Tuvieron que caerse los muros, disolverse la Unión Soviética, caducar las utopías, iniciarse la transición chilena y debilitarse Pinochet, para que el alma judeo-rusa de Volodia Teitelboim iniciara su tránsito a la liberación. Partió incribiendo a su amante literaria en la libreta de familia y entregando a Gladys Marín la argolla del Partido Comunista.
Demasiado tarde, dijeron algunos. Volodia, octogenario, respondió soltando su torrente embalsado: adicionó su biografía de Neruda con datos que –siempre prudente- antes había omitido, lanzó dos libracos sobre Gabriela y Huidobro y, casi en paralelo, enfrentó los prejuicios de sus camaradas con una biografía de Borges. Luego, subiéndose por su propio chorro, siguió lanzando libros, entre los cuales sus Memorias en cuatro tomos.
Así dejó en claro que pudo consagrarse antes, si sólo se hubiera dedicado a ser un “escritor puro”. Pero, obvio, eso habría sido negar el valor de su propia diversidad. Su obra de tercera edad se debía, justamente, a su previa navegación entre los libros de la belleza y los catecismos del dogma. Tan evidente fue el fenómeno, que nuestras instituciones le dieron el Premio Nacional de Literatura y nuestros escritores domésticos no pudieron seguir omitiéndolo.
Estuve entre quienes exigieron sus Memorias. Asumiendo que allí encontraría la clave de sus misterios, incluso puse la demanda por escrito. Tras dicho emplazamiento, él me enfrentó con su mejor cara de enigma: “también me lo dice mi hijo Claudio”, confesó. Pero, cuando comenzó a publicarlas, todos entendimos que no haría ninguna concesión a los curiosos. En cada tomo colocaba una elegante cortina de pudor sobre el Volodia íntimo y, para despistar, sugería que sólo en el último soltaría sus verdades políticas enterradas.
Ni entonces. Al fin de la saga quedó claro que se había escaqueado, una vez más, recurriendo a sus metáforas y a estructuras de James Joyce. Para decirlo en sus palabras, siguió siendo “un tímido que se atreve de a poco” y sólo soltó revelaciones anecdóticas o verdades desvalorizadas: los comunistas chilenos fueron obsecuentes con la URSS, Luis Corvalán se apropiaba de ingeniosidades ajenas, había prostitutas en los hoteles soviéticos, un poema de Neruda se parece demasiado a uno de Tagore, el realismo socialista era una plasta… Todo eso mechado con crónicas de viaje, apuntes de historiador, análisis de libros y reflexiones a la muerte del hijo de John F. Kennedy. Incluso dedicó ¡tres capítulos! a Isabel II, con motivo de un leve intercambio de cortesías.
A la postre, uno disfruta, pero se pregunta por qué no contó su experiencia con el secreto antisemitismo soviético, sus conversaciones secretas con Fidel Castro, su polémica secreta con Orlando Millas, su rol secreto tras las falsas memorias del general Carlos Prats…Es que, al parecer, siguió esperando que llegara el tiempo de la verdad plena, a sabiendas de que nunca llegaría.
La clave de este enigma final, tan suyo, está en el diálogo que sostiene con un siquiatra imaginario. Allí éste le aconseja contarlo todo, pues “la única manera de expulsar los demonios es poniéndolos por escrito”. El autor-paciente le responde, con cierto espanto, que él conoce hechos monstruosos y “me cuesta hablar de ellos”.
Por eso, que nadie dé un suspiro de alivio. Quizás algún día aparezca un texto secreto de Volodia, en el cual leeremos parte de sus verdades escondidas.
Publicado en La Tercera el 1.2.08.