Bitácora

El canciller de Alan García

José Rodríguez Elizondo

Me gustó cuando José Antonio García Belaunde –Joselo, para abreviar- llamó a callar a los suyos y a esperar que la Pascua nos diera a todos un duchazo de cariño cristiano. ¡Esa es escuela diplomática! me dije.

Hoy creo que me apresuré en comentármelo. Dos días después, el mismo Joselo declaraba que los chilenos debíamos derogar la ley especial del cobre. Esta significaba, dijo, más armamento para nuestros militares y ponía en peligro la paz regional. Es decir, hizo lo mismo que había reprochado a su colega Alejandro Foxley: hablar sobre un tema delicado de la otra soberanía nacional.

Entonces me pregunté (yo converso mucho comigo mismo) ¿que diablos habría dicho Joselo si, en vez de pedir silencio y paz cristiana, hubiera llamado a seguir la polémica? ¿Qué castigo medieval habría pedido para un general Izurieta chacotero, paseado en andas por sus oficiales, por haber dicho –es un suponer- que el baile del alcatraz es chileno?

Tras ese ejercicio con mi sombra, descubrí que el sorprendido principal, en la especie, no era yo ni mi otro yo, sino Alan García. Si recién no más había conminado a terminar con los dimes y diretes. Y hasta tuvo un gesto fino hacia Michelle Bachelet, adhiriendo a su propuesta de un Nobel para Ingrid Betancourt.

¿Es que el mandatario dejó de ser obedecido ?

Lo planteo maximalistamente pues, incluso antes de estallar el conflicto del brindis macabro, el general Donayre ya no cotizaba a su ministro de Defensa ni al Fiscal Anticorrupción. Este lo había citado siete veces para que diera cuenta de unos cuantos miles de galones extraviados de combustible. Después, García mismo sufrió el desacato, cuando ni siquiera consideró su “petición” de guardar silencio.

Pero eso no es todo. Poco antes debió cambiar de ministros, porque ciertos “chuponeos” (escuchas telefónicas subrepticias) destaparon un preocupante tráfico de influencias a su alrededor, con epicentro en un viejo camarada. Así, el fantasma de su primera administración comenzó a sacudirlo por las solapas, pues también entonces se le desmandaba el personal. La diferencia, en contra, es que ahora no puede llamar a la vieja caballería aprista al rescate. El patriarca Armando Villanueva tiene más de 90 años y es muy crítico con sus camaradas más jóvenes.

Como los particulares estamos para opinar sobre el mundo ancho, ajeno y soberano, yo creo que García debíera sacar una lección general y otra específica del episodio Donayre. La primera, entender que los buenos ejércitos garantizan mejor la política exterior que los ejércitos politizados, y que su excelencia no se consigue ocultando falencias. Lo digo, porque él reprendió a Allan Wagner, su anterior ministro de Defensa, cuando éste dijo cosas claras sobre el horrible legado militar de Fujimori. Aplicando el dicho “ojos que no ven, corazón que no siente”, le advirtió que esas franquezas encorajinaban a los militares de los países vecinos.

La lección específica es terminar con la diplomacia presidencial propia del subdesarrollo. Esa en cuya virtud los grandes jefes -espontáneos y simpáticos- encuentran cargante actuar a través de intermediarios y piensan que basta tomar un teléfono para hacer que los estropicios se esfumen.

Dos riesgos comprobados tiene esa diplomacia. Uno, equivocar el mensaje y/o que el interlocutor lo decodifique mal. El otro, contagiar a los prudentes diplomáticos de carrera, sacándolos de su quicio profesional.

El primer riesgo ya está inscrito en las bitácoras de García y Bachelet. El segundo, quedará en la hoja de servicios de Joselo canciller.


Publicado en LA TERCERA el 11.12.08 .
José Rodríguez Elizondo
| Sábado, 13 de Diciembre 2008
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