En cementerio argentino de Darwin
Tuvo que estallar una guerra para que el mundo tomara conciencia de la importancia geopolítica y geoeconómica de las islas Malvinas / Falkland . No es raro pues, vistas en el mapa, lucen como una insignificante manchita del test de Rorschach.
Sobrevolándolas, la manchita muta en una extensa y desarbolada reserva planetaria. Más de 12.000 km2 de islas, islotes y peñones musgosos, que se deshilachan entre vientos huracanados y un océano a punto de congelación. El link es automático: ahí abajo hay fauna austral, poca gente, mucho petróleo y, a diferencia de la Antártida, las condiciones para explotarlo existen.
En tierra firme, uno empieza a decodificar los dos grandes interrogantes del futuro próximo: ¿Cómo hará el Reino Unido para garantizar la autodeterminación de los isleños? ¿Cómo se están organizando éstos para equilibrarse entre una independencia real y la necesidad de protección militar británica?
La clave es demográfica. Según el último censo, los isleños permanentes son 2.562. De éstos, 2.120 viven en Stanley, la capital y 352 en el campo, que es todo lo demás. En los asentamientos de mayor densidad, esto significa entre 40 y 16 personas. En un rango menor está la isla Pebble, con sólo 3 permanentes y 3 multitudinarias colonias de pingüinos. Otro dato importante: esas cifras eventualmente disminuyen. Es una sociedad que envejece.
Lo dicho implica que la población económicamente activa cabe, holgada, en una sala de cine grande. Stanley luce como el pulcro pueblecito del filme The Truman show y al tercer día el visitante comienza a saludar conocidos en Road Ross, su calle principal. Pronto descubre que todos lucen celosos de su “falklands way of life”, al cual definen como lo haría cualquier miembro de una pequeña comunidad rural en un Estado en forma: “aquí nos conocemos todos”, “no cerramos las casas con rejas”, “podemos dejar el auto fuera con la llave puesta”, “no hay peligro en las calles”. Podrían agregar que están libres de perros vagos, pues todos los canes tienen trabajo en la policía de aduanas o cuidando ovejas en el campo.
ESTADO MINIMO
Esa sensación autocomplaciente, consolidada por un per capita que algunos calculan sobre los US$ 60.000 y un empleo casi pleno –“quienen no trabajan son inempleables”- escuché a una autoridad local-, los hace conservadores y cortoplacistas. Así, contra la necesidad de aumentar su masa crítica, los isleños privilegian su temor ante cualquier eventual desborde de trabajadores afuerinos y/o inmigrantes. A los matarifes chilenos, de contratación temporal –a ellos no les gusta sacrificar animales-, les asignaron un conjunto habitacional en las afueras de Stanley. Y, por cierto, no es fácil obtener una carta de residencia. Las solicitudes son de trámite lento y se publican en el Penguin News, para que los lectores denuncien a los inaceptables.
Pese a todo, mientras el gobernador británico interino John Duncan habla de “esta sociedad”, los falklanders hablan de “este país”. Sin decirlo, postulan a un Estado en la medida de lo posible. En esa línea, hay una especie de mutuo acuerdo para no confraternizar con los militares de la base británica, que están en Mount Pleasant, a 60 km. de Stanley. Además, emiten moneda, sellos postales y se han dado una Asamblea Legislativa con diez representantes, que deben autopercibirse como los american founding fathers.
Sin partidos políticos que los encuadren, esos legisladores deciden por consenso y el chalet donde funcionan tendría espacio de sobra en el antejardín de la residencia de Duncan. Por cierto, valoran su identidad isleña, sin mengua de su cultura británica. La Honorable Phyl Rendeel incluso es un pelín polémica, cuando agradece la defensa militar del Reino Unido: “es su responsabilidad por su pasado colonial”. El médico Barry Elsby, miembro del comité ejecutivo de la Asamblea, políticamente muy sofisticado, no disfruta esa frase y endosa el talante colonial a los argentinos: “ellos quieren colonizar estos territorios… nosotros cuidamos a las personas”. De paso, informa que los chilenos son la cuarta identidad nacional reconocida, tras ellos mismos, los británicos y los originarios de Santa Helena.
LA GUERRA Y LA MEMORIA
El penúltimo día sigo el itinerario de la guerra terrestre. Quería reconocer, en frío y en directo, los campos de batalla que en 1982 describiera como periodista. Viajo acompañado por el jurista guatemalteco Eduardo Calderón, a bordo de un Land Rover conducido por Patrick Watts, a quien la invasión argentina sorprendió perifoneando desde Radio Stanley. Recorremos los lugares a pie, equilibrándonos entre el viento, las rocas y pastizales ondulados por la turba, una especie de yareta austral.
