Los primeros 100 días de Barak Obama permiten ensayar esta nueva definición de democracia: es aceptar que un presidente espantosamente tóxico se vaya tranquilo a su rancho, mientras su sucesor trata de sacar al país del tremendo hoyo en que lo dejó.
Esta definición pivotea, por contraste, sobre el ADN político latinoamericano. Porque… ¿qué habría sucedido en la mayoría de nuestros países tras el alejamiento de un presidente que ganó su primera elección con ayuda de abogados, engañó a su gente para iniciar guerras del peor pronóstico, utilizó esas guerras para hacerse reelegir, llevó la economía a la quiebra virtual, perdió la confianza de sus aliados e indujo (o toleró) aberrantes violaciones a los derechos humanos?
Lo más seguro es que, desde nuestra tradición judeocristiana, la primera prioridad habría sido formalizar su culpa, junto con iniciar una escalada punitiva: expulsarlo del paraíso en quiebra, usar la panoplia mediática para demonizarlo, poner de cabeza a los jueces para que lo procesen y atribuirle todo lo malo que siguió sucediendo. Es decir, primero culpar, pues el castigo al pecador es más urgente que los trabajos de rectificación.
Sucede que esa priorización se ha demostrado tan disfuncional a la implantación como al desarrollo de la democracia regional. Demasiados gobernantes latinoamericanos aspiran al poder-vitalicio-en-la-medida-de-lo-posible, porque temen enfrentar la responsabilidad por sus errores o limitaciones. Mantenerse en el poder es, para ellos, un seguro de impunidad o un sicotrópico escapista. Y, como imaginación no les falta, usan métodos diferenciados. En su repertorio están el autogolpe legitimable, las constituciones bolivarianas y la dinastía por afinidad. Esta última, que nace con el modelo conyugal argentino, es la actualización republicana de las dinastías consanguíneas de los Duvalier, los Somoza y los hermanos Castro.
Por eso, las transferencias reales de poder son tan complicadas en la región. La tradición impulsa el antagonismo personal entre el jefe que llega y el que se va, con la fatal confusión entre las buenas maneras y la complicidad. Si el nuevo jefe se mostrara cortés con su predecesor, muchos se sentirían confirmados en sus prejuicios sobre los políticos (“todos son iguales”). Lo paradójico es que la prioridad para la culpabilización casi siempre termina mordiéndose la cola, pues mantiene intacto el protagonismo de los culpables. Estos, por reacción, tienden a demostrar que fueron próceres incomprendidos y socavan, a conciencia, la performance de sus sucesores. “El que viene te hará bueno”, reza un viejo aforismo hispano.
La democracia de los Estados Unidos, que no ha sufrido interrupciones sistémicas y sigue funcionando con la Constitución de Jefferson, nos enseña que hay otra manera de hacer las cosas. La visita de Obama y señora a los salientes Bush, con palmoteo y regalito en mano, la afectuosa despedida hasta la escala del helicóptero y la falta de extrañeza en la opinión pública norteamericana, demuestran que se trata de un fair play con tradición.
Pero, ojo, esa elegancia no implica impunidad. Lo que dijo Obama semanas después, en sesión bicameral solemne, fue una acusación terrible con castigo incluído. Su frase "puedo estar aquí esta noche y decir sin excepción ni equivocación que en los Estados Unidos no se tortura", debió sonar a Bush como un latigazo en el rostro, ante los ojos del mundo.
El habría preferido, seguro, que su sucesor lo victimizara al estilo latinoamericano. Que le abriera una posibilidad para tratar de demostrar que, aunque las torturas tipifiquen su mandato, no fue el peor presidente de la historia de su país.
Publicado en La República el 3.3.09.