Publicado en El Mercurio de 4.11.2020
Visto desde la debilidad democrática que intranquila nos baña, el plebiscito del 25 fue un ventilador activado en el momento oportuno. Por una parte, porque mostró que el horror ciudadano a un vacío institucional desafió a los antisistémicos y superó la resignación de los inocentes. Por otra parte, porque la inmensa mayoría de los votantes no obedeció a directivas partidistas, sino a una “simple” aspiración: tener un Estado Democrático de Derecho que funcione, conducido por líderes políticos probos, con sensibilidad social, razonablemente valientes y en lo posible ilustrados.
Esta interpretación, a fuer de realista, obliga a consignar seis puntos de prudencia:
Primero. El plebiscito confirmó el gran valor simbólico de una Constitución en un país juridizado. El sello de origen dictatorial de la Carta de 1980, fue más pétreo (por tanto, disfuncional) que su texto de 2005, formalmente democratizado por Ricardo Lagos y 17 ministros. Sin embargo -este es el punto- esto no garantiza políticas públicas populares.
Segundo. Aquí no hubo una votación “altísima”, como informaron el Servicio Electoral (SERVEL) y muchos medios. La abstención fue levemente inferior a la de la última elección presidencial, que ya había marcado un síntoma de desafección hacia nuestra clase política. Aún queda mucha ciudadanía por reincorporar a la defensa activa de la democracia.
Tercero, Sí fue una votación altísima en términos de coraje, pues obligó a soslayar todas las prevenciones sanitarias vigentes sobre distanciamiento social. Tal vez dicho coraje ensambló con la confianza espiritual en la inmunidad que daba el uso de un lápiz personal e intransferible (este sí fue un punto para SERVEL)
Cuarto. La previsible deserción de los superadultos (explicablemente asustados por el virus), fue compensada con la crecida participación de los jóvenes. Grato fenómeno, pues su adhesión a los ritos de la democracia los muestra más representativos que los jóvenes que han optado por la “violencia contraestructural” y la barbarie del vandalismo.
Quinto. El mérito mayor de los políticos del sistema fue abrir una alternativa civilizada contra quienes buscaban terminar con el sistema mismo. Por añadidura, aunque no con muchas ganas, abrieron la posibilidad de una renovación parcial del personal político establecido.
Sexto. En relación con el punto anterior, el plebiscito no implica perdón ni olvido ciudadano para la mala calidad de los políticos de gobierno o de oposición. Quienes antes seguían a las derechas, las izquierdas y los centros escuálidos, esta vez votaron a su aire. Ningún dirigente, ningún partido, puede acreditarse ningún resultado.
Por lo dicho, el plebiscito sacó al pizarrón a todos los actores de nuestro sistema político. Ahora tendrán que asumir que cualquier tibieza en el apoyo a la democracia -la misma que los puso en ese escenario- tiene relación directa con el calentamiento de los motores antisistémicos y con el miedo que hoy impera en todos los niveles de la sociedad. Y sobre todo, si el gobierno de turno les parece ineficiente, sin condiciones de liderazgo o sin destrezas comunicacionales. Precisamente ahí está el mérito de la democracia.
El inicio del proceso constituyente no implica, entonces, un optimismo bobo Más bien contiene la esperanza de que aprendamos a distinguir entre administrar el Estado y liderarlo en aras de un desarrollo con equidad real. No entenderlo, por parte de nuestras élites, nos ha llevado a estas circunstancias oscuras, que potenciaron la delincuencia y las alternativas insurreccionales, con su correlato fatal: el desborde del Estado y la puesta en off de sus fuerzas legitimas. Un fenómeno que avala la advertencia de Giovanni Sartori (alguna cita debo hacer) según la cual “la teoría de la democracia debe ser repensada completamente”
La urgencia de esta realidad -pandemia incluida- obliga a superar temores, antagonismos ideológicos y reaprender a debatir con ideas. Así apreciado, el plebiscito ayudará a que nuestros políticos rescatables desempolven la palabra patria y jueguen sin miedo la carta de la unidad nacional.
