Publicado en El Libero y en La República, 10.1.2021
Días antes de que Donald Trump ordenara a sus huestes invadir el Capitolio, el New York Post lo había emplazado, en primera plana y con titular catastrófico: “Señor Presidente, detenga la locura”. Fue un llamado ingenuo y tardío para que reconociera su derrota, como si en algún momento hubiera sido un político del establishment.
Es que los estadounidenses ilustrados subestimaron la experiencia previa de Trump como autócrata privado y personaje de farándula. Por eso, con la complicidad de los medios y, en especial. de las redes, sus embustes fueron noticia diaria para consumo masivo. Su mezcla de narcisismo con matonería evocaba el viejo cine de vaqueros y garantizaba diversión gratuita. Pocos captaron que un payaso es peligroso cuando tiene responsabilidades de Estado y, aún más, si funciona en el Salón Oval. Barack Obama, víctima de esos abusos de su poder comunicacional, dice en sus memorias que los periodistas “en ningún momento se plantaron ante Trump y lo acusaron directamente de mentir”.
Con base en la complicidad mediática, sumada a la sumisión de los altos cargos republicanos, la egolatría rústica del autócrata mutó en la locura del gran dictador. Su objetivo, entonces, fue apernarse en el poder a como diera lugar, aunque ello condujera al autogolpe, la guerra civil o la guerra convencional. Desde esa discapacidad empoderada, incubó el más rotundo rechazo a la posibilidad de una alternancia democrática. Un talante similar a la extrañeza de Hitler, ante el fin de la dictadura de Primo de Rivera y el exilio de Alfonso XIII de España: “lo que no llego a comprender es que, una vez conquistado el poder, no se aferren a él con todas sus fuerzas”
LAS GUERRAS QUE NO FUERON
Esa locura con método, hay que decirlo, convirtió al incumbente presidente de los EE.UU. en un fascista del siglo XXI. Y más peligroso que los históricos, por su acceso al maletín nuclear y su incultura enciclopédica.
Desde esa personalidad política, puede sospecharse que la asonada del jueves fue la penúltima y desesperada etapa de una estrategia que debió iniciarse con una tonificante aventura militar. Una versión remasterizada del fraguado incidente bélico del Golfo de Tonkín, de 1964, que catalizó la intervención masiva de los EE.UU en la guerra de Vietnam. Según analistas de la época, el objetivo político (fracasado) era asegurar un segundo período presidencial a Lyndon Johnson.
Puede que los historiadores descubran huellas delatoras en la beligerancia de Trump contra China e Irán, en sus sondeos respecto a una intervención militar en Venezuela o, por reversa, en la exitosa disuasión nuclear del dictador norcoreano Kim Jong-un. Si aquello sólo quedó en borradores clasificados, lo más seguro es que obedeció al déficit de confianza entre el jefe de Estado y los altos mandos castrenses.
Todo indica que el autócrata presidencial buscó esa relación, pero a su mal modo. Manipulando y maltratando a los ex altos oficiales de su equipo como si fueran simples ordenanzas. Para su sorpresa, terminó recibiendo de vuelta el equivalente a un bofetón institucional: “No juramos lealtad a un rey o una reina, a un tirano o a un dictador… no le juramos lealtad a un individuo”. Lo dijo muy ronco el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto -la más alta instancia militar norteamericana-, justo cuando Trump comenzaba a fraguar su apernamiento en la Casa Blanca.
IMPENSABLE IMPUNIDAD
Si tras la insurrección que indujo Trump logra zafar impune, Richard Nixon dará saltos mortales en su tumba. Ese mandatario, apodado “Tricky” (tramposo), debió abandonar la Casa Blanca sólo por haber espiado a sus adversarios. Sus pillerías fueron gajes del oficio de político y sus crímenes fueron cometidos en el contexto de la Guerra Fría, contra extranjeros (entre ellos vietnamitas, camboyanos y chilenos) y con la excusa patriótica del interés nacional comprometido. Además, siempre estuvo asesorado por el expertísimo Henry Kissinger,
En cuanto a trapacerías domésticas, Trump lo ha superado lejos. Como contribuyente, paga menos que cualquier oficinista honesto. Normalizó la mentira hasta el punto de que nadie sabe cuándo dice la verdad. Ganó la Presidencia con la ayuda de una potencia extranjera y con menos votos que Hillary Clinton. Desde el gobierno reposicionó el supremacismo blanco y, por tanto, la discriminación racial.
