Publicado en El Libero 6.2.2021 (*)
En los Estados Unidos la elección de un presidente equivale a una apuesta sobre un hombre.
Raymond Aron. 1984.
Desde que consolidara su independencia en el siglo 18, Estados Unidos supo comunicar, a través de sus élites, que la democracia y la libertad no sólo eran sus principios domésticos. Además, eran la esencia de su destino manifiesto, que ejecutaría ante el mundo como una misión autoasignada.
La plataforma jurídica de esos principios fue una Constitución enmendada pero nunca sustituida, un sistema de equilibrios y controles entre los poderes del Estado y una cortés alternancia en su sistema político bipartidista. Con esa configuración la potencia emergente respaldó intereses cada vez más globales, lo que indujo al filósofo francés Raymond Aron a definirla como una “república imperial”.
Sólo una guerra civil pudo suspender, en el siglo 19, esa estructura jurídico-político-ideológica. Luego, en el siglo XX, su participación en dos guerras mundiales planteó a Estados Unidos el dilema de la mayor o menor consecuencia con sus principios. Explicable porque, invocando el interés nacional, eventualmente apoyó a dictaduras ominosas y, en el campo de los derechos humanos, desestabilizó más a sus aliados que a sus enemigos. Lo que para sus gobernantes era una política exterior pragmática, para sus contrapartes afectadas era una política imperialista.
Notablemente, la consistencia democrática interna prevaleció, incluso en el plano del soft power o prestigio estratégico. La opinión pública mundial asumía que Estados Unidos, pese a ser amistoso con algunos dictadores, no se contaminaba con las dictaduras. Desde esa perspectiva, el mundo agradeció su decisiva contribución a la derrota del nazifascismo en la segunda guerra y reconoció su victoria contra la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría.
Lo anterior está escrito en pretérito, pues el asalto al Capitolio, dispuesto por el expresidente Donald Trump, fue un estallido en el corazón del sistema. En lo inmediato, puso entre paréntesis el respeto global por su democracia. Quienes criticaban a Estados Unidos por su tolerancia con dictaduras amistosas, comenzaron a percibir la posibilidad de una dictadura en la propia Casa Blanca, a cuya sombra difícilmente podrían sobrevivir los regímenes democráticos. Además, perfiló la posibilidad de un escenario antes inimaginable: el de un dictador estadounidense insensato, con mando sobre un ejército poderoso y con un enorme arsenal nuclear. Una obvia amenaza para la paz y la seguridad internacionales.
Con base en ambas percepciones fue sorprendente el silencio de todas las cancillerías y, en especial, el de los organismos multilaterales encargados de afirmar la paz, proteger la democracia y velar por los derechos humanos. Afortunadamente, el sistema fundacional de equilibrios y controles pudo sostenerse. Aunque Trump tenía aliados internos con poder, la institucionalidad judicial mantuvo su independencia y los militares no se plegaron a su comandante en jefe presidencial. El autogolpe fracasó y el presidente Joseph Biden está reiniciando la andadura democrática, con un fuerte sesgo recuperacionista en lo interno y propósitos de reinserción en el abandonado espacio internacional.
Está bien lo que bien termina pero, como el susto queda y Trump lucha por quedar impune, es bueno recurrir a la parábola histórica. Esa según la cual un agitador alemán, tras una asonada sangrienta y algunos años de cárcel, llegó a gobernar con mayoría parlamentaria, indujo el incendio del Reichstag, se hizo dictador con apoyo militar, provocó una guerra mundial que dejó 60 millones de muertos y terminó liquidando a su país.
(*) Editorial de revista online Realidad y Perspectivas (RyP) del mes de enero
En los Estados Unidos la elección de un presidente equivale a una apuesta sobre un hombre.
Raymond Aron. 1984.
Desde que consolidara su independencia en el siglo 18, Estados Unidos supo comunicar, a través de sus élites, que la democracia y la libertad no sólo eran sus principios domésticos. Además, eran la esencia de su destino manifiesto, que ejecutaría ante el mundo como una misión autoasignada.
La plataforma jurídica de esos principios fue una Constitución enmendada pero nunca sustituida, un sistema de equilibrios y controles entre los poderes del Estado y una cortés alternancia en su sistema político bipartidista. Con esa configuración la potencia emergente respaldó intereses cada vez más globales, lo que indujo al filósofo francés Raymond Aron a definirla como una “república imperial”.
Sólo una guerra civil pudo suspender, en el siglo 19, esa estructura jurídico-político-ideológica. Luego, en el siglo XX, su participación en dos guerras mundiales planteó a Estados Unidos el dilema de la mayor o menor consecuencia con sus principios. Explicable porque, invocando el interés nacional, eventualmente apoyó a dictaduras ominosas y, en el campo de los derechos humanos, desestabilizó más a sus aliados que a sus enemigos. Lo que para sus gobernantes era una política exterior pragmática, para sus contrapartes afectadas era una política imperialista.
Notablemente, la consistencia democrática interna prevaleció, incluso en el plano del soft power o prestigio estratégico. La opinión pública mundial asumía que Estados Unidos, pese a ser amistoso con algunos dictadores, no se contaminaba con las dictaduras. Desde esa perspectiva, el mundo agradeció su decisiva contribución a la derrota del nazifascismo en la segunda guerra y reconoció su victoria contra la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría.
Lo anterior está escrito en pretérito, pues el asalto al Capitolio, dispuesto por el expresidente Donald Trump, fue un estallido en el corazón del sistema. En lo inmediato, puso entre paréntesis el respeto global por su democracia. Quienes criticaban a Estados Unidos por su tolerancia con dictaduras amistosas, comenzaron a percibir la posibilidad de una dictadura en la propia Casa Blanca, a cuya sombra difícilmente podrían sobrevivir los regímenes democráticos. Además, perfiló la posibilidad de un escenario antes inimaginable: el de un dictador estadounidense insensato, con mando sobre un ejército poderoso y con un enorme arsenal nuclear. Una obvia amenaza para la paz y la seguridad internacionales.
Con base en ambas percepciones fue sorprendente el silencio de todas las cancillerías y, en especial, el de los organismos multilaterales encargados de afirmar la paz, proteger la democracia y velar por los derechos humanos. Afortunadamente, el sistema fundacional de equilibrios y controles pudo sostenerse. Aunque Trump tenía aliados internos con poder, la institucionalidad judicial mantuvo su independencia y los militares no se plegaron a su comandante en jefe presidencial. El autogolpe fracasó y el presidente Joseph Biden está reiniciando la andadura democrática, con un fuerte sesgo recuperacionista en lo interno y propósitos de reinserción en el abandonado espacio internacional.
Está bien lo que bien termina pero, como el susto queda y Trump lucha por quedar impune, es bueno recurrir a la parábola histórica. Esa según la cual un agitador alemán, tras una asonada sangrienta y algunos años de cárcel, llegó a gobernar con mayoría parlamentaria, indujo el incendio del Reichstag, se hizo dictador con apoyo militar, provocó una guerra mundial que dejó 60 millones de muertos y terminó liquidando a su país.
(*) Editorial de revista online Realidad y Perspectivas (RyP) del mes de enero