Visto desde la debilidad democrática que intranquila nos baña, el plebiscito del 25 fue un ventilador activado en el momento oportuno. Por una parte, porque mostró que el horror ciudadano a un vacío institucional desafió a los antisistémicos y superó la resignación de los inocentes. Por otra parte, porque la inmensa mayoría de los votantes no obedeció a directivas partidistas, sino a una “simple” aspiración: tener un Estado Democrático de Derecho que funcione, conducido por líderes políticos probos, con sensibilidad social, razonablemente valientes y en lo posible ilustrados.
Esta interpretación, a fuer de realista, obliga a consignar seis puntos de prudencia:
Primero. El plebiscito confirmó el gran valor simbólico de una Constitución en un país juridizado. El sello de origen dictatorial de la Carta de 1980, fue más pétreo (por tanto, disfuncional) que su texto de 2005, formalmente democratizado por Ricardo Lagos y 17 ministros. Sin embargo -este es el punto- esto no garantiza políticas públicas populares.
Segundo. Aquí no hubo una votación “altísima”, como informaron el Servicio Electoral (SERVEL) y muchos medios. La abstención fue levemente inferior a la de la última elección presidencial, que ya había marcado un síntoma de desafección hacia nuestra clase política. Aún queda mucha ciudadanía por reincorporar a la defensa activa de la democracia.
Tercero, Sí fue una votación altísima en términos de coraje, pues obligó a soslayar todas las prevenciones sanitarias vigentes sobre distanciamiento social. Tal vez dicho coraje ensambló con la confianza espiritual en la inmunidad que daba el uso de un lápiz personal e intransferible (este sí fue un punto para SERVEL)
Cuarto. La previsible deserción de los superadultos (explicablemente asustados por el virus), fue compensada con la crecida participación de los jóvenes. Grato fenómeno, pues su adhesión a los ritos de la democracia los muestra más representativos que los jóvenes que han optado por la “violencia contraestructural” y la barbarie del vandalismo.
Quinto. El mérito mayor de los políticos del sistema fue abrir una alternativa civilizada contra quienes buscaban terminar con el sistema mismo. Por añadidura, aunque no con muchas ganas, abrieron la posibilidad de una renovación parcial del personal político establecido.
Sexto. En relación con el punto anterior, el plebiscito no implica perdón ni olvido ciudadano para la mala calidad de los políticos de gobierno o de oposición. Quienes antes seguían a las derechas, las izquierdas y los centros escuálidos, esta vez votaron a su aire. Ningún dirigente, ningún partido, puede acreditarse ningún resultado.
Por lo dicho, el plebiscito sacó al pizarrón a todos los actores de nuestro sistema político. Ahora tendrán que asumir que cualquier tibieza en el apoyo a la democracia -la misma que los puso en ese escenario- tiene relación directa con el calentamiento de los motores antisistémicos y con el miedo que hoy impera en todos los niveles de la sociedad. Y sobre todo, si el gobierno de turno les parece ineficiente, sin condiciones de liderazgo o sin destrezas comunicacionales. Precisamente ahí está el mérito de la democracia.
El inicio del proceso constituyente no implica, entonces, un optimismo bobo Más bien contiene la esperanza de que aprendamos a distinguir entre administrar el Estado y liderarlo en aras de un desarrollo con equidad real. No entenderlo, por parte de nuestras élites, nos ha llevado a estas circunstancias oscuras, que potenciaron la delincuencia y las alternativas insurreccionales, con su correlato fatal: el desborde del Estado y la puesta en off de sus fuerzas legitimas. Un fenómeno que avala la advertencia de Giovanni Sartori (alguna cita debo hacer) según la cual “la teoría de la democracia debe ser repensada completamente”
La urgencia de esta realidad -pandemia incluida- obliga a superar temores, antagonismos ideológicos y reaprender a debatir con ideas. Así apreciado, el plebiscito ayudará a que nuestros políticos rescatables desempolven la palabra patria y jueguen sin miedo la carta de la unidad nacional.