Cuando Fidel Castro vio que llegaba la hora de revocar la resolución de 1962, que excluyó a Cuba de la OEA, su reacción fue la misma de hace medio siglo. Con tozudez redundante, de gallego y anciano ensimismado, dijo que la existencia de esa institución no se justificaba. Había sido el caballo norteamericano de Troya que introdujo en América Latina el neoliberalismo, el narcotráfico, las bases militares y las crisis económicas. Era un orgullo estar fuera de ella
Parafraseaba, así, la mejor cita del Marx divertido: “Yo no puedo pertenecer a un club que me acepte como socio”. Además, en esto era coherente con su biografía de revolucionario que insurgió a las greñas con los gobiernos de Dwight Eisenhower y John Kennedy y se consolidó gracias al conservadurismo cegatón de los gobiernos norteamericanos que siguieron. Imposible pedirle que ayudara a descongelar un estatus confrontacional que lo había beneficiado tanto.
Sin embargo, una vez revocada esa resolución, por unanimidad –incluyendo a los EE.UU- , los castristas externos e internos proclamaron un nuevo triunfo de la revolución cubana. A ese respecto, coincidieron con la minoría más reaccionaria de los Estados Unidos, que comenzó a acusar la “debilidad” de Barack Obama, como si perseverar en el error fuera una señal de fortaleza. Todos olvidaron, además, que en 1962 la mayoría real de la región no acompañó a la Casa Blanca. Entonces tuvieron el coraje de abstenerse Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México. Junto con Cuba, conformaban algo así como los 4/5 de la población de América Latina.
Es que, en la realidad concreta, no da igual patear con iracundia las puertas cerradas de un club exclusivo, que hacer el loco arremetiendo contra sus puertas abiertas. Es decir, no da lo mismo, para los cubanos de Castro, mantenerse taimadamente al margen de una institución que los expulsó, que recibir una invitación para volver, mediante el simple cumplimiento de los requisitos que los demás socios ya están acatando.
Mientras se asimila esta nueva situación, nadie en Cuba –oficialmente hablando- quiere recordar que el club tiene estatutos nuevos. Los de nacimiento, inspirados en la lógica de la Guerra Fría, sólo servían para declarar la incompatibilidad de la OEA con las dictaduras marxista-leninistas. No servían para molestar a dictaduras como las de Marcos Pérez Jiménez, Rafael Leonidas Trujillo, Anastasio Somoza y flia., Manuel Odría, Hugo Bánzer, Humberto Castelo Branco, Jorge Rafael Videla, Gregorio Alvarez y Augusto Pinochet. Los estatutos de hoy, tras el fin de la Guerra Fría, contienen una cláusula democrática y de respeto a los derechos humanos que, teóricamente, debiera alejar a las dictaduras sin distinción. Hay que decirlo así, con prudencia, porque nosotros latinoamericanos, creativos como somos, estamos en vías de inventar dictaduras democráticas (libremente elegidas o ratificables), para que puedan colarse o permanecer dentro de la OEA.
Visto así, es poco lo que se pide a la Cuba tardocastrista para retornar al club. Simplemente, su gobierno debiera hacer lo que hace el de Venezuela, cuando se somete a elecciones periódicas. Si Hugo Chávez es el discípulo dilecto y si el régimen cubano cuenta, incluso, con mayor control de la opinión pública, no sería demasiado duro imitarlo. Con una pequeñita elección cubana, se respetarían los principios actuales de la OEA –al menos en la forma- y comenzaría una transición a la transición democrática en la isla.
Claro, es más fácil decirlo que enfrentarse a una reflexión adversa de Fidel Castro. Porque ése es el problema decisivo: ¿se atrevería Raúl a ponerle el cascabel electoral a su hermano?
Publicado en La Republica el 9.6.09