La historia dice que en 1981, cuando Doris Gibson ya era un mito y su hijo Enrique comenzaba a ser leyenda, apareció por la revista Caretas Gustavo Gorriti. Aburrido de cosechar aceitunas en el sur, quería escribir una novela sobre el terrorismo y cachuelear en los medios.
Zileri, con ese olfato que Dios le dio, decidió al toque que era el reportero que necesitaba para investigar al narcotraficante Carlos Langberg. El colega asignado había renunciado, por estimar –vaya tipo raro– que su vida valía más que un reportaje. Dicen los exégetas que algo influyó un informe según el cual el productor de aceitunas escribía bien. Nada más falso. Lo que influyó fue que traía en la mochila un bastón de campeón nacional de judo y en su mirada una señal disuasiva contra todo tipo de criolladas.
La decisión de Zileri no sólo fue el principio del fin del mafioso. Además, hizo abortar una alianza infame que éste venía forjando con un grupete de apristas desaprensivos. Según la investigación periodística, Langberg buscaba posiciones de poder político, a golpes de chequera, desde el partido principal del sistema.
Como dice la experiencia comparada, las mafias enquistadas en el poder político triunfan o mueren matando. No son disuadibles por los votos. Por eso, pocas veces el periodismo cumplió mejor y con más sentido patriótico su obligación de informar. Gracias a la faena cumplida, el Perú se ahorró un capítulo demasiado amargo. De paso, consagró a Gustavo como un top ten a nivel regional y Vladimiro Montesinos tomó nota. Adivinó que él sería el siguiente investigado.
¿Y a qué viene este recuerdo de las batallas del abuelito, como dicen en España?
Pues a que acabo de terminar el libro La Calavera en negro, el traficante que quiso gobernar un país (Planeta, 2006). Lo escribió el propio Gustavo para recordar ese enorme servicio de utilidad nacional y, muy naturalmente, le resultó una apasionante novela de facto.
La obra muestra, por dentro, cosas que entonces uno sólo percibió por fuera, como colega del autor. Ahí está el proceso decisional íntimo que lo llevó a asumir riesgos de vida, su previa consulta con la novia Esther, el coraje de la mozallona, el impacto de la información en el Apra, la manera como eso aceleró el despegue de Alan García. De yapa está la estupefacción de un alto jefe norteamericano de la DEA, con su pregunta a Gustavo, tras el desenlace: "¿qué hay en esto para ti?". Él no entendía qué diablos pudo inducir a un simple reportero a llegar hasta donde llegó. Sólo entendía que se atreviera "el dueño", pues así su revista vendía más...
Esas seis palabras son la mejor sinopsis del libro. En ellas está la experiencia de quien conoce, en sociedad propia, el poder de corrupción del narcotráfico. Pero también está su ignorancia sobre la personalidad de un "dueño" específico y su escepticismo sobre las posibilidades de la ética en el periodismo.
Por eso, La calavera... de Gustavo contiene el escalofrío fantástico de El rinoceronte, de Ionesco y la radiografía realista del filme Manos sobre la ciudad, de Francesco Rosi. Nos muestra cómo, en cualquier momento de descuido, la mafia y la política coludidas pueden cambiar las pautas básicas del contrato social.
Aquí, desde el sur, ignoro cuál ha sido la reacción peruana ante el libro. Cómo lo han leído –si lo han hecho– las nuevas generaciones. Sólo sé que, tras leer esa gloriosa aventura a la cual me asomé, confirmo mi esperanza en el rol de la prensa independiente y en el coraje de algunos de sus grandes reporteros.
Publicado en La Republica el 28.10.2008