El pasado 28 de junio, para su primer centenario, Salvador Allende lució más reconocido que nunca en su país. Por una parte, es el reflejo en diferido de un recoocimiento mundial. Por otra, es mérito de la dignidad de su viuda Tencha y la devoción de sus hijas Isabel y Carmen Paz.
Entre ambos factores, la historia de Chile, con anclaje en el número simbólico, siguió acercándose a dos verdades: La primera es de Pero Grullo: Allende es el chileno más universal nacido en la larga y angosta faja. La segunda, es una proporcionalidad inversa: su lenta emergencia pos mortem fue el correlato de la lenta sepultación, en vida, que sufrió Augusto Pinochet. Demasiado demoró el país oficial en aceptar la diferencia abismal entre un héroe civil y un dictador inescrupuloso.
Concedamos que Allende ya tiene un monumento frente a La Moneda y eso no es insignificante. Lo malo es que, estéticamente, es un símbolo anodino, burocrático, sin el soplo épico que merecía su muerte de patricio romano. Tal vez resultó así porque en los homenajes de inicios de la transición también hubo “cuoteo”, y cuando éste llega se acaba la poesía.
Por eso, tienen razón quienes advierten que Allende sigue siendo un incordio oculto en las cúpulas políticas- ello explicaría el déficit de iniciativas –incluso en términos de mercado- para dedicarle lugares públicos y mostrar a los turistas “sus lugares”. Según la tradición, es “el pago de Chile” a sus mejores hijos, comenzando por el padre de la patria. Bernardo O’Higgins no sólo murió en su exilio peruano; sus enemigos lograron atrasar por décadas el retorno de sus restos.
Actualmente, también llevamos décadas tratando de convencer a quien corresponda, para que nuestro aeropuerto internacional pase a llamarse “Pablo Neruda”. Por contraste, ahí están los pocos días que demoramos en cambiar el nombre del Estadio Nacional, para homenajear a un gran periodista deportivo fallecido.
Profundizando en esa realidad rara, ese día del centenario se realizó un acto de homenaje a Allende, frente a La Moneda, convocado por la Concertación gobernante y el Partido Comunista, hoy fuerza extrasistémica. Notablemente, el único orador no interrumpido ni insultado fue el jefe comunista. Los demás fueron abucheados, sin exceptuar al presidente del Partido Socialista, al que perteneciera Allende.
Mi amiga periodista Lidia Baltra lamentó esa intolerancia y explicó que se trataba de jóvenes inexpertos en el ejercicio democrático y descontentos con la gestión de la Concertación. Personalmente, solidarizo con esa queja y trato de complementar esa explicación: creo que la agresividad de esos jóvenes obedece al contraste percibido entre un Allende que cumplió a tope con su responsabilidad política -“pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”- y los políticos actuales, de cualquier color.
Estos, en el gobierno o en la oposición, suelen excusar sus chapuzas diciendo, con pose altiva: “asumo mi responsabilidad política”. Pero, si son de gobierno, lo más responsable que suelen hacer es cambiar de escritorio. Si son de oposición, lo más seguro es que sus correligionarios recuerden, ipso facto, las cosas horribles que pasaron en el gobierno de Allende…
Termino llamando la atención sobre el singular homenaje de Fidel Castro. Este hizo por Allende lo más que puede hacer quien se autoconsidera infalible y a quien García Márquez definiera como “el peor perdedor que he conocido”: se desdijo. Aceptó, con 35 años de atraso, que el líder chileno murió fuera del guión que él le había diseñado y que suicidarse no siempre es una mariconada contrarrevolucionaria.
Entre ambos factores, la historia de Chile, con anclaje en el número simbólico, siguió acercándose a dos verdades: La primera es de Pero Grullo: Allende es el chileno más universal nacido en la larga y angosta faja. La segunda, es una proporcionalidad inversa: su lenta emergencia pos mortem fue el correlato de la lenta sepultación, en vida, que sufrió Augusto Pinochet. Demasiado demoró el país oficial en aceptar la diferencia abismal entre un héroe civil y un dictador inescrupuloso.
Concedamos que Allende ya tiene un monumento frente a La Moneda y eso no es insignificante. Lo malo es que, estéticamente, es un símbolo anodino, burocrático, sin el soplo épico que merecía su muerte de patricio romano. Tal vez resultó así porque en los homenajes de inicios de la transición también hubo “cuoteo”, y cuando éste llega se acaba la poesía.
Por eso, tienen razón quienes advierten que Allende sigue siendo un incordio oculto en las cúpulas políticas- ello explicaría el déficit de iniciativas –incluso en términos de mercado- para dedicarle lugares públicos y mostrar a los turistas “sus lugares”. Según la tradición, es “el pago de Chile” a sus mejores hijos, comenzando por el padre de la patria. Bernardo O’Higgins no sólo murió en su exilio peruano; sus enemigos lograron atrasar por décadas el retorno de sus restos.
Actualmente, también llevamos décadas tratando de convencer a quien corresponda, para que nuestro aeropuerto internacional pase a llamarse “Pablo Neruda”. Por contraste, ahí están los pocos días que demoramos en cambiar el nombre del Estadio Nacional, para homenajear a un gran periodista deportivo fallecido.
Profundizando en esa realidad rara, ese día del centenario se realizó un acto de homenaje a Allende, frente a La Moneda, convocado por la Concertación gobernante y el Partido Comunista, hoy fuerza extrasistémica. Notablemente, el único orador no interrumpido ni insultado fue el jefe comunista. Los demás fueron abucheados, sin exceptuar al presidente del Partido Socialista, al que perteneciera Allende.
Mi amiga periodista Lidia Baltra lamentó esa intolerancia y explicó que se trataba de jóvenes inexpertos en el ejercicio democrático y descontentos con la gestión de la Concertación. Personalmente, solidarizo con esa queja y trato de complementar esa explicación: creo que la agresividad de esos jóvenes obedece al contraste percibido entre un Allende que cumplió a tope con su responsabilidad política -“pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”- y los políticos actuales, de cualquier color.
Estos, en el gobierno o en la oposición, suelen excusar sus chapuzas diciendo, con pose altiva: “asumo mi responsabilidad política”. Pero, si son de gobierno, lo más responsable que suelen hacer es cambiar de escritorio. Si son de oposición, lo más seguro es que sus correligionarios recuerden, ipso facto, las cosas horribles que pasaron en el gobierno de Allende…
Termino llamando la atención sobre el singular homenaje de Fidel Castro. Este hizo por Allende lo más que puede hacer quien se autoconsidera infalible y a quien García Márquez definiera como “el peor perdedor que he conocido”: se desdijo. Aceptó, con 35 años de atraso, que el líder chileno murió fuera del guión que él le había diseñado y que suicidarse no siempre es una mariconada contrarrevolucionaria.