En lo internacional, Trump dilapidó todo lo ganado por sus predecesores durante la Guerra Fría. El resultado es un crimen de leso Estado, sintetizable en cuatro puntos cardinales: Los EE.UU. dejaron de ser la superpotencia democrática que lideraba el libre comercio y tenía vara alta en la ONU; perdió el respeto de sus aliados europeos, políticos y militares; en los países en desarrollo (para él “países de mierda”), sólo lo aman los ultraderechistas, e ignoró a conciencia la amenaza planetaria del coronavirus. Como corolario, produjo un vacío estratégico que hoy está llenando China, con la cual ya entró en guerra comercial y de acusaciones.
Para completar ese nutrido prontuario, encargó la toma del Capitolio a una fanaticada sin disciplina militar ni objetivos políticos confesables. Esa insurrección artesanal, con cómplices todavía ocultos, ya muestra un balance macabro: cinco muertos, actos vandálicos y vergüenza global para la que solía mencionarse como “gran democracia norteamericana”.
LA OEA TAMBIÉN JUEGA
Tras la escandalera mundial, Trump quiere escabullirse negociando. A cambio de su impunidad ofrece una “transferencia ordenada del poder” y, como garantía, dice que no concurrirá al acto tradicional. Obviamente es una oferta chantajista, pues contiene la amenaza de una última fechoría: rentabilizar la polarización violenta que él mismo catalizó y que ahora respaldarían 75 millones de votantes.
Por el bien de la democracia y por la responsabilidad de los EE.UU. no cabría aceptar esa negociación. La eventual impunidad del autócrata derrotado sería un estímulo global para todos los extremistas, de izquierdas y derechas. Un incentivo para que sigan socavando las democracias supérstites, mediante estallidos que desborden la gobernabilidad y catalicen dictaduras. Una amenaza directa para nuestra atribulada América Latina, donde los gobiernos legítimos hoy cuelgan de un delgado hilo sanitario.
Notablemente, los primeros en sancionar al primer autogolpista de los EE.UU. han sido los directivos de Facebook, Instagram y Twitter. Desde esa “premier league” del sector privado, bloquearon las comunicaciones del presidente, pues se saben corresponsables. En cuanto plataforma de sus provocaciones, cumplieron el mismo rol que el literario doctor Frankenstein: crearon el monstruo que ahora trata de destruir su hábitat.
En ese complicado contexto, el presidente entrante Joe Biden está actuando con prudencia total. Sabe que no puede “vacar” al presidente saliente, que una semana larga es corta para promover un impeachment y que iniciar acción ejecutiva bloquearía el normal inicio de su gestión. Confía en lo que deben hacer los jueces y los congresistas, a sabiendas de que el caso marca los límites reales entre el Derecho, la Política y la Moral.
Bueno sería, por tanto, que mientras las élites norteamericanas se ponen las pilas, los gobiernos democráticos de la OEA visualicen una posibilidad que antes habría parecido insólita: aplicar, ipso facto, la Carta Democrática Interamericana a los EE.UU. ¿Motivo?... el presidente autogolpista sigue en su cargo, tras haber producido una grave alteración en el orden democrático de un Estado miembro. Según las normas de dicha Carta, el gobierno estadounidense no podría participar en los trabajos de la OEA mientras la anomalía persista y el Secretario General “puede solicitar la convocatoria inmediata del Consejo Permanente para realizar una apreciación colectiva de la situación y adoptar las decisiones que estime conveniente”.
Luis Almagro, que ya se atrevió a desafiar la dictadura de Nicolas Maduro, tiene ahora la posibilidad de anotarse otro punto. Esta vez, en defensa de la democracia norteamericana y, por añadidura, de todas las democracias del hemisferio.