En 1981 entrevisté a Milton Friedman y lo vi fascinado con sus discípulos chilenos. Creía que apenas dejara de ser necesario Augusto Pinochet, Chile tendría una democracia compuesta por una plena libertad para escoger en los mercados y una mínima intervención del Estado. “Los políticos son buenos mientras no obstaculicen el desarrollo de la libre empresa" me dijo. Le comenté que eso me sonaba a anarquismo y el célebre profesor lanzó una sonora carcajada. Su hijo, que se autodefinía como “anarcocapitalista”, habría estado muy de acuerdo conmigo. Pero él mismo no iba tan lejos. Aceptaba la existencia de “un gobierno limitado”.
Lo evoco estos días en que nuestros estudiantes jaquean a los políticos y el vandalismo adjunto arrastra el espíritu de las tragedias. Por asociación de ideas, recuerdo a la célebre dupla Marx-Engels, en cuya utopía también estaba el Estado mínimo. Ambos pensadores decían que, llegado el mundo al futuro radiante del comunismo, ya no habría que gobernar a las personas y sólo cabría poner orden en las cosas.
Por cierto, el poder soviético no cotizó ese futurible de sus Padres Pensadores. El socialismo real levantó un Estado omnipresente y omnipotente -nada fuera de sus estructuras-, en la economía y en la sociedad. Por eso, su enemigo principal inmediato no fue el coexistente “imperio burgués”, sino el anarquismo y los “infantilismos de izquierda”. Todos los disidentes del modelo soviético, desde Trotsky al Ché Guevara, fueron descalificados con esos marbetes.
Como los chilenos somos incurables copiones, durante la Unidad Popular los comunistas asumieron el estatismo que les venía del binomio Lenin-Stalin y las izquierdas extrasistémicas quisieron desbordar el Estado, según el modelo de Fidel Castro. Tras el golpe de 1973, los ideólogos de derechas comenzaron a promocionar a Friedman, aprovechando el tiempo libre que les dejaba el general. Actualmente, vemos una fuerte contradicción en el seno de las derechas gobernantes: un sector quiere volver a la pureza perdida del modelo de Chicago y otro busca una forma pragmática de administrar el Estado.
En síntesis hiperbólica, Chile sigue perdiendo puntos estratégicos de desarrollo, por mantener bloqueado el acceso a la creatividad. Salvador Allende cayó porque no llevamos de apunte su proyecto de una vía propia de acceso al socialismo. Pinochet perdió por aferrarse a los manuales de Friedman, en lo económico y querer imitar a Francisco Franco en lo político. Ahora podemos llegar a la ingobernabilidad, si la oposición sigue abdicando de sus funciones, por falta de imaginación y si se rinden Sebastián Piñera y quienes buscan nuevas formas de gobernar.
Es el síndrome de lo que he llamado “subdesarrollo exitoso”, pero ahora en un nivel especial de gravedad, por dos razones principales: Una, porque el contexto internacional nos exige un mínimo de unidad nacional. Otra, porque nuestros políticos sistémicos enfrentan una amenaza biológica: las encuestas y los jóvenes en la calle proclaman que no tienen generaciones de relevo.
Este cuadro tomó por sorpresa a nuestra clase política, siempre ajena al juego internacional y acomodada, hoy, en el empate binominalista. Por eso, sus dirigentes se mostraron muy sueltos de cuerpo con el inquietante “no’stoy ni ahí” de los muchachos de ayer. “No tenemos jóvenes en el partido, pues los que están son iguales a nosotros, los viejos”, escuché decir, resignado, a un parlamentario socialista, hace unos años. Al parecer, todos creían que la autoexclusión juvenil era anodina, revertiría con los años o se rendiría a la adulación de los adultos.
Obviamente, esos políticos no asumieron el impacto en diferido de fenómenos globales como el fin de la guerra fría, la crisis de las ideologías totales, la crisis de las izquierdas renovadas y el poder social de las nuevas tecnologías…¡inventadas por los jóvenes!. Tampoco profundizaron en dos fenómenos locales concomitantes: el déficit de “operadores de Estado” en los partidos de derechas y el complejo rol histórico del Partido Comunista chileno: eventual factor de orden, cuando está dentro del sistema y factor de desorden, por acción u omisión, cuando se queda fuera.
El caso es que esa constelación de vacíos produjo un agujero negro, que comenzó a succionar a los jóvenes chilenos. En ese espacio desconocido, comenzaron su transición desde la filosofía del Chino Ríos a su cruzada actual, para librarnos del empate binominalista y, de paso, solucionar todos los problemas sociales, económicos y políticos pendientes.
Por lo mismo, los seguidores de Camila y Giorgio no tienen la “inclusión” en su horizonte político.. Más bien, son actores de la nueva politicidad que está fraguando en el mundo. Una que supone la prescindencia de la información y análisis de los medios tradicionales y su reemplazo por la información on line, con o sin formato periodístico. Como quería Marshall McLuhan, de esa nueva manera de informarse está surgiendo una nueva manera de pensar, que expresan líderes múltiples, a través de redes sociales masivas.
