Curzio Malaparte nunca imaginó la cantidad de variables que agregaríamos los latinoamericanos a su célebre obra Técnica del golpe de Estado. No previó un golpe con visto bueno legal múltiple, como el que propinó Augusto Pinochet a Salvador Allende. Tampoco previó un contragolpe por prescripción médica, como el de Francisco Morales Bermúdez contra Juan Velasco Alvarado.
No sospechó un autogolpe como el de Fujimori, con “perdonazo” de los organismos multilaterales que velan por la democracia.
Fuera de su alcance estuvieron los golpes socialparlamentarios (con los militares mirando), como los que derribaron a los presidentes ecuatorianos Bucaram, Mahuad y Gutiérrez, y a los bolivianos Sánchez de Lozada y Mesa. Y qué decir de ese golpe piquetero que expectoró al argentino Fernando de la Rúa.
La semana pasada, los hondureños agregaron a ese repertorio el “golpe del día antes” o por sospechas. Como se efectivizó manu militari, sacando del país al Presidente en pijama (“camisa de dormir”, dijo Manuel Zelaya), su aspecto retro fue despistante. Para algunos peruanos fue un remake del operativo mediante el cual sacaron de palacio a Fernando Belaunde para depositarlo en Buenos Aires.
Sin embargo, dado que este golpe se dio para evitar que Zelaya se convirtiera en Hugo Chávez, su objetivo es más preventivo que proactivo. Sus autores quisieron impedir que, cambiando las reglas del juego, una democracia más o menos democrática se convirtiera en una democracia más o menos dictatorial. Una violencia de coyuntura para bloquear la posibilidad de una violencia de estructura.
En el fondo, fue un exorcismo inducido por la fabulosa secuencia practicada en su país por el líder venezolano. Esa según la cual a) intentó un golpe desprolijo para posicionar su imagen en los medios, b) conquistó el gobierno desde la institucionalidad vigente, c) cambió esa institucionalidad para gobernar sin plazos, d) acaparó la panoplia mediática para borrar a los opositores, e) ideologizó a las FFAA y Policiales para evitar sorpresas, f) profundizó todas las acciones anteriores cuando esa sorpresa (golpe fallido) se produjo, y g) construyó un tejido de gobiernos homólogos para demostrar a Fidel Castro que la revolución chavista es mucho más expansible que la cubana.
Hasta la fecha de este texto, Chávez ha mantenido la iniciativa. Con los gobiernos de su “eje”, el aval de la ONU y la Carta Democrática de la OEA, aplica presión a José Miguel Insulza para reinstalar incondicionalmente a Zelaya en el poder. Si la OEA e Insulza le fallan, estaría listo para declarar la guerra a los golpistas. Así, ha convertido su intervencionismo en liderazgo antigolpista y madrugado a los gobiernos indisputadamente democráticos del hemisferio.
En los EEUU, Barack Obama luce como si le hubieran robado los huevos al águila. Más al sur, el brasileño Lula, el mexicano Felipe Calderón, la chilena Michelle Bachelet, la argentina Cristina Fernández, el colombiano Álvaro Uribe, el uruguayo Tabaré Vasquez y el peruano Alan García tienen que marchar, aunque no les guste, al son que toca el chavismo.
En el fondo, Chávez está inventando un reaseguro para gobernantes amigos, cuyas primas deben pagar los enemigos. Si consigue validar tan notable instrumento, demostrará que en América Latina es más fácil tomarse una democracia para dictatorializarla que instalar una dictadura de golpe y porrazo.
Algo muy propio de estos países de realismo mágico, donde todos somos democráticos pero unos lo son bastante menos que otros.
Publicado en La Republica el 07/07/2009