La Segunda, 2.12.2011
Para algunos, la transición democrática española terminó con el fracaso del golpe del coronel Tejero de 1981 y la consiguiente legitimación democrática del rey Juan Carlos. Otros esperaron que se consolidara el gobierno de Felipe González y su Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Hay quienes la sostienen hasta 1996, con la victoria de la alternancia derechista, personalizada en José María Aznar.
¿Por qué tanta discrepancia?
Porque, como escribiera Juan Luis Cebrián, “la insoportable levedad del ser democrático se enfrentaba a la aburrida pesadumbre de las raíces de la dictadura”. Por eso, a las derechas les costaba asumir que Franco no resucitaría, las izquierdas no querían sepultar a Lenin ni desdogmatizar a Marx y pocos entendieron que de ese sopor surgiría el inteligente liderazgo de González.
Ejecutando un bello pragmatismo de raíz liberal, dicho “sociata” marcó a fuego la renovación de las izquierdas. Fue un jefe sin traumas ideológicos, decidido a insertarse en Europa sin hacer ascos a la OTAN y dispuesto a potenciar la apertura económica iniciada bajo el franquismo moribundo. Bajo su mando España fue una fiesta, su sol turístico se insertó en un boom de plata dulce y hasta se adornó con una “movida” donde Pedro Almodóvar oficiaba de sumo sacerdote. “Había que ponerle risas y color a este país, después de tantos años de grisura oficial y clandestinidad emocional”, dijo el novelista Eduardo Mendicutti.
Pero, como no hay fiesta sin resaca, ésta cayó desde el partido. Pronto comenzó a percibirse que si González gobernaba el reino desde la Moncloa, Alfonso Guerra -su segundo en todo- gobernaba a la militancia desde la sede de calle Ferraz. De esa dualidad de poderes emergería el clientelismo corruptor, con oportunistas en busca de “curro” (trabajo), poderes económicos sobornando operadores, incondicionales aplastando a los inteligentes y el presupuesto fiscal pagando hasta el “carajillo” de los altos funcionarios.
En ese atardecer del poder socialista, una nueva clase levantó la consigna cínico-festiva “el que se mueve no sale en la foto” y la vieja guardia concluyó, melancólica, que “contra Franco estábamos mejor”. González, por su parte, no quiso -o no pudo- mostrar la indignación que correspondía. Prefirió iniciar su mutación a “jarrón chino” (vistoso pero inútil), emitiendo un llamado abstracto a la probidad: “no necesitamos a nadie en la política, ni en nuestro partido ni en ninguno, que utilice el cargo público en su propio beneficio o en el de sus amigos o en el de su familia”.
Bajo esas luces y sombras se instaló Aznar, el alternante, con un Partido Popular (PP) operado del franquismo. Tras captar que González le había hecho gran parte del curro, el hombre trató de ensayar creatividad soltando, aún más, los controles del Estado sobre la economía y amarrándose al destino de George W. Bush. Fue de los pocos gobernantes que apoyaron las trucherías norteamericanas en Irak y, en vísperas de las elecciones generales de 2004, el terrorismo islámico le pasó terrible factura. Aznar quiso endosar la culpa a ETA (subliminalmente, a la política de los socialistas) pero, ante los desmentidos iracundos, con soporte en las nuevas tecnologías de la información, se resignó a perder esas elecciones.
Así fue como volvió al poder un PSOE de identidad perdida, en plena crisis de las izquierdas renovadas. Imposible fue para su jefe, el opaco José Luis Rodríguez Zapatero, rectificar rumbos ni, menos, producir milagros. Los españoles siguieron en caída económica libre, sus jóvenes mutaron de desempleados en indignados y Frau Merkel los obligó a modificar la Constitución, para ser financieramente creíbles.
Resultado: Zapatero debió retirarse anticipadamente a sus zapatos, abriendo espacio a la segunda alternancia del PP, esta vez bajo un nuevo liderazgo.
Y en eso estamos: esperando a Mariano Rajoy.