Para muchos fue curiosa la vehemencia inicial con que José Miguel Insulza, el Secretario General de la OEA, tipificó como golpe de Estado al golpe de Estado en Honduras. Como si fuera posible ponerlo en duda.
Quizás él no sospechó, entonces, que la conmoción ante la remoción -casi quirúrgica- del Presidente Manuel Zelaya reflejaba la gran paradoja latinoamericana de nuestro tiempo: estadísticamente hablando, hoy es más fácil socavar una democracia desde dentro, con el modelo y la ayuda del Presidente venezolano Hugo Chávez, que derribarla con la metodología armada tradicional.
El tema de fondo, por tanto, no fue si se trataba o no de un golpe, sino de dos incapacidades vinculadas: la de Zelaya, para aplicar la línea estratégica de Chávez y la de sus opositores, para frenar su chavismo desde las instituciones.
Visto así, el golpe hondureño será un hito respecto al futuro de la intervención chavista y al rol de la OEA en cuanto guardiana de la democracia representativa en América Latina. Sobre lo primero, si el país reanuda su camino institucional, con o sin reinstalación de Zelaya, quedará a firme la percepción de que, para preservar la posibilidad de alternancia, excusables son los golpes de Estado preventivos. Algo que recuerda demasiado la lógica perversa de la guerra fría, respecto a los tolerables dictadores anticomunistas.
Sobre lo segundo, la cantidad de Presidentes autoconvertidos en mandatarios irrevocables, sumada a la de aquellos que no pudieron terminar su mandato, demuestra que la OEA tendrá que redefinir sus funciones, para no quedar entre tres fuegos: el de los Presidentes que socavan la democracia sin golpes, el de quienes inducen la ingobernabilidad para deponer a los Presidentes y el de quienes defienden el statu quo a golpe de golpes contra los Presidentes.
Según lo expresado, la democracia regional vive un momento crítico, ante el cual no cabe la autocomplacencia por algún momento electoral razonablemente pacífico. Es bueno recordar, por lo mismo, que la Carta Democrática Interamericana es más compleja de lo que parece. De partida, porque vincula su objetivo con la mantención de la paz y la seguridad del continente y porque llama a “promover y consolidar la democracia representativa dentro del respeto al principio de no intervención” (artículo 2).
Así, o la OEA desaparece en cuanto actor democrático multilateral o complejiza su rol político. Esto, pues ya no bastará con velar por la sucesión regular de los jefes de Estado. Además, tendrá que velar por la preservación de los sistemas de pesos y contrapesos que garantizan la alternancia, denunciar la ingerencia foránea en los procesos políticos de cada país y llamar al debido escándalo ante los alardes mediático-militaristas de quien ordena, ante la televisión, poner tropas en sus fronteras o llama a la guerra civil en otro país.
Publicado en La Vanguardia de Barcelona el 22.7.09