Ratifico lo que entonces informara. El solo clima de esos escenarios configuraba un escenario para profesionales de alta competición. La larga travesía británica, con pesado equipo de combate, desde la cabeza de playa de San Carlos hasta las colinas de Stanley, debió ser un vía crucis hasta para los supermen de las fuerzas especiales. Las rústicas casamatas y trincheras de los defensores argentinos, por su parte, aún muestran vestigios de un infierno congelado. Hundidos en el suelo lodoso, castigados por viento, lluvia y granizo, los bisoños infantes argentinos esperaban, como en un filme de terror, que aparecieran los gurkas degolladores que agitaron los sicólogos de la fuerza británica. De esos jóvenes soldados quedan, como en un museo de sitio, herrumbradas piezas de artillería, zapatillas de plástico casi intactas y envases de sus raciones.
Rindo silencioso homenaje a los muertos de ambos bandos, en el austero mausoleo británico de San Carlos y en el imponente cementerio argentino de Darwin. Las placas recordatorias revelan una diferencia profesional importante. Los caídos británicos conservan sus grados militares desde su eternidad. Los argentinos, por disposición de una organización de sus familiares, sólo enseñan su nombre civil o su anonimato, bajo la fórmula “soldado argentino sólo por Dios conocido”.
Curiosamente, en la “sala de la liberación” de la casa de Stanley donde se firmó la rendición, la situación se invierte. Una placa de bronce recuerda que el firmante británico fue el Mayor General Jeremy Moore y no menciona el nombre del jefe argentino que arrió su bandera. Es como si, para ese efecto, Mario Benjamín Menéndez también fuera “sólo por Dios conocido”.
PETRÓLEO A LA VISTA
En síntesis de postdata, las islas son un laboratorio sociopolítico fascinante, donde se reproducen a escala las instituciones de la democracia británica y se estudia la viabilidad de un Estado con base social mínima y excluyente, dueño de un medio ambiente espectacular. El desafío es sostener políticamente la ecuación entre ese habitat con leones marinos, ballenas, pingüinos , petreles y cormoranes protegidos por los isleños, y una poderosa fuerza militar, técnicamente extranjera, para proteger a esos isleños.
La mala noticia para esa utopía es el impacto inminente de las multinacionales petroleras. Susan Cuningham, ejecutiva senior de Noble Energy, la primera en llegar, ya advirtió al Penguin News, en onda de Rey Midas, que “aquellos a quienes tocamos, también podrían disfrutar del éxito”. Más allá de esa seducción retórica, la experiencia dice que la industria del petróleo produce efectos multiplicadores imprevisibles en los países periféricos. Entre éstos puede estar el de una legión extranjera que por “derrame” haga más ricos a los isleños, pero que termine con la virginidad de su hermoso paraíso austral.
Sobrevolándolas, la manchita muta en una extensa y desarbolada reserva planetaria. Más de 12.000 km2 de islas, islotes y peñones musgosos, que se deshilachan entre vientos huracanados y un océano a punto de congelación. El link es automático: ahí abajo hay fauna austral, poca gente, mucho petróleo y, a diferencia de la Antártida, las condiciones para explotarlo existen.
En tierra firme, uno empieza a decodificar los dos grandes interrogantes del futuro próximo: ¿Cómo hará el Reino Unido para garantizar la autodeterminación de los isleños? ¿Cómo se están organizando éstos para equilibrarse entre una independencia real y la necesidad de protección militar británica?
La clave es demográfica. Según el último censo, los isleños permanentes son 2.562. De éstos, 2.120 viven en Stanley, la capital y 352 en el campo, que es todo lo demás. En los asentamientos de mayor densidad, esto significa entre 40 y 16 personas. En un rango menor está la isla Pebble, con sólo 3 permanentes y 3 multitudinarias colonias de pingüinos. Otro dato importante: esas cifras eventualmente disminuyen. Es una sociedad que envejece.
Lo dicho implica que la población económicamente activa cabe, holgada, en una sala de cine grande. Stanley luce como el pulcro pueblecito del filme The Truman show y al tercer día el visitante comienza a saludar conocidos en Road Ross, su calle principal. Pronto descubre que todos lucen celosos de su “falklands way of life”, al cual definen como lo haría cualquier miembro de una pequeña comunidad rural en un Estado en forma: “aquí nos conocemos todos”, “no cerramos las casas con rejas”, “podemos dejar el auto fuera con la llave puesta”, “no hay peligro en las calles”. Podrían agregar que están libres de perros vagos, pues todos los canes tienen trabajo en la policía de aduanas o cuidando ovejas en el campo.
ESTADO MINIMO
Esa sensación autocomplaciente, consolidada por un per capita que algunos calculan sobre los US$ 60.000 y un empleo casi pleno –“quienen no trabajan son inempleables”- escuché a una autoridad local-, los hace conservadores y cortoplacistas. Así, contra la necesidad de aumentar su masa crítica, los isleños privilegian su temor ante cualquier eventual desborde de trabajadores afuerinos y/o inmigrantes. A los matarifes chilenos, de contratación temporal –a ellos no les gusta sacrificar animales-, les asignaron un conjunto habitacional en las afueras de Stanley. Y, por cierto, no es fácil obtener una carta de residencia. Las solicitudes son de trámite lento y se publican en el Penguin News, para que los lectores denuncien a los inaceptables.
