En nuestro mismo edificio vivía el historiador Luis Moulian y familia. Su dura experiencia se resume en que supo, demasiado pronto, que en la RDA no perfeccionaría sus conocimientos y manifestó su decisión de irse a España, donde estaba cuajando una apertura libertaria. Nunca previó que, tras tamaña “confesión”, los compatriotas informantes y los informados de la Stasi lo ficharían como fascista emboscado. Terminó recluído en una clínica siquiátrica y su caso me inspiró un cuento en el cual su personaje se liberaba lanzándose al vacío.
(Nota: Hacia el fin del milenio pasado, Moulian volvió a Chile y volvimos a conversar, incluso sobre ese cuento. Lo último que supe de él lo leí en la crónica roja: rubricando mi invención, terminó su secuencia alemana lanzándose al vacío, desde un edificio de Santiago).
A partir del “caso Moulian” tuve claro que no se me permitiría emigrar y que, como indocumentado, debía esperar un milagro para poder salir. Lo fantástico es que ese milagro llegó, con la aparición fraterna de Juan Vargas Quintanilla, embajador del Perú y ex camarada aprista de mi suegro.
Por cierto, tal amistad alertó a informantes e informados. Pronto un dirigente chileno me dijo, acusatorio, que Maricruz había ingresado a la embajada del Perú, en distintas fechas y que yo debía poner término a sus imprudencias. Fue nuestro "día D". Si nos dejábamos atemorizar, desaparecía la oportunidad de documentación que ya nos gestionaba el embajador peruano con sus contactos.
Opté por la "fuga hacia adelante", escribiendo una carta a las autoridades de la RDA, por intermedio -allí estaba el detalle- de ese mismo dirigente. En ella reconocía una vieja amistad con el diplomático, manifestaba mi estupor por la vigilancia a mi esposa y reiteraba que ella tenía doble nacionalidad. Terminaba mi texto con una protesta formal y manifestando que una copia sería enviada al embajador.
Comprendí que había triunfado cuando el acusatorio dirigente me pidió retirar la carta. Es decir, él no la haría llegar a la autoridad de la RDA y yo no debía enviarla por mi cuenta. El embajador no pareció sorprenderse cuando se lo conté. Me dio a entender que "algo había hablado" sobre nuestro caso en la Cancillería estealemana.
Días después me llamó por teléfono para decirme, en clave, que le había llegado pisco de Ica y, tras raudo viaje en tren, yo estaba en su oficina de Berlín Este. Cuidándonos de los micrófonos ocultos y de la secretaria-espía de la Stasi, me entregó una botella de pisco y dos pasaportes: uno peruano con hija incorporada, para mi esposa y uno chileno con visa peruana, para mí.
¿Se entiende, entonces, por qué la Stasi y ese gran filme alemán son parte de la vida de nosotros?