Publicado en El Mercurio de 8 de junio 2017
Según la Constitución y la realidad, la política exterior es tema tanto de la Cancillería como del Ministerio de Defensa, en niveles diferenciados. Simplificando, la primera está para hacer amigos y el segundo para disuadir enemigos. No son objetivos divididos por una muralla china. Ambos servicios deben reflejar la continuidad del binomio Política-Estrategia, que corresponde definir al Jefe (a) de Estado.
Parte importante de lo que nos viene sucediendo, es producto de que esa continuidad no existe. No hay una decisión política que imponga un trabajo conjunto, en lo estratégico, entre ambas instituciones. Quizás por eso, es inútil buscar información relevante sobre el tratamiento de los conflictos vecinales, en los mensajes o cuentas de los jefes de Estado. Esa carencia deja a la vista un vacío, que algunos tratan de llenar con posiciones más simpáticas para Evo Morales que para el interés nacional.
En 2004, mostrando una interesante evolución militar, el general Juan Emilio Cheyre reconoció que “la soberanía es un concepto que jamás es absoluto” y que “uno es soberano en sus límites, en su sistema político (…) pero es completamente dependiente en muchos otros aspectos”. Esto se reflejó en la Ordenanza General de su arma, que ratificó a la institucion como “efectiva contribuyente a los propósitos de la política exterior del país” y planteó considerar a los vecinos como “socios y amigos en proyectos comunes”. En paralelo -fruto de una correcta política de los primeros gobiernos de la Concertación-, las FF.AA se autopercibieron como “exportadoras de paz”, con base en sus misiones internacionales.
Para buenos entendedores, esto implicaba un escarmiento con doble aprendizaje: La realidad podía flexibilizar la ponderación estratégica de la defensa, en beneficio de la diplomacia. La relación diplomático-militar no debía ser de competencia, sino de complementariedad en la diversidad. Pero, desde que se abriera el conficto con el Perú, por la frontera marítima, nuestra diplomacia estuvo “en otra”. Con base en la soberanía absoluta, expresada en “la santidad de los tratados”, negaba toda posibilidad de negociación diplomática en los conflictos que comprometieran la soberanía. Sin embargo, aceptaba la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), propuesta por el Perú, con efecto-demostración en Bolivia.
Tal predicamento fue impugnado por académicos y especialistas –de los cuales no me excluyo-, pero la mejor expresión de sorpresa se la leí en 2010 al periodista Fernando Paulsen: “Si los tratados de límites no son negociables, que ha sido la posición intransable de Chile, ¿por qué 15 magistrados extranjeros (…), a cargo del máximo tribunal de Naciones Unidas, revisarán las razones de peruanos y chilenos para su disputa limítrofe, tomando una decisión que efectivamente podría alterar lo que para Chile jamás era negociable?”
En ese cuadro de diplomáticos hoscamente jurídicos y guerreros afectuosamente flexibles, que evocaba la unamuniana sanchificación del Quijote y la quijotización de Sancho, los militares se percibieron fuera del juego. Formados en la valoración realista de la correlación de fuerzas, no los convencía una “firmeza” que sólo se expresaba en argumentos jurídicos a cargo de abogados extranjeros. Para ellos, anulaba la capacidad de disuasión defensiva, que es eminentemente diplomática y supone un marco previo de negociación.
La percepción castrense de exclusión no dio origen a “amurramientos”, sino a un proceso creativo. Con base en sus unidades académicas, los militares comenzaron a procesar los hechos y las doctrinas. Ejemplificando, la Academia de Guerra del Ejército de Chile publicó, en 2015, La punta del iceberg, una excelente investigación multidisciplinaria, con aporte de civiles, identificando los escenarios políticos y económicos bolivianos, actuales y de futuro. En 2016, el general ® Fernando Hormazábal publicó una prolija historia de la relación chileno-boliviana, con párrafos críticos respecto a nuestro “formalismo jurídico”.
El riesgo es obvio. La percepción de ajenidad castrense, en los temas estratégicos, podría inducir una situación de “cuerdas separadas” con la Cancillería. En paralelo, sería una regresión literalmente estratégica para la relación civil-militar, tal como fue concebida por los primeros gobiernos de la Concertación.
Nada de esto puede evitarse con el soslayamiento. Las instituciones permanentes de Chile no van a llegar a una ecuación común, en línea con el interés nacional, sin una conducción superior que ejerza el liderazgo estratégico e informe claramente a la ciudadanía.