Mi sabio amigo Luciano Tomassini dice, en uno de sus libracos sobre política internacional, que las cancillerías están entre los servicios públicos más atrasados de la región.
A mi juicio, la clave está en la interpretación abusiva del monopolio para conducir la política exterior, que asignan nuestras constituciones a los presidentes. Estos suelen entender esa delicada encomienda como un “nadie se entrometa”. No valoran la profesionalidad diplomática ni estiman necesario rendir cuentas a la ciudadanía, aunque sean temas de vida o muerte. En 2008 vimos a Hugo Chávez ordenando a un general poner tropas en la frontera, ante las cámaras de televisión. Poca diferencia conceptual con la dictadura argentina de 1982 que, de sopetón, lanzó a su país a una guerra perdedora contra el Reino Unido.
Tal vez por eso, algunos funcionarios diplomáticos tienden a confundir los secretos y reservas de su oficio con un pretendido control sobre la información pública. Su silogismo tácito dice que si ellos no cuentan en las decisiones, pero se les considera expertos en sus misterios, deben administrar en exclusiva las respuestas que exigen los medios. Como resultado, lo que comunican es la ambigüedad burocrática oficial. Y si alguno se va de lengua ante algún periodista, para decir algo singularmente claro, de seguro será reprendido por sus jefes, para disfrute de sus pares.
Así, se equivocan quienes piensan que la política exterior de nuestras democracias es democrática y es pública. La democracia es un referente abstracto, pues los presidentes no contemplan dicha política en sus programas y actúan según la coyuntura, sin consultar a sus expertos orgánicos (a veces, ni siquiera a sus cancilleres). Como resultado, la política exterior está riesgosamente cerca de la diplomacia secreta de los monarcas absolutos.
Lo grave es que esto es fatal para las buenas relaciones en la región. Si los gobiernos no se sinceran en los temas delicados y las buenas noticias no son noticia, lo que aparece en la prensa, en cada coyuntura, son las versiones alarmistas y chauvinistas. Esas que consolidan los prejuicios históricos en la opinión pública y robustecen el pesimismo de Peter: si algo malo puede suceder, sucederá.
Por otra parte, como la sociedad repudia el vacío, ese déficit de información compleja tiende a ser llenado por analistas académicos o periodistas especializados. Pero, notablemente, éstos suelen chocar con algunos taciturnos expertos orgánicos de las cancillerías, que actúan como el perro del hortelano. Si discrepan de lo que dice un analista nacional, tratarán de descalificarlo como “francotirador” o intruso, dejando tendida, subliminalmente, la acusación de traición a la patria. Si el analista es extranjero, jamás supondrán que piensa con cabeza propia y desde la buena fe.
Soslayarán todos sus argumentos, para dejar sentado que es un “operador” o mercenario que se disfraza de académico o periodista. Un altoparlante de fuerzas antagónicas, civiles o militares. En síntesis, optan por descalificar en lo personal a quienes osan hablar claro, desde otros roles y en la legitimidad democrática de la libre expresión.
Como (entre otras cosas) este columnista enseña relaciones internacionales y escribe sobre temas de política exterior, tiene experiencia acumulada en este triste mecanismo compensatorio. Por lo mismo, sabe que Goethe tenía razón cuando dio su fórmula sobre la complejidad de lo real: “todo es más simple de lo que se puede pensar, pero más intrincado de lo que se puede comprender”.
Publicado en La Republica (Peru), el 3.2.09