Bitácora

Hipótesis para dos visitas

José Rodríguez Elizondo

Quienes evalúan las visitas de Sebastián Piñera a Lima y de Alan García a Santiago por los brindis, chascarros y otras amenidades, subestiman los previos indicadores del conflicto.

La realidad, sin eufemismos, dice que Perú, tras judicializar su pretensión sobre parte del mar chileno, hizo saltar dos sentimientos peligrosos: aquí, la sensación de una odiosidad peruana irreductible; allá, la de una revancha subliminal, pero parcial. En ese contexto, algunos chilenos siguieron planteando que Perú había construído un caso jurídico (lo cual es cierto) y que no hay problema pendiente entre nuestros países (lo cual es contradictorio). En Perú, García nos denunciaba como modelo de armamentismo, impulsaba un pacto regional de no agresión y los nacionalistas inflaban la convicción de que Chile desacataría un fallo seguramente adverso.

Así, lo innombrable se hizo plausible. Me lo reconoció, en julio de 2008, el histórico general peruano y respetado ex canciller Edgardo Mercado Jarrín: “vivimos uno de los momentos más críticos de la relación desde la guerra de 1879”. Sobre tal base, lo sensato era salir de los juegos en la cornisa y preparar los escenarios para después de La Haya. En lo que a nosotros respecta, esto suponía postergar el tema de las inculpaciones para desmontar los mecanismos de la tragedia griega.

Debíamos desarrugar, pragmáticos, el entrecejo de la enemistad; poner el énfasis en la virtualidad de paz, propia del proceso judicial –por “construído” que fuera-, y esperar que un nuevo gobernante tuviera el coraje de hacer las rectificaciones pertinentes.

Para beneficio de la paz regional y continuidad del desarrollo chileno y peruano, este es el rol que está desempeñando Piñera. Con su rapidez natural, captó que debíamos enfrentarnos con hechos propios consumados, entre los cuales la reducción del conflicto a lo jurídico, la consiguiente indefinición estratégica y la silente resignación a la demanda. A partir de ese análisis descarnado, decidió viajar a Lima en noviembre pasado y, entre trotes y brindis intencionados, nos hizo crujir el ego comunicando el nuevo talante a los peruanos. Estos percibieron, con una mezcla de sorpresa y escalofrío metafórico, que Piñera realmente confiaba en nuestras razones jurídicas y, por tanto, que Chile respetaría cualquier fallo. Como efecto inmediato, bajó el rating de los revanchistas y el balón de las rectificaciones quedó en el campo de García.

El líder peruano, que también es rápido, pese a lucir como una estatua semoviente, vio abrirse su propia oportunidad. Con un ojo en la Historia y el otro en su tercera elección, percibió que la coyuntura contenía una promesa insólita: la de que la demanda peruana no impediría, per se, una fructuosa integración económica con el modélico (pero arrogante) Chile. A semejanza de la satisfacción ecuatoriana tras instalar su bastión de Tiwinza en la geografía peruana, sería una rareza que cuadraba el círculo de los nacionalistas belicosos y de los indoamericanistas del Apra. Gracias a Piñera, él podría redimir, dignamente, las hipotecas de la vieja guerra.

Si esa fue su visión, García la escenificó con brillo en su reciente visita a Chile. Ante distintos auditorios, lució su cultura chilena de lector infantil de “El Peneca” y sedujo sin recato a nuestros empresarios (que no se les ocurra invertir en países como Argentina y Venezuela, pues). Entremedio, un complejísimo y sutil mensaje para sus compatriotas: la promesa de un futuro en integración compensaba hasta una eventual decepción con el fallo de La Haya. Fue como si parafraseara la frase atribuida a Atahualpa: “usos son de los pleitos, vencer y ser vencidos”.

Corolario: el escenario oscuro se está disipando y la paz tiende a ser más fuerte. Como en el título de un filme español, “amanece, que no es poco”.

El Mercurio 23 enero 2011
José Rodríguez Elizondo
| Sábado, 29 de Enero 2011
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