Oficialmente publicado el 5 de julio, el segundo informe ONU sobre Venezuela, firmado por Michelle Bachelet, Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, fue un revulsivo a nivel global. Y no por innovar respecto al informe previo o por contener revelaciones adicionales, sino por reiterar un estado de situación internacional y humanamente inaceptable.
Sin embargo, contaminados por el alto rol político previo de Bachelet, actores chilenos relevantes no se concentraron en esa ratificación de la tragedia. Antes que alinearse tras su voz onusiana, se ocuparon de sus opciones ideológicas, las réplicas del dictador y su entorno y los efectos de su informe en los partidos que la apoyaron en sus dos gestiones presidenciales. Por añadidura, el debate tendió a destacar las supuestas incongruencias entre nuestra política de Estado condenatoria de la dictadura, la mantención del embajador de Nicolás Maduro y los problemas que plantea la avalancha de desplazados venezolanos que buscan sobrevivir en Chile.
Esa mezcla de eufemismo con “chilenocentrismo” confirmó que, pese a nuestra experiencia histórica, aún existen actores que evalúan las políticas de derechos humanos según el cristal ideológico con que miran. Por añadidura, ha pasado inadvertida la pasividad comparativa del Secretario General de la ONU, superior jerárquico de la Alta Comisionada. El hecho de que, entre el primer y el segundo informe, el portugués Antonio Guterres no haya impulsado acciones fuertes respecto a Venezuela, contrasta demasiado con lo sucedido en períodos previos. Baste recordar que en los años 80-90, bajo el liderazgo del peruano Javier Pérez de Cuéllar y del egipcio Boutros-Boutros Galhi, la ONU intervino en Afganistán, Chipre, catalizó el fin de la guerra Irak-Irán, impulsó la independencia de Namibia, ayudó a eliminar el apartheid sudafricano, envió sólidos relatores a Chile, se jugó por elecciones libres en Nicaragua y contribuyó al fin de la guerra civil en El Salvador.
Entonces, a instancias de Pérez de Cuéllar, la ONU comenzó a relativizar el principio de no intervención e instaló una doctrina que planteaba “el deber de injerencia”. Esto marcó un incremento sin precedentes del tamaño y alcance de sus operaciones para el mantenimiento de la paz, con un despliegue que alcanzó, en 1995, a casi 70.000 militares y civiles procedentes de 77 países. Un Premio Nobel y un Premio Príncipe de Asturias galardonaron esa notable performance onusiana.
Sería bueno analizar por qué esa doctrina, que surgió vigente aún la guerra fría, hoy luce estancada y por qué la acción internacional contra la dictadura está encabezada por actores marginales a la ONU. Es evidente que algo –o mucho- tiene que ver el nuevo cuadro mundial, con la antidiplomacia del Presidente Donald Trump y sus efectos en el Consejo de Seguridad. Pero, incluso asumiendo esa realidad, no es deseable que Guterres espere un tercer informe para tomar alguna iniciativa de acción, ante el grave conflicto internacional que ha inducido la dictadura venezolana.