Este era un Rey que tenía un currículo brillante, críticos en las autonomías y una pena avasallante.
Durante los últimos años había verificado que algunos elefantes políticos de su rebaño estaban olvidando cuánto le debían. Por ejemplo, que estaban donde estaban y como estaban, gracias a que supo tragarse los sapos que le servía el dictador vetusto, a su buen ojo para designar un gran primer Presidente y a su coraje para golpear a los golpistas de su Ejército.
Su pena crecía cuando veía el rumbo que estaban tomando las reuniones con los jefes de sus ex colonias. El las inventó para conmemorar el Quinto Centenario del Descubrimiento y así restablecer la familia, siguiendo el ejemplo de su prima Lilibeth, la Reina de Inglaterra.
Para ello debió transigir en un cambio de nomenclatura, diciendo “encuentro” en vez de “descubrimiento”. También se resignó a invitar, como co-patrocinante, al Presidente de Portugal, pues sin Brasil la familia no funcionaba. Por último, debió seducir a ese líder cubano (¡hijo de gallegos tenía que ser!) que quería reventarle la iniciativa hablando contra los conquistadores genocidas. En la Primera Cumbre se esmeró tanto en reconquistarlo y tanto éxito tuvo, que el recalcitrante mutó en hincha del Rey y de su invención.
Pero, en su otoño patriarcal, el cubano-gallego había cedido su lugar a un militar venezolano salido de un golpe frustrado y de una obra de Valle Inclán. Astutísimo, éste utilizaba las cumbres para apernarse como jefe vitalicio en su país. Y no a golpe de ideas sin dólares -como hizo antes el gallego de la isla-, sino a golpe de petrodólares sin ideas, más intrusismo, matonaje emocional y hasta insultos.
Cumbre a cumbre
Cumbre a cumbre, el Rey vió como los otros jefes empequeñecían ante ese colega hiperventilado. Unos le celebraban, con risa nerviosa, sus cantos, chanzas y tuteos prepotentes. Otros creían que la humillación era menos dura si la acompañaba un cheque asistencialista. Todos, a una, hasta el brasileño y el peruano grandote, fingían ignorar sus despropósitos, como los ciudadanos de la fábula ante ese otro Rey que andaba en pelotas.
El resultado fue que lo esperpéntico se hizo provocación impune. El Rey observó que, en la última cumbre, en Chile, el venezolano comenzó a valerse, sexistamente, del femenino género de la Presidenta. Al efecto, la había apachurrado con prolijidad –cinco besos con sobajeo fue su primer acto en cámara-, mientras la tentaba con un subsidio cuantioso y trataba de reventarle la reunión. Esto lo hizo ninguneándole el lema, aireando un tema conflictivo para Chile, ignorándola como moderadora y organizándose un acto proselitista paralelo.
Pero había algo más urticante, aún: el venezolano inició su show insultando a ese ex Presidente suyo que se parecía a Chaplin. Pese a ser el chaplincete más súbdito de George W. Bush que de él mismo, el Rey asumió que tal insulto ofendía a España.
Por eso, cuando el hombre reincidió en la insultadera, ante el silencio pusilánime del resto e interrumpiendo el educado reproche de su Presidente actual, el Rey comprendió que estaba viviendo el revés de la fábula: aquí eran los jefes políticos los que estaban en pelotas. Fue entonces cuando, asumiendo su legitimidad democrática, saltó la barrera para cuadrar al toro. Le bastó un capotazo de cinco palabras. “¡Por qué no te callas!”, explosionó.
Así fue como Juan Carlos I mostró su autoridad sin votos y hoy podemos decir, parafraseando a Rubén Darío, que viste el Rey ropas brillantes / y hasta hace desfilar / a los jefes que en las Cumbres / no se hacen respetar.
Publicado en La Tercera el 14.11.07