplomática, que están en la base de cualquier política exterior. Por eso, en los últimos grandes conflictos vividos, otras cancillerías nos han impuesto la judicialización, los actores decisivos no han sido los diplomáticos sino los asesores jurídicos y hemos perdido lo que hemos perdido.
Es importante tenerlo a la vista pues está en trámite el cuarto o quinto proyecto de “modernización” de la Cancillería, esta vez a cargo de Mario Artaza, un diplomático de currículo impecable. Pero, hasta el momento (y como antes), el tema no tiene prioridad programática de gobierno ni obedece a un previo y necesario gran acuerdo nacional.
En esas condiciones, el pronóstico se mantiene estable: si hay buen tiempo produciremos una reforma a la chilena, “dentro de lo que se puede” y seguiremos postergando esa gran Cancillería que Chile necesita a gritos.
Una tan gravitante–en cuanto profesionalizada- como las de Itamaraty y Torre Tagle, a nivel de la región.
Aquí voy a soslayar totalmente los dos temas de interés contigente: si nuestro embajador en Uruguay debió renunciar sin que se lo pidieran y si, arrepentido o no, debió ser destituido por la Presidenta. Para compensar tamañas omisiones, me concentraré en la personalidad política del susodicho y en el carácter de la institución donde sigue prestando sus servicios.
Quienes conocen en vivo y en directo a Eduardo Contreras, saben que tiene sentido del humor y que fue un abogado valiente, cuando lo prudente era ser notario. Agregan que, pese a lo anterior, nunca dio el salto hacia la renovación de las izquierdas. Hasta fines de la semana pasada, solía mostrarse como un paleocomunista. Es decir, un militante duro y grave, con sentido leninista de misión.
Desde su burbuja ideológica, Chile lucía como un país maniqueo. Todos los empresarios eran de derecha, toda la derecha era fascista y todos los demócratacristianos debían asumir el estigma de no haber apoyado a Salvador Allende. Afortunadamente -para quienes lo recordamos con afecto-, su confesión del sábado pasado indica que ese esquema ya no es lo que era. La clave de su “retractación”, como la calificara el canciller Heraldo Muñoz, fue ese contacto con “los otros” que le proporcionó su estatus diplomático. Como embajador, el viejo militante salió de su endomundo sovietizado, trabajó “intensamente” con empresarios de carne y hueso y hoy le consta la vocación democrática de la DC.
Marcó, así, un hito notable en el comunismo criollo y comparado. En lo fundamental, porque la suya no fue una confesión forzada, para demostrar que “el partido siempre tiene la razón”, según el viejo guión estaliniano. Fue, más bien, una autocrítica desde la humildad, avalada por su jefe partidario, el diputado Guillermo Teillier. Este dejó claro que su camarada se había desubicado y que él no se cortaría las venas para defenderlo ante la Presidenta Bachelet.
LA MISMA PIEDRA
En cuanto a la arista institucional, el error de Contreras fue haber subestimado dos verdades diplomáticas que “nadie ignora”, como diría un columnista asertivo. Una, que un embajador no opina libremente sobre temas políticos. Otra, que no existe conversación privada posible con periodistas que llegan premunidos de grabadora y fotógrafo.
Pero, lo más notable no es que el hombre se saliera de las casillas de su cargo, por saltar sobre ambas verdades. Más llamativo fue que, haciéndolo, haya tropezado con la misma piedra que hizo caer a otros embajadores, de izquierda, derecha e, incluso, “de la carrera”. A vuelo de pájaro, ahí están los casos del que elogió la dictadura del general Pinochet en Argentina, el que relató las vacilaciones de Bachelet para votar por Venezuela como miembro del Consejo de Seguridad, el que criticó a la Internacional Socialista desde la República Checa y el que expresó, en La Paz, su deseo personal de dar a Bolivia una salida soberana al mar.
Esa recurrencia en el error permitió a Teillier improvisar un salvavidas piadoso: “No tengo claro si un embajador puede o no puede referirse a esas cosas, públicamente”, dijo. Significativo o intencionado despiste, pues revela que en las instituciones políticas del Estado no hay conciencia plena sobre la necesidad de contar con funcionarios parcos en las funciones estratégicas. Lo que en otros países parece obvio, aquí requeriría un pendrive con un manual de instrucciones.
Es bueno saber que la locuacidad impropia no agota el repertorio de inconductas diplomáticas. Recordemos el caso opuesto, del embajador designado para representarnos en China que, sin explicación pública, renunció a su misión antes de asumirla. El del embajador ante los organismos internacionales, en Ginebra, que votó en contra de instrucción expresa de la Cancillería. El del embajador en Venezuela para quien no hubo golpe de Estado contra Hugo Chavez en 2002, mientras su colega en la OEA condenaba el golpe desde la ortodoxia democrática. También es mencionable el caso que configurara el más grave problema de política exterior del gobierno de Patricio Aylwin: el asilo de Erich Honecker en nuestra embajada en Moscú, decidido por el embajador, sin consulta al canciller.
DÉFICIT ESTRATÉGICO
¿Y para qué recordar casos y cosas que algunos prefieren olvidar?
Pues, porque error olvidado es error repetido y en la raíz de todos subyace el déficit de profesionalidad de nuestra Cancillería. Ese amateurismo que comenzó a percibirse desde septiembre de 1973, con la degollina en el servicio exterior decretada por el general Pinochet.
De ahí nos viene esa contradicción flagrante entre una política exterior que quiere ser “de Estado” y un Estado sin la disciplina ni la abrigadora capacidad de negociación diplomática, que están en la base de cualquier política exterior. Por eso, en los últimos grandes conflictos vividos, otras cancillerías nos han impuesto la judicialización, los actores decisivos no han sido los diplomáticos sino los asesores jurídicos y hemos perdido lo que hemos perdido.
Es importante tenerlo a la vista pues está en trámite el cuarto o quinto proyecto de “modernización” de la Cancillería, esta vez a cargo de Mario Artaza, un diplomático de currículo impecable. Pero, hasta el momento (y como antes), el tema no tiene prioridad programática de gobierno ni obedece a un previo y necesario gran acuerdo nacional.
En esas condiciones, el pronóstico se mantiene estable: si hay buen tiempo produciremos una reforma a la chilena, “dentro de lo que se puede” y seguiremos postergando esa gran Cancillería que Chile necesita a gritos.
Una tan gravitante–en cuanto profesionalizada- como las de Itamaraty y Torre Tagle, a nivel de la región.