(Publicado en La Segunda, 24.2.2012)
Termino de leer el cuerpo principal del Informe Rattenbach (IR), sobre las responsabilidades políticas y estratégicas de los militares argentinos en la guerra de Las Malvinas. Su rigor y el frustrado afán de transparencia de sus autores -estuvo tres décadas en el limbo de los efectos urticantes-, me confirman que falta mucho para que las claves de esa tragedia sean asumidas a plenitud por nuestros vecinos. Ahora agrego que también los chilenos debemos procesarlo, para entender lo complejo de nuestra relación bilateral.
Elaborado por seis oficiales superiores en retiro, ese documento expone la acumulación de errores políticos, diplomáticos y estratégicos en que incurrieron los altos mandos en activo, antes y durante esa guerra. Entre ellos, la previa mutación de sus FF.AA en un sistema político con tres partidos autónomos; una profesionalidad castrense que, por lo mismo, menospreciaba la doctrina política de la democracia e ignoraba la doctrina militar de la “conjuntez”; la confusión entre la tosca bravata cuartelera y el liderazgo movilizador en tiempos de guerra; la diplomacia subordinada a una ideología nacionalista extrema y aislante; el reemplazo de una estrategia global por una apuesta temeraria (la pasividad militar del Reino Unido) y políticamente aberrante (la simpatía de los EE.UU por la causa argentina).
Los autores del IR tuvieron el coraje de personalizar. Sus lectores pueden identificar el patético comportamiento del canciller civil Nicanor Costa Méndez y el sombrío rol de uniformados decisivos. Entre ellos, el fanático almirante Isaac Anaya, el intelectualmente deficitario general Leopoldo Fortunato Galtieri y el asombrosamente inepto general Mario Benjamín Menéndez, jefe político y militar durante la breve ocupación de las islas. Salta la conclusión de que, para afirmar “el proceso” (léase, la dictadura), esos y otros tramoyistas lanzaron voladores de luces con camuflaje de misiles. Para ellos la guerra era un truco de opereta que su propia inepcia mutó en tragedia.
Por eso, el IR es urticante para los culpables y sus simpatizantes. Pero, no se entiende bien por qué todos los gobiernos democráticos que sucedieron a la dictadura –desde Raúl Alfonsín hasta Cristina Fernandez, en su primer mandato- lo hayan clasificado entre los objetos olvidables. Por qué no asumieron que ese texto, elaborado por militares de honor -por tanto, ajenos al “proceso”-, era el mejor aval para una institucionalidad castrense renovada, en la línea principista de Charles de Gaulle: “un ejercito revisa sus doctrinas y recompone sus reglamentos, corrigiendo los errores del último conflicto”.
La explicación, a mi juicio, está en el propio IR y se vincula con la tozudez de la dictadura argentina para mantener pendiente el conflicto del Beagle, pese a que la disuasión de las FF.AA chilenas ya se había revelado efectiva. En efecto, su texto revela que, hasta el 14 de junio de 1982 (día de la rendición), nuestro país era el enemigo teórico principal. Surrealistamente, el conflicto con el Reino Unido tenía “prioridad N°2” en la planificación previa. Esa percepción permea todo el documento y la sintetiza muy bien su parágrafo 581:
“Puestos frente a todo el poderío de Gran Bretaña, ante el cual los propios medios eran escasos, nuestra conducción se negó a abandonar la hipótesis de guerra en dos frentes. Esta negativa produjo considerables complicaciones en la conducción de nuestro poder de combate, teniendo en cuenta que la amenaza ‘Chile’ aferró no pocas de nuestras fuerzas”.
Como puede observarse, aquí no se alude a traiciones ni a fratricidios, pues el IR no pretende descargar en los chilenos las responsabilidades propias. Poniendo distancia con la demagogia y el encubrimiento, su conclusión es de toda lógica: tras la reacción británica, Argentina debió cambiar la dirección estratégica, abandonando la hipótesis de guerra bifronte. Para ese efecto, debió postergar el enfrentamiento con el Reino Unido o bien “resolver antes, diplomáticamente, el conflicto en el oeste”.
Hoy, cuando el músculo duerme, deberíamos estudiar y proyectar ese momento difícil de nuestra historia común. Quizás descubriríamos que, más allá de la retórica de ocasión, argentinos y chilenos estamos estratégicamente amarrados por una dependencia recíproca. Importante pues, hasta el momento, parece dominar la tesis de una dependencia unilateral, donde Argentina sería el árbitro tácito de los conflictos de Chile con Perú y Bolivia. La guerra de las Malvinas y el IR demostraron que el vecino del este también puede depender, estratégicamente, de las decisiones de Chile.
Esto explica, a mi juicio, la decisión de “fondear” el IR, tras su entrega el 16 de septiembre de 1983. El conflicto con Chile siguió vigente hasta 1984 y se pensó que no era bueno dar ese tipo de información al todavía enemigo eventual. Pero en 2012, cuando la integración argentino-chilena alcanza hasta a los ejércitos, esa excusa estaba sobrepasada con creces y así lo entendió la Presidenta Cristina Fernandez al abrir paso a su difusión.
Agreguemos que el conocimiento del IR ayudará a superar los resabios de una geopolítica fetichesca, que asignaba a Argentina la misión sagrada de impedir que Chile se colara en “el océano propio”. Hoy, la vieja lucha por el control de los pasos oceánicos está sucumbiendo ante la demanda múltiple de corredores interoceánicos. Esto implica una nueva mirada que, quizás, nos permita descubrir que ni Argentina tiene la misión divina de bloquearnos el Atlántico a los chilenos, ni los chilenos existimos para cerrar las puertas del Pacífico a nuestros hermanos argentinos.