El binomio Alan García-Michelle Bachelet está emitiendo señales de una relación renovada. Las mejores, desde que las democracias chilena y peruana comenzaron a coexistir. Por cierto, ambos tienen buenas razones para apurar el tranco. Saben que las señales de los mercados no bastan para coexistir en paz, que sólo desde la Política puede dirigirse una mejor relación bilateral y que ya se nos perdió un sexenio entero.
Frente a eso, nuestros tecnócratas están preguntando qué ganancias significativas pueden derivar del flamante TLC con el Perú y de nuestra asociación con la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Tras ese escepticismo está el ideologismo de las dicotomías: creer que si Chile mejora relaciones con el Perú e ingresa a la CAN, va a antagonizarse con otros países o agrupaciones eventualmente más importantes.
Siguiendo ese juego, uno podría limitarse a responder que, en el peor de los casos, no habrá pérdida de posiciones comerciales. Sin embargo, mejor sería añadir que los chilenos podemos caminar y mascar chicle al mismo tiempo. Que podemos gritar, parrianamente, “Mercosur sí, CAN también”. Al fin de cuentas, es difícil creer en un eventual resentimiento de Lula y poco debiera importarnos si Alan quiere sacarle pica a Hugo Chávez. Nadie va a exigirnos, si es sensato, que una mayor cercanía con el Perú se convierta en una mayor distancia con Venezuela.
Utopía fraudulenta
Al medio del debate está esa utopía fraudulenta, según la cual los problemas de la integración regional se solucionan aumentando las instituciones integracionistas. Esto sólo ha servido para incrementar la problemática, pues, actualmente, los mayores problemas de la integración derivan de la proliferación de sus organismos y de la intención de contraponerlos. Por una parte, es un déficit de real voluntad política integracionista.
Por otra, es el afán de usar las instituciones integracionistas para tender “ejes” de poder.
Si estamos por la integración, como reza la doctrina concertacionista, debemos participar en todos sus organismos, con la mayor profundidad posible y rehusar convertirnos en peón de un “eje” eventual. Y todo esto, asumiendo que los costos monetarios son compensables con las ganancias políticas, según balances que no se llevan en los bancos centrales sino en las cancillerías y en la cultura de los pueblos.
Los chilenos no podemos olvidar que el abandono del escenario andino, durante el régimen del general Pinochet, coincidió con la llegada del centenario de la Guerra del Pacífico. Entonces, por absolutizar el factor economicista, Chile perdió presencia en un escenario de dialogo importante, cuando surgia la más grave amenaza estratégica del siglo pