Por Moisés Ávila Roldán, corresponsal en Santiago
¿Cree usted que primero debe zanjarse el problema limítrofe Perú-Chile antes de dar paso a la agenda de futuro que ambas naciones están programando?
Sólo sería posible si ambas partes aceptaran que hay zonas grises en sus respectivas posiciones y que pueden someterse, de consuno, a un tercero que resuelva el tema con rapidez. No es éste el caso, pues Chile está seguro de su posición jurídica y el Perú está igualmente seguro de la legitimidad de su pretensión. Por eso, hoy está sucediendo lo menos malo: la parte que se siente agraviada anuncia que recurrirá a un tercero con poder jurisdiccional y la otra parte no opone ninguna objeción a una eventual demanda internacional. De este modo, si se formaliza la controversia, tendrá una solución pacífica, ceñida a la Carta de la ONU. Ahora, de entablarse el contencioso, ambas partes deberán dedicarle energías prioritarias y prolongadas, supeditando la importancia de una agenda con énfasis en lo asociativo. Distinto sería el caso si la controversia se congelara o encapsulara, de acuerdo a las señales que marcaron el comienzo del gobierno de Alan García.
¿Cabe la posibilidad de que Chile en algún momento ceda en la posición de que no hay temas pendientes en la frontera marítima y que esta ya ha sido fijada desde 1954?
El comportamiento innovador, que vino a romper el statu quo de los límites marítimos (inexistencia de temas pendientes), vino del gobierno peruano. Por eso, no cabe hablar de ceder posiciones, por parte de Chile, sino de reconocer ese cambio como una situación de hecho: hoy existe controversia, porque una de las dos partes estima que la hay.
¿Considera que tiene asidero la posición peruana de que lo que se firmó en 1952 y 1954 fueron solo convenios de pesca que no pueden ser asumidos como tratados de límites?
En abstracto parece plausible. En concreto, ahí está el meollo de la litis eventual, que debiera resolverse de acuerdo a lo dispuesto en el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia. Esta norma jerarquiza los títulos invocables por las partes, asignando el primer lugar a las convenciones internacionales y el segundo a la costumbre internacional “como prueba de una práctica generalmente aceptada como derecho”. A mi juicio, un statu quo de más de medio siglo equivale a la costumbre mencionada. Por tanto, refuerza la tesis de que los convenios de los años 50 pueden ser considerados como tratados de delimitación marítima por vía implícita o funcional.
¿Es posible solucionar el tema de manera bilateral, sin tener que recurrir a organismos internacionales?
Es posible, en los términos que pareció plantear originalmente el presidente García. También es posible si se vincula la pretensión peruana con la aspiración marítima boliviana, mediante una negociación trilateral. Esto lo explico latamente en mi libro “Las crisis vecinales en el gobierno de Lagos”, donde sostengo que la fuerza con que tomó este tema el entonces Presidente Alejandro Toledo, se explicaba por su decisión de terciar –de facto- en la negociación entre los Presidentes de Chile y Bolivia. En efecto, aquí hay algo que está pasando riesgosamente inadvertido: la reivindicación de aguas marítimas por parte del Perú bloquea cualquier negociación chileno-boliviana dirigida a transferir un corredor con litoral, como en el caso del acuerdo de Charaña de 1975. A mayor abundamiento, recordemos que, entonces, el Presidente Francisco Morales Bermúdez no reivindicó esas aguas como peruanas. En lugar de ello, propuso el conocido acuerdo “tripartito” o de soberanía compartida”, por intermedio de su canciller José de la Puente Radbill.
¿Cree que García y Bachelet podrán lograr lo que sus antecesores no pudieron y dejar cerrados todos los asuntos que impiden a Perú y a Chile avanzar de manera conjunta?
A mi juicio, es lo que ambos quieren, pero están chocando con los viejos fantasmas y los nuevos errores.