Los top five de las elecciones peruanas protagonizaron, el domingo pasado, una nueva versión de la táctica del murciélago. Colgados del travesaño y reventando las pelotas que les caían, cuidaron su base de votos y mostraron una profunda aversión al riesgo. Ni siquiera Luis Castañeda, ex alcalde de Lima, asumió la necesidad de mojar la camiseta, pese a que, según las encuestas, era su última oportunidad.
Desde esa fomedad, hubo señales estéticas subliminales y despistantes. Ollanta Humala, de correcto terno oscuro y corbata azul, lucía como un correcto supervisor de tienda miraflorina. Nada que ver con el temible etnonacionalista de polera bolivariana, que organizaba marchas belicosas hacia el Hito 1 de la frontera con Chile. Pedro Pablo Kuczynsky (PPK), con corbata a franjas rojas y blancas, parecía tener la bandera peruana anudada al cuello. Que no se dijera que su pasaporte gringo le había quitado pizcas de patriotismo. Keiko Fujimori, con cruz de oro sobre fondo negro, destacaba por su serenidad asiática. Ninguna mueca que recordara el estilo taimado de su encarcelado progenitor. Tampoco temía parecer extranjera. Ex Primera Dama de un mandatario con pasaporte japonés, ya había decodificado las sutilezas del nacionalismo peruano.
Aunque todos consultaron sus apuntes, Humala propinó una penosa sesión de lectura en cámara. Incluso leyó las “respuestas” a las preguntas que le hicieron de cuerpo presente. Quiso ignorar, así, los notorios esqueletos que guarda en su armario, entre los cuales su relación con Hugo Chávez, su fobia antichilena, su rechazo a la economía de mercado y su eventual responsabilidad en “la matanza de Andahuaylas” (de 2005, por la que sigue preso su hermano Antauro). Al parecer, sus asesores brasileños no creyeron que podía ser tan políticamente correcto como Lula.
Encuestológicamente hablando, la segunda vuelta será la definición entre Humala y uno de los tres candidatos que lo siguen. En ese cuadro, el susto es grande para quienes lo perciben como un lobo disfrazado de cordero, que juega a pasar gato por liebre y para quienes valoran el auge de la economía peruana en democracia. Su pesadilla tiene la forma de una segunda vuelta entre Humala y Keiko. Es decir, “entre el cáncer y el sida”, como graficara Mario Vargas Llosa.
Para esos peruanos de la democracia con mercado y paz, lo mejor sería una renuncia heroica que posicione, en primera vuelta, a quien pueda derrotar tácticamente a Keiko y estratégicamente a Humala. Según nomenclatura sajona, esto supondría desahuciar a quien luce como un descendente “pato cojo” (Toledo) y acumular apuestas en el supuesto “caballo oscuro” (PPK). Pero, para complicar la cosa, en el entorno humalista se teme mucho más al “cholo” que al “gringo”.
Esa acumulación del susto con la urgencia, hace que afloren los reproches reprimidos contra Alan García. En su egocentrismo, el Presidente habría dejado sin candidato a su histórico partido aprista y socavado el liderazgo, antes claro, de Toledo. Ensimismado en su postulación propia para 2016, sería el gran culpable de la antiopción en curso.
Sin embargo, más que a García, la acusación debiera apuntar a la crisis de representatividad del sistema político pues, desde el primer “fujimorazo”, Perú es el paraíso de los outsiders. De hecho, los cinco candidatos del domingo pasado lo son, pues surgieron fuera de las estructuras partidistas o bajo la sombra de papá.
Desde esa fomedad, hubo señales estéticas subliminales y despistantes. Ollanta Humala, de correcto terno oscuro y corbata azul, lucía como un correcto supervisor de tienda miraflorina. Nada que ver con el temible etnonacionalista de polera bolivariana, que organizaba marchas belicosas hacia el Hito 1 de la frontera con Chile. Pedro Pablo Kuczynsky (PPK), con corbata a franjas rojas y blancas, parecía tener la bandera peruana anudada al cuello. Que no se dijera que su pasaporte gringo le había quitado pizcas de patriotismo. Keiko Fujimori, con cruz de oro sobre fondo negro, destacaba por su serenidad asiática. Ninguna mueca que recordara el estilo taimado de su encarcelado progenitor. Tampoco temía parecer extranjera. Ex Primera Dama de un mandatario con pasaporte japonés, ya había decodificado las sutilezas del nacionalismo peruano.
Aunque todos consultaron sus apuntes, Humala propinó una penosa sesión de lectura en cámara. Incluso leyó las “respuestas” a las preguntas que le hicieron de cuerpo presente. Quiso ignorar, así, los notorios esqueletos que guarda en su armario, entre los cuales su relación con Hugo Chávez, su fobia antichilena, su rechazo a la economía de mercado y su eventual responsabilidad en “la matanza de Andahuaylas” (de 2005, por la que sigue preso su hermano Antauro). Al parecer, sus asesores brasileños no creyeron que podía ser tan políticamente correcto como Lula.
Encuestológicamente hablando, la segunda vuelta será la definición entre Humala y uno de los tres candidatos que lo siguen. En ese cuadro, el susto es grande para quienes lo perciben como un lobo disfrazado de cordero, que juega a pasar gato por liebre y para quienes valoran el auge de la economía peruana en democracia. Su pesadilla tiene la forma de una segunda vuelta entre Humala y Keiko. Es decir, “entre el cáncer y el sida”, como graficara Mario Vargas Llosa.
Para esos peruanos de la democracia con mercado y paz, lo mejor sería una renuncia heroica que posicione, en primera vuelta, a quien pueda derrotar tácticamente a Keiko y estratégicamente a Humala. Según nomenclatura sajona, esto supondría desahuciar a quien luce como un descendente “pato cojo” (Toledo) y acumular apuestas en el supuesto “caballo oscuro” (PPK). Pero, para complicar la cosa, en el entorno humalista se teme mucho más al “cholo” que al “gringo”.
Esa acumulación del susto con la urgencia, hace que afloren los reproches reprimidos contra Alan García. En su egocentrismo, el Presidente habría dejado sin candidato a su histórico partido aprista y socavado el liderazgo, antes claro, de Toledo. Ensimismado en su postulación propia para 2016, sería el gran culpable de la antiopción en curso.
Sin embargo, más que a García, la acusación debiera apuntar a la crisis de representatividad del sistema político pues, desde el primer “fujimorazo”, Perú es el paraíso de los outsiders. De hecho, los cinco candidatos del domingo pasado lo son, pues surgieron fuera de las estructuras partidistas o bajo la sombra de papá.