Bitácora

El radical conservadurismo de las momias

José Rodríguez Elizondo


Entre las curiosidades de la Ciencia Política contemporánea están las dualidades de poder vigentes en Cuba y Rusia.

La primera, de características negativas, puede describirse como una falsa pulseada entre los hermanos Castro. El Presidente Raúl, que no se atreve a asumir políticas innovadoras, y el columnista frecuente Fidel, que lo vigila atento para que todo siga igual.

En Rusia, por el contrario, la dualidad de poder es positiva. Se da entre el Presidente Dimitri Medveded, que propone y hace cosas para no aparecer como portapliegos de Vladimir Putin, y el Primer Ministro Putin, que hace y propone más cosas, para mantenerse por sobre Medveded.

En esas circunstancias, no es raro que en Rusia haya vuelto a plantearse la necesidad de sacar la momia de Lenin de su mausoleo. Estacionada frente al Kremlin, cual guardiana simbólica de una revolución superada, es un desafío para quienes quieren inventar símbolos de futuro.

Sin embargo, la decisión pertinente no se toma, pues el significado político de esa momia se ha complejizado según pasan los años. Hasta 1991, tuvo un rol político simple, muy similar al que hoy asume Fidel Castro, con sus “reflexiones”: velar, desde el corazón del sistema, para que el legado marxista-leninista se conservara incólume. Con el fin de la Unión Soviética, ese rol caducó objetivamente, pero la momia se hizo la desentendida. Siguió porfiada e inmóvil, a sabiendas de que mutaría en un símbolo subjetivamente diversificado.

Así, hoy no sólo representa a los comunistas nostalgiosos de todo el mundo. Además, interpreta a todos los nacionalistas imperiales, sean de la vieja y santa madre Rusia o de la atea patria bolchevique. Se ha convertido, por tanto, en un solemne incordio para la política de alianzas y para los afanes democratizantes y libremercadistas de Putin y Medveded unidos.

Desde esa perspectiva, darle cristiana sepultura implica asumir o ignorar el riesgo de una maldición política muy seria, porque –la verdad sea dicha– la momia de Lenin ha generado intereses propios. Así lo experimentó su primer sucesor, José Stalin, cuando quiso ser la segunda momia gloriosa del proletariado mundial. Instalado para siempre junto al primer líder soviético, esperaba convertirse en el tercer vértice de una nueva santísima trinidad: el marxismo-leninismo-stalinismo.

Sin embargo, la momia fundadora no se dejó acompañar. En 1956 inspiró a Nikita Jrushov para que denunciara los crímenes de Stalin, levantando un escándalo que hizo inviable su estatus de vecino momia. Luego, afirmó a la conservadora gerontocracia de Leonid Breznev y hasta sugirió citas teóricas a Mijail Gorbachov, para que las insertara en su perestroika. Pero, cuando este jerarca renovador quiso sepultar a la momia, ésta se deshizo del jerarca. Por eso, Boris Yeltsin y Putin se resignaron a no innovar y siguieron viendo, desde su oficina, el viejo mausoleo y los nuevos peregrinos. Medvedev, obviamente, está advertidísimo.

Tal vez haya operadores políticos cubanos que, inspirados en esta historia de ultratumba, estén pensando en momificar a Fidel Castro. Quizás él mismo ya lo haya decidido. ¿Por qué ser menos que Ho Chi Minh y Mao Zedong? Sin su actual chandal, enfundado en su viejo uniforme, empuñando un fusil e instalado en la Plaza de la Revolución, seguiría ejerciendo su rol de Gran Congelador del Sistema.

Eso, hasta que desaparezca su hermano Raúl con todos sus veteranos y surja algún líder nuevo con hechuras de momia, para desplazarlo definitivamente del mausoleo del poder.



Publicado en La Republica, el 12 de mayo 2009.
José Rodríguez Elizondo
| Martes, 12 de Mayo 2009
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