La pregunta decisiva es si esa nueva politicidad reconocerá o traicionará su filiación con la democracia, en cuyo seno nace. La mala alternativa es que arrase con ella, en la medida en que sigan rindiéndose los políticos del sistema y se produzca el desborde irreversible del Estado.
Lo evoco estos días en que nuestros estudiantes jaquean a los políticos y el vandalismo adjunto arrastra el espíritu de las tragedias. Por asociación de ideas, recuerdo a la célebre dupla Marx-Engels, en cuya utopía también estaba el Estado mínimo. Ambos pensadores decían que, llegado el mundo al futuro radiante del comunismo, ya no habría que gobernar a las personas y sólo cabría poner orden en las cosas.
Por cierto, el poder soviético no cotizó ese futurible de sus Padres Pensadores. El socialismo real levantó un Estado omnipresente y omnipotente -nada fuera de sus estructuras-, en la economía y en la sociedad. Por eso, su enemigo principal inmediato no fue el coexistente “imperio burgués”, sino el anarquismo y los “infantilismos de izquierda”. Todos los disidentes del modelo soviético, desde Trotsky al Ché Guevara, fueron descalificados con esos marbetes.
Como los chilenos somos incurables copiones, durante la Unidad Popular los comunistas asumieron el estatismo que les venía del binomio Lenin-Stalin y las izquierdas extrasistémicas quisieron desbordar el Estado, según el modelo de Fidel Castro. Tras el golpe de 1973, los ideólogos de derechas comenzaron a promocionar a Friedman, aprovechando el tiempo libre que les dejaba el general. Actualmente, vemos una fuerte contradicción en el seno de las derechas gobernantes: un sector quiere volver a la pureza perdida del modelo de Chicago y otro busca una forma pragmática de administrar el Estado.
En síntesis hiperbólica, Chile sigue perdiendo puntos estratégicos de desarrollo, por mantener bloqueado el acceso a la creatividad. Salvador Allende cayó porque no llevamos de apunte su proyecto de una vía propia de acceso al socialismo. Pinochet perdió por aferrarse a los manuales de Friedman, en lo económico y querer imitar a Francisco Franco en lo político. Ahora podemos llegar a la ingobernabilidad, si la oposición sigue abdicando de sus funciones, por falta de imaginación y si se rinden Sebastián Piñera y quienes buscan nuevas formas de gobernar.
Es el síndrome de lo que he llamado “subdesarrollo exitoso”, pero ahora en un nivel especial de gravedad, por dos razones principales: Una, porque el contexto internacional nos exige un mínimo de unidad nacional. Otra, porque nuestros políticos sistémicos enfrentan una amenaza biológica: las encuestas y los jóvenes en la calle proclaman que no tienen generaciones de relevo.
Este cuadro tomó por sorpresa a nuestra clase política, siempre ajena al juego internacional y acomodada, hoy, en el empate binominalista. Por eso, sus dirigentes se mostraron muy sueltos de cuerpo con el inquietante “no’stoy ni ahí” de los muchachos de ayer. “No tenemos jóvenes en el partido, pues los que están son iguales a nosotros, los viejos”, escuché decir, resignado, a un parlamentario socialista, hace unos años. Al parecer, todos creían que la autoexclusión juvenil era anodina, revertiría con los años o se rendiría a la adulación de los adultos.
Obviamente, esos políticos no asumieron el impacto en diferido de fenómenos globales como el fin de la guerra fría, la crisis de las ideologías totales, la crisis de las izquierdas renovadas y el poder social de las nuevas tecnologías…¡inventadas por los jóvenes!. Tampoco profundizaron en dos fenómenos locales concomitantes: el déficit de “operadores de Estado” en los partidos de derechas y el complejo rol histórico del Partido Comunista chileno: eventual factor de orden, cuando está dentro del sistema y factor de desorden, por acción u omisión, cuando se queda fuera.
El caso es que esa constelación de vacíos produjo un agujero negro, que comenzó a succionar a los jóvenes chilenos. En ese espacio desconocido, comenzaron su transición desde la filosofía del Chino Ríos a su cruzada actual, para librarnos del empate binominalista y, de paso, solucionar todos los problemas sociales, económicos y políticos pendientes.
Por lo mismo, los seguidores de Camila y Giorgio no tienen la “inclusión” en su horizonte político.. Más bien, son actores de la nueva politicidad que está fraguando en el mundo. Una que supone la prescindencia de la información y análisis de los medios tradicionales y su reemplazo por la información on line, con o sin formato periodístico. Como quería Marshall McLuhan, de esa nueva manera de informarse está surgiendo una nueva manera de pensar, que expresan líderes múltiples, a través de redes sociales masivas.
La pregunta decisiva es si esa nueva politicidad reconocerá o traicionará su filiación con la democracia, en cuyo seno nace. La mala alternativa es que arrase con ella, en la medida en que sigan rindiéndose los políticos del sistema y se produzca el desborde irreversible del Estado.