Pese a todo, mientras el gobernador británico interino John Duncan habla de “esta sociedad”, los falklanders hablan de “este país”. Sin decirlo, postulan a un Estado en la medida de lo posible. En esa línea, hay una especie de mutuo acuerdo para no confraternizar con los militares de la base británica, que están en Mount Pleasant, a 60 km. de Stanley. Además, emiten moneda, sellos postales y se han dado una Asamblea Legislativa con diez representantes, que deben autopercibirse como los american founding fathers.
Sin partidos políticos que los encuadren, esos legisladores deciden por consenso y el chalet donde funcionan tendría espacio de sobra en el antejardín de la residencia de Duncan. Por cierto, valoran su identidad isleña, sin mengua de su cultura británica. La Honorable Phyl Rendeel incluso es un pelín polémica, cuando agradece la defensa militar del Reino Unido: “es su responsabilidad por su pasado colonial”. El médico Barry Elsby, miembro del comité ejecutivo de la Asamblea, políticamente muy sofisticado, no disfruta esa frase y endosa el talante colonial a los argentinos: “ellos quieren colonizar estos territorios… nosotros cuidamos a las personas”. De paso, informa que los chilenos son la cuarta identidad nacional reconocida, tras ellos mismos, los británicos y los originarios de Santa Helena.
LA GUERRA Y LA MEMORIA
El penúltimo día sigo el itinerario de la guerra terrestre. Quería reconocer, en frío y en directo, los campos de batalla que en 1982 describiera como periodista. Viajo acompañado por el jurista guatemalteco Eduardo Calderón, a bordo de un Land Rover conducido por Patrick Watts, a quien la invasión argentina sorprendió perifoneando desde Radio Stanley. Recorremos los lugares a pie, equilibrándonos entre el viento, las rocas y pastizales ondulados por la turba, una especie de yareta austral.
Ratifico lo que entonces informara. El solo clima de esos escenarios configuraba un escenario para profesionales de alta competición. La larga travesía británica, con pesado equipo de combate, desde la cabeza de playa de San Carlos hasta las colinas de Stanley, debió ser un vía crucis hasta para los supermen de las fuerzas especiales. Las rústicas casamatas y trincheras de los defensores argentinos, por su parte, aún muestran vestigios de un infierno congelado. Hundidos en el suelo lodoso, castigados por viento, lluvia y granizo, los bisoños infantes argentinos esperaban, como en un filme de terror, que aparecieran los gurkas degolladores que agitaron los sicólogos de la fuerza británica. De esos jóvenes soldados quedan, como en un museo de sitio, herrumbradas piezas de artillería, zapatillas de plástico casi intactas y envases de sus raciones.
Rindo silencioso homenaje a los muertos de ambos bandos, en el austero mausoleo británico de San Carlos y en el imponente cementerio argentino de Darwin. Las placas recordatorias revelan una diferencia profesional importante. Los caídos británicos conservan sus grados militares desde su eternidad. Los argentinos, por disposición de una organización de sus familiares, sólo enseñan su nombre civil o su anonimato, bajo la fórmula “soldado argentino sólo por Dios conocido”.
Curiosamente, en la “sala de la liberación” de la casa de Stanley donde se firmó la rendición, la situación se invierte. Una placa de bronce recuerda que el firmante británico fue el Mayor General Jeremy Moore y no menciona el nombre del jefe argentino que arrió su bandera. Es como si, para ese efecto, Mario Benjamín Menéndez también fuera “sólo por Dios conocido”.
PETRÓLEO A LA VISTA
En síntesis de postdata, las islas son un laboratorio sociopolítico fascinante, donde se reproducen a escala las instituciones de la democracia británica y se estudia la viabilidad de un Estado con base social mínima y excluyente, dueño de un medio ambiente espectacular. El desafío es sostener políticamente la ecuación entre ese habitat con leones marinos, ballenas, pingüinos , petreles y cormoranes protegidos por los isleños, y una poderosa fuerza militar, técnicamente extranjera, para proteger a esos isleños.
La mala noticia para esa utopía es el impacto inminente de las multinacionales petroleras. Susan Cuningham, ejecutiva senior de Noble Energy, la primera en llegar, ya advirtió al Penguin News, en onda de Rey Midas, que “aquellos a quienes tocamos, también podrían disfrutar del éxito”. Más allá de esa seducción retórica, la experiencia dice que la industria del petróleo produce efectos multiplicadores imprevisibles en los países periféricos. Entre éstos puede estar el de una legión extranjera que por “derrame” haga más ricos a los isleños, pero que termine con la virginidad de su hermoso paraíso austral.