Antes de la primera vuelta electoral, Ollanta Humala se esmeró en desmentir su antichilenismo doctrinal. Buscaba un buen equilibrio entre la necesidad de regar sus votos nacionalistas “duros” y la necesidad de ganar los votos “flexibles” de sus adversarios más pragmáticos.
En noviembre pasado, incluso supo mostrarse cortés, en nuestra embajada, con el Presidente Sebastián Piñera. Que nadie dijera que glosaba a los historiadores del rencor, hablando del “pérfido enemigo” que los agredió en “la guerra infausta”. Pero, justo entonces cometió su primer error grueso. Quizás por tener al líder chileno a tiro de escopeta, olvidó que la política es un acto de representación, en un 99%, pero que, en el pequeño resto, es un acto testimonial. Es decir, olvidó que un politico siempre podrá relativizar lo que dice de los dientes para afuera, pero nunca podrá pasar gato por liebre, si deja constancia escrita de su pensamiento.
El caso es que entregó una carta a Piñera, que sólo se conoció públicamente tras la primera vuelta. En ella, pese a reconocer que el camino hacia una buena vecindad “debe costarnos a todos”, condiciona “un verdadero proceso de reconciliación” a gestos sólo de Chile. Entre éstos, reconocer su “responsabilidad histórica en la agresión contra el Perú de 1879” y dar “las satisfacciones necesarias” por dos hechos de espionaje y por la venta de armas a Ecuador, durante la guerra de 1995.
Despejando factores, el trasiego de armas de 1995 ya fue explicado –bien o mal- por dos presidentes chilenos a dos presidentes peruanos y los espías debieran ser un tema administrativo, como sucede en los países desarrollados. Como se sabe, existen pero nadie los reconoce y usualmente se liberan según una especie de cuenta corriente de espías.
Lo de nuestra responsabilidad como agresores en la guerra del Pacífico, sí es un problema mayor, pues planteado con ese sesgo no tiene solución. En abstracto, este opinante no tiene nada contra la necesidad (o el deber) de pedir perdón, siempre que sea en el marco de una historia complejizada, que conduzca a una paz autosustentable y no a la satisfacción transitoria de un orgullo singular. En concreto, el mejor ejemplo a mi alcance es el perdón que pidiera a los judíos el Papa Juan Pablo II, tras un proceso de plazo largo, iniciado por el Papa Juan XXIII. Fue un rencor de dos milenios, que comenzó a desaparecer –oficialmente- en nuestra generación.
Lejos de ese paradigma está Humala. Lo que exige obedece a un ideologismo extremo, pues un gobierno puede pedir perdón por haber perdido, pero no por haber ganado una guerra. Y menos si sus antecedentes son verificablemente complejos y anteriores a la II Guerra Mundial, de la cual surgió el concepto de los “crímenes de guerra”. Humala tendría que leer al historiador peruano Cristóbal Aljovín, para quien “es peligroso simplificar el pasado” y entender que contradice la alta tradición militar del siglo 19, tan bien representada por la ironía amarga de Lord Wellington: “no hay tragedia mayor en el mundo que una victoria, con excepción de una derrota”.
¿Revela su ideologismo antichileno una inteligencia política deficitaria?
No lo creo. Humala lució clarividencia política cuando cortó en seco con la doctrina “etnocacerista” global de su familia, tras un evento criminal que perpetró, en 2005,. su hermano Antauro La contrarreacción familiar indica que no fue una simulación táctica: sus parientes hoy se muestran divididos entre el racismo cobrizo de Antauro y papá Isaac y el nacionalismo “verdadero” de Ulises, su hermano mayor. Este incluso compitió contra él en las elecciones de 2006.
Otra prueba de inteligencia política, fue asumir que los petrodólares que le entregaba Hugo Chávez, por diversas vías, no compensaban los votos que le quitaba en la vía electoral. El venezolano, que ya lo consideraba en su inventario y lo presentaba como “un buen soldado” descubrió, entonces, que Humala no era su subalterno -tenía su misma jerarquía militar- y, además, era respondón: le pidió callarse, como si fuera el mismísimo Rey de España.
Pero, respecto a Chile el hombre pierde lucidez. Parece ignorar que mostrar los dientes, en este momento, es el equivalente a abrazarse con Chávez. Es que, aunque demasiados peruanos no nos amen, sí valoran su propio auge económico y perciben que el modelo y los inversionistas chilenos son parte de ese éxito. También saben que no es racional inducir enfrentamientos cuando la demanda marítima –considerada un éxito de la diplomacia peruana- está activa en La Haya.
Obviamente, los antihumalistas saben que ese antichilenismo es un punto político vulnerable, por su cercanía con el belicismo. Basta asomarse a un tenebroso video en el cual muestran al líder como un taciturno talibán cobrizo, cuyo eventual triunfo haría subir, drásticamente todos los indicadores de riesgo del Perú.
Concluyendo, el curso de colisión oficializado por Alan García en 1986, acelerado por Alejandro Toledo en 2005 y desactivado por el mismo García -con el apoyo de Piñera-, a partir de este marzo, no permite andar por la calle jugando a los guapos. Pero Humala lo hace, porque no puede con su genio. Porque no asume los intereses reales de nuestros pueblos ni el sentido de la noble frase que se atribuye al inca Atahualpa: “usos son de la guerra vencer y ser vencidos”.
Publicado en La Segunda, 18.4.11
En noviembre pasado, incluso supo mostrarse cortés, en nuestra embajada, con el Presidente Sebastián Piñera. Que nadie dijera que glosaba a los historiadores del rencor, hablando del “pérfido enemigo” que los agredió en “la guerra infausta”. Pero, justo entonces cometió su primer error grueso. Quizás por tener al líder chileno a tiro de escopeta, olvidó que la política es un acto de representación, en un 99%, pero que, en el pequeño resto, es un acto testimonial. Es decir, olvidó que un politico siempre podrá relativizar lo que dice de los dientes para afuera, pero nunca podrá pasar gato por liebre, si deja constancia escrita de su pensamiento.
El caso es que entregó una carta a Piñera, que sólo se conoció públicamente tras la primera vuelta. En ella, pese a reconocer que el camino hacia una buena vecindad “debe costarnos a todos”, condiciona “un verdadero proceso de reconciliación” a gestos sólo de Chile. Entre éstos, reconocer su “responsabilidad histórica en la agresión contra el Perú de 1879” y dar “las satisfacciones necesarias” por dos hechos de espionaje y por la venta de armas a Ecuador, durante la guerra de 1995.
Despejando factores, el trasiego de armas de 1995 ya fue explicado –bien o mal- por dos presidentes chilenos a dos presidentes peruanos y los espías debieran ser un tema administrativo, como sucede en los países desarrollados. Como se sabe, existen pero nadie los reconoce y usualmente se liberan según una especie de cuenta corriente de espías.
Lo de nuestra responsabilidad como agresores en la guerra del Pacífico, sí es un problema mayor, pues planteado con ese sesgo no tiene solución. En abstracto, este opinante no tiene nada contra la necesidad (o el deber) de pedir perdón, siempre que sea en el marco de una historia complejizada, que conduzca a una paz autosustentable y no a la satisfacción transitoria de un orgullo singular. En concreto, el mejor ejemplo a mi alcance es el perdón que pidiera a los judíos el Papa Juan Pablo II, tras un proceso de plazo largo, iniciado por el Papa Juan XXIII. Fue un rencor de dos milenios, que comenzó a desaparecer –oficialmente- en nuestra generación.
Lejos de ese paradigma está Humala. Lo que exige obedece a un ideologismo extremo, pues un gobierno puede pedir perdón por haber perdido, pero no por haber ganado una guerra. Y menos si sus antecedentes son verificablemente complejos y anteriores a la II Guerra Mundial, de la cual surgió el concepto de los “crímenes de guerra”. Humala tendría que leer al historiador peruano Cristóbal Aljovín, para quien “es peligroso simplificar el pasado” y entender que contradice la alta tradición militar del siglo 19, tan bien representada por la ironía amarga de Lord Wellington: “no hay tragedia mayor en el mundo que una victoria, con excepción de una derrota”.
¿Revela su ideologismo antichileno una inteligencia política deficitaria?
No lo creo. Humala lució clarividencia política cuando cortó en seco con la doctrina “etnocacerista” global de su familia, tras un evento criminal que perpetró, en 2005,. su hermano Antauro La contrarreacción familiar indica que no fue una simulación táctica: sus parientes hoy se muestran divididos entre el racismo cobrizo de Antauro y papá Isaac y el nacionalismo “verdadero” de Ulises, su hermano mayor. Este incluso compitió contra él en las elecciones de 2006.
Otra prueba de inteligencia política, fue asumir que los petrodólares que le entregaba Hugo Chávez, por diversas vías, no compensaban los votos que le quitaba en la vía electoral. El venezolano, que ya lo consideraba en su inventario y lo presentaba como “un buen soldado” descubrió, entonces, que Humala no era su subalterno -tenía su misma jerarquía militar- y, además, era respondón: le pidió callarse, como si fuera el mismísimo Rey de España.
Pero, respecto a Chile el hombre pierde lucidez. Parece ignorar que mostrar los dientes, en este momento, es el equivalente a abrazarse con Chávez. Es que, aunque demasiados peruanos no nos amen, sí valoran su propio auge económico y perciben que el modelo y los inversionistas chilenos son parte de ese éxito. También saben que no es racional inducir enfrentamientos cuando la demanda marítima –considerada un éxito de la diplomacia peruana- está activa en La Haya.
Obviamente, los antihumalistas saben que ese antichilenismo es un punto político vulnerable, por su cercanía con el belicismo. Basta asomarse a un tenebroso video en el cual muestran al líder como un taciturno talibán cobrizo, cuyo eventual triunfo haría subir, drásticamente todos los indicadores de riesgo del Perú.
Concluyendo, el curso de colisión oficializado por Alan García en 1986, acelerado por Alejandro Toledo en 2005 y desactivado por el mismo García -con el apoyo de Piñera-, a partir de este marzo, no permite andar por la calle jugando a los guapos. Pero Humala lo hace, porque no puede con su genio. Porque no asume los intereses reales de nuestros pueblos ni el sentido de la noble frase que se atribuye al inca Atahualpa: “usos son de la guerra vencer y ser vencidos”.
Publicado en La Segunda, 18.4.11