Muchos líderes y dirigentes de la Concertación se han visto desbordados por los últimos hechos de corrupción. Acostumbrados al juego circular del “tú también lo hiciste”, que los exégetas llaman “empate”, quisieron creer que el destape de los operadores pasaría más rapido que escándalo de farándula. Por eso, relativizaron, minimizaron, invocaron la historia exitosa de la alianza gubernamental, dijeron que estábamos mejor que Haití y olvidaron la necesidad de indignarse.
Se equivocaron como la paloma de Guillén. Por exceso de uso, el elástico del “empate” se rompió y ya no cabe invocarlo para equilibrar errores de gestión con los horrores de Pinochet, para avergonzar a los partidos de la Alianza ni para mantener los equilibrios clientelísticos entre los partidos de la Concertacion. La corrupción de los operadores cayó como un Katrina sobre todo el sistema político.
Curiosamente, la cohesión molecular de ese elástico colapsó cuando se quiso aplicar, de manera novedosa, a bribonadas producidas al interior de un mismo partido. La secuencia fatal, fue la siguiente:
- Operador del PPD, que se cubre el rostro ante las cámaras (“fue un reflejo”, diría), justifica intento de malversacion de fondos públicos con su condicion de militante.
- El senador PPD Fernando Flores, jugando el rol del león sordo, no reprime la ira y ruge. Dice que no volvió a Chile para integrarse a una “pandilla”.
- La réplica interna extraoficial tiene dos variables. A) Flores exagera, pues antes justificó “errores” de un militante amigo, B) a Flores le da lo mismo romper con su partido, pues es millonario y tiene su hogar en los Estados Unidos.
En resumidas cuentas, algunos pensaron que, para acallar la indignación de Flores, bastaban dos recursos: Uno, buscar el empate entre el senador Guido Girardi, eventual jefe de la “pandilla” y el diputado Rodrigo González, eventual pecador “florista”. Dos, apelar a la tradicional envidia chilensis.
Digamos -para que lo entiendan todos- que aquello fue too much. Flores representó mejor a la ciudadanía al rugir, que quienes trataron de echarlo a él y a la pelota fuera de la cancha. Además, su ira, sumada al efecto acumulativo de los empates, paralizó a quienes buscaron el lado luminoso de la crisis. En pocos días, la indignación, convertida en cascada, instalaba a la Concertación ante su más grave encrucijada histórica.
Derrota final
Por eso, los líderes y dirigentes sensibles al sentimiento ciudadano hoy perciben que, de empate en empate, la Concertación estaría llegando a la derrota final, sin siquiera presentar batalla. La sumatoria de las coartadas y el “realismo político” –algo peligrosamente vecino al cinismo- está levantando a la alternancia como un valor en sí. Es decir, al margen de lo que diga o haga la Alianza opositora.
Es doloroso, sin duda, que el fenómeno esté golpeando al gobierno de Michelle Bachelet, antes de cumplir un año en La Moneda. La lógica dice que ella debiera mantener el beneficio de la paciencia ciudadana, pues la corrupción está lejos de su historia y de su ética personal.
Sin embargo, los ciudadanos de a pie no están reaccionando como filósofos, sino como contribuyentes expoliados. No los conmueve que Bachelet sea una Presidenta ética ni que los desfalcos de hoy vengan de la mochila que recibió. Rehúsan seguir pagando los sueldos de quienes conciben la Administración Pública como un botín. No quieren que los éxitos del pasado sean una cortina de humo para los escándalos del presente.
Un solo indicador, que debiera hacer meditar: hoy por hoy, los militares y los carabineros de Chile gozan de muchísima mayor credibilidad que los partidos políticos. A 33 años del golpe, la transición institucional de aquellos parece mucho menos imperfecta que la de los partidos, incluídos los que nos convocaron para recibir a la alegría.
En resumidas cuentas, los próceres de la Concertación necesitan ejercitarse en la paradoja: escuchar mejor lo que dice “la calle” y tener más leones sordos en su interior.