Cuando no había televisión y las “cuñas” se llamaban refranes, siervos y señores tenían solo ideas redondas sobre el mundo plano. Si un pregonero decía, por ejemplo, que “en el país de los ciegos el tuerto es rey”, los del reino vecino se ofendían al toque. Si el enojo era moderado, respondían con un refrán verseado que reflejaba ecuanimidad: en este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira / todo es del color / del cristal con que se mira”. Si el enojo era mayor, podían contraatacar diciendo que “el número de los tontos es infinito”.
A medida que las sociedades fueron complejizándose, los refranes quedaron cortos y los reyes necesitaron conocer mejor los designios de sus colegas. Así nació El Embajador, correveidile con uniforme que transmitía, en exclusiva, lo que su señor quería decir y saber. Pero, pronto se descubrió que este invento también tenía insuficiencias. Por exceso o déficit de incondicionalidad –por demasiado sobón o demasiado objetivo–el Embajador solía quedar en descubierto. Entonces, para licuar su responsabilidad en un colectivo, se dedicó a contratar ayudantes que le prepararan sus entrevistas, tomaran sus dictados y mantuvieran sus archivos. Así nació el servicio diplomático.
Incidentalmente, la palabra “diplomacia” viene de “diploma” y éste –según su raíz griega– era una hoja de papel doblada en dos. Tal era la forma que adoptaban los documentos oficiales, casi los únicos para los cuales se utilizaba papel escriturable. A su vez, esos diplomas generaron ese curioso método de intercomunicación diplomática, mediante el cual cada parte reproduce lo que ha dicho o preguntado su contraparte, antes de replicar o responder. Como resultado, un diálogo diplomático ortodoxo es tóxicamente repetitivo, pero a prueba de malentendidos.
Muchos piensan que, en este mundo de la comunicación instantánea, ese método quedó obsoleto. Sin embargo, eso también depende del cristal con que se mire. Si un jefe de Estado privilegia la certeza y seguridad en materia de relaciones internacionales, delegará los contactos en su canciller, y este recurrirá a su servicio diplomático para que formalice los intercambios. Si privilegia la rapidez, prescindirá del canciller e inventará la diplomacia presidencial. Esta consiste en liberarse de los intermediarios diplomáticos, so pretexto de que suelen llegar temprano a los cócteles, pero tarde a la información.
Aclaro, en este punto, que me estoy refiriendo a la diplomacia presidencial en los países subdesarrollados. En las grandes ligas, los jefes de Estado privilegian la certeza con seguridad y solo aparentan interactuar en vivo y en directo. Saben, por desarrollada experiencia, que una sola palabra malinterpretada puede caerles en la nuca, como un boomerang de fierro. Su diplomacia presidencial supone guiones preparados cuidadosamente por sus cancillerías, que ellos solo recitan o interpretan.
Por eso, la diplomacia presidencial genuina es la de nuestros presidentes. Criollos, espontáneos y simpáticos, les carga interactuar por escrito y a través de intermediarios. Prefieren ganar tiempo y demostrar, de paso, lo inútiles que son nuestras cancillerías. Incluso cuando las papas queman, creen que les basta tomar un teléfono y decir “aló, colega”, para hacer que las cosas marchen o sigan marchando sobre ruedas.
Lo único malo es que, si equivocan el mensaje o éste es mal decodificado, esas ruedas pueden ser de carreta o sonar como las de los carros blindados.
Publicado en La República el 9.12.2008.
A medida que las sociedades fueron complejizándose, los refranes quedaron cortos y los reyes necesitaron conocer mejor los designios de sus colegas. Así nació El Embajador, correveidile con uniforme que transmitía, en exclusiva, lo que su señor quería decir y saber. Pero, pronto se descubrió que este invento también tenía insuficiencias. Por exceso o déficit de incondicionalidad –por demasiado sobón o demasiado objetivo–el Embajador solía quedar en descubierto. Entonces, para licuar su responsabilidad en un colectivo, se dedicó a contratar ayudantes que le prepararan sus entrevistas, tomaran sus dictados y mantuvieran sus archivos. Así nació el servicio diplomático.
Incidentalmente, la palabra “diplomacia” viene de “diploma” y éste –según su raíz griega– era una hoja de papel doblada en dos. Tal era la forma que adoptaban los documentos oficiales, casi los únicos para los cuales se utilizaba papel escriturable. A su vez, esos diplomas generaron ese curioso método de intercomunicación diplomática, mediante el cual cada parte reproduce lo que ha dicho o preguntado su contraparte, antes de replicar o responder. Como resultado, un diálogo diplomático ortodoxo es tóxicamente repetitivo, pero a prueba de malentendidos.
Muchos piensan que, en este mundo de la comunicación instantánea, ese método quedó obsoleto. Sin embargo, eso también depende del cristal con que se mire. Si un jefe de Estado privilegia la certeza y seguridad en materia de relaciones internacionales, delegará los contactos en su canciller, y este recurrirá a su servicio diplomático para que formalice los intercambios. Si privilegia la rapidez, prescindirá del canciller e inventará la diplomacia presidencial. Esta consiste en liberarse de los intermediarios diplomáticos, so pretexto de que suelen llegar temprano a los cócteles, pero tarde a la información.
Aclaro, en este punto, que me estoy refiriendo a la diplomacia presidencial en los países subdesarrollados. En las grandes ligas, los jefes de Estado privilegian la certeza con seguridad y solo aparentan interactuar en vivo y en directo. Saben, por desarrollada experiencia, que una sola palabra malinterpretada puede caerles en la nuca, como un boomerang de fierro. Su diplomacia presidencial supone guiones preparados cuidadosamente por sus cancillerías, que ellos solo recitan o interpretan.
Por eso, la diplomacia presidencial genuina es la de nuestros presidentes. Criollos, espontáneos y simpáticos, les carga interactuar por escrito y a través de intermediarios. Prefieren ganar tiempo y demostrar, de paso, lo inútiles que son nuestras cancillerías. Incluso cuando las papas queman, creen que les basta tomar un teléfono y decir “aló, colega”, para hacer que las cosas marchen o sigan marchando sobre ruedas.
Lo único malo es que, si equivocan el mensaje o éste es mal decodificado, esas ruedas pueden ser de carreta o sonar como las de los carros blindados.
Publicado en La República el 9.12.2008.