Presentación de la ponencia en Salón de Conferencias de la Academia del Reino. Rabat
José Rodríguez Elizondo
ALGUNOS PRECEDENTES
La historia muestra ejemplos importantes de crisis de la democracia representativa, tanto en países centrales como periféricos.
Fue, sintomáticamente, lo que sucedió en el marco de las dos Guerras Mundiales. De manera muy clara, algunos intelectuales de prestigio denunciaron a los partidos políticos. Débiles o renuentes para mantener la democracia, éstos habrían catalizado la gran conflagración.
Un ejemplo emblemático para América Latina se produjo con un resonante discurso del intelectual argentino Leopoldo Lugones, en 1914. Fue un verdadero manifiesto contra la democracia representativa, según el cual: “ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada (…) esta hará el orden necesario que la democracia ha malogrado hasta hoy”.[1]
En Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, la pensadora Simone Weil, produjo un texto duramente condenatorio para la democracia de partidos: “el único fin de todo partido político es su propio crecimiento y ello sin el menor límite (…) el hecho de que existan no es en absoluto un motivo para conservarlos”. [2]
Actualmente, un historiador norteamericano ha manifestado su temor a la ineficiencia de los partidos políticos democráticos ante la embestida de los partidos antisistémicos. Observando el proceso italiano, alertó sobre la posibilidad de “pasar del populismo (una forma autoritaria de democracia) al fascismo, una formación política que pretende destruir la democracia mediante la violencia política y la dictadura”.[3]
EL GRAN DESAFÍO
El desafío actual es cómo mantener la democracia representativa sin morir en el intento.
La dificultad mayor estriba en que el contexto occidental dejó de ser estimulante. Los Estados Unidos de hoy ya no asumen la misión de expandir la democracia, ni siquiera de manera tutelar. El gobierno de Donald Trump ha dejado fuera de juego la vieja doctrina del “destino manifiesto”. Está pasando del paternalismo del “buen vecino” (Franklin D. Roosevelt) y del apoyo de la Alianza para el Progreso (J. F. Kennedy), al aislamiento, la apología del Muro divisorio y hasta a las groserías contra países de la región.
Europa, por su parte, ya no puede competir con los Estados Unidos como modelo alternativo. Con el Brexit, los euroescépticos y los euroindignados abrieron un forado para socavar la integración de las democracias desarrolladas. En paralelo, emergen separatismos sísmicos, grandes referentes políticos desaparecen o dejan de ser lo que eran y se producen entendimientos entre nacionalistas, populistas y neofascistas. En esa línea se perfilan partidos extremistas fuertes en Alemania, Austria, Francia e Italia.
En otro nivel, las superpotencias emergentes, Rusia y China, no aportan modelos sociopolíticos cercanos a la democracia representativa latinoamericana y tampoco se proponen salvaguardar la democracia en la región.
Lo señalado obliga a que, haciendo de la necesidad virtud, los latinoamericanos salgamos de esta encrucijada con nuestras propias fuerzas. Sin pedir improbables apoyos externos. Para ese efecto, los líderes actuales y del futuro debieran tener en cuenta un viejo aforismo levantino: “si estamos ante un callejón sin salida la única salida está en el callejón”.
TRES REALIDADES CRÍTICAS
Para salir del callejón es necesario un proceso de cabal introspección, con eje en los partidos políticos, que los obligue a asumir las realidades críticas de la hora.
La primera realidad mencionable es la relación entre el deterioro de su representatividad y el incumplimiento de su función primaria. Si los partidos ya no cumplen con su rol de proveedores de personal político calificado para la gobernanza del Estado ni se identifican con sectores segmentados de la sociedad, es inevitable que se les perciba como “clase política” para sí.
La segunda realidad es la decadencia de la afirmación según la cual “sin partidos políticos no hay democracia”. Por una parte, la ciudadanía percibe que esa identificación es abusiva. Por otra parte, a la polarización política que inducen los partidos, contrapone una hiperfragmentación social, inducida, en lo fundamental, por el crecimiento urbano y las nuevas tecnologías de la información. Fruto de esta complejización –más sociológica que política-, surgen organizaciones para o antisistémicas que compiten con los partidos. Ser militante de éstos dejó de ser requisito para postular a cargos de representación.
La tercera realidad crítica es el sistema de privilegios con que se gratifica el trabajo político en las instituciones del Estado. Para ejemplificar, la “dieta parlamentaria” hoy está astronómicamente lejos de su origen histórico y semántico, que fue homologar las posibilidades de participar en la cosa pública, mediante la asignación de una remuneración que cubriera las necesidades básicas”[4]
Hoy, con base en sus estipendios y privilegios anexos, los representantes parlamentarios de izquierdas y derechas forman parte del segmento socioeconómico más alto en cada país. Como botón de muestra, tras la recuperación de la democracia en Chile, el monto de la “dieta parlamentaria”, que era 20,6 veces el ingreso mínimo, habría llegado a 40,5 veces dicho ingreso.[5]
(Dicho como paréntesis, sobre esa base económica, muchos representantes políticos manejan los misterios del mercado de capitales con más éxito del que sería prudente. Al mismo tiempo, los empleos que contribuyen a crear son ocupados, de preferencia, por sus clientes y parientes. Por cierto, ellos tienden a justificarse sobre la base de la legalidad formal y no de la legitimidad ética y creen –o fingen creer- que todos los males del sistema se solucionan mediante nuevas leyes electorales. Éstas, casi indefectiblemente, aumentan las curules y los privilegios adjuntos, con la consiguiente carga adicional para las arcas fiscales.)
Esta tercera realidad contiene una tarea, quizás, la más difícil. Consiste en que los representantes políticos renuncien, por lo menos, a lo excesivo de sus privilegios. Es el gesto que espera la sociedad para comenzar a devolverles una parte de la confianza perdida. Incidentalmente, esta tarea ha sido intentada por algunos políticos jóvenes en mi país y resulta divertido observar cómo escabullen el tema los políticos veteranos… de todos los colores políticos.
RENOVACIÓN PROFUNDA
La gran política pública para sostener la democracia representativa en América Latina exige recuperar el capital cultural democrático, representado en lo regional por la Carta Democrática Interamericana. Esto exige una renovación profunda de los partidos políticos realmente existentes la que, entre otras cosas, significa: Pasar del proyecto-partido, al proyecto-país y al proyecto-región. Pasar de la información política restringida, que filtran los partidos políticos, a la información transparente y contrastada con la que producen las redes sociales. Pasar de la subestimación de la corrupción a la guerra contra la misma. Asumir una arquitectura orgánica congruente con lo anterior Dicho en una fórmula, los partidos políticos tendrían que abandonar la pretensión de que sin ellos no hay democracia representativa y transitar desde ese absolutismo tautológico al relativismo de la realidad. Al fin y al cabo, organizar elecciones y construir partidos es un problema más de operadores que de líderes. Lo esencial es que esos partidos y esos líderes sean genuinamente democráticos pues, como escribiera audaz y precozmente Guy Hermet, “a veces son preferibles regímenes autoritarios liberalizados a las seudodemocracias corrompidas”.[6]
POLITICA FICCION
Si no hay voluntad política para una renovación drástica de los partidos políticos podemos imaginar dos posibilidades extremas.
La primera sería la emergencia de dictaduras de nuevo tipo. Orwellianas, si se quiere. Supondrían la colusión de caudillos y monopolios tecnológicos, ricos en data, con sistemas de vigilancia corporativa y ciudadana, a nivel nacional y regional.
La segunda sería la emergencia de organizaciones sinergizadas con aplicaciones de redes sociales, que impondrían una reforma en la estructura del Estado, una nueva arquitectura sociopolítica y nuevas teorías sobre la distribución del poder.
Si la primera opción imaginada es claramente antidemocrática, nada garantiza que la segunda confirme la democracia que hoy conocemos. Al menos, la debilitada democracia representativa que los académicos e intelectuales democráticos penosamente tratamos de sostener.
[1] https://www.youtube.com/watch?v=C1kmJysoxMU
[2] Simone Weil, Nota sobre la supresión general de los partidos políticos. José J. de Olañeta Editor, España, 2014.
[3] Federico Finchelstein, Italia: los fantasmas del fascismo, Clarin, 22.2.2018
[4] Según el Diccionario de uso del español, de María Moliner, en su acepción de “retribución”, dieta es “lo que se da para vivir”. Por eso, en los primeros tiempos de la democracia representativa se hablaba de “dieta congrua”, en el sentido de “adecuada” o “conveniente”.
[5] Según informe de la Biblioteca del Congreso, cada senador chileno tiene un costo anual para el Estado de $379.049.241, que equivale aprox. a US$ 631.750. La cifra está compuesta por una dieta mensual de $9.121.806 (US$ 15.200), más gastos operacionales, montos por personal de apoyo y asesorías externas. V. http://www.adnradio.cl/noticias/nacional/cuanto-le-cuesta-a-chile-un-diputado-y-un-senador-al-ano/20170227/nota/3395199.aspx
[6] V. Presentación: ¿la hora de la democracia?, en Revista internacional de Ciencias Sociales, junio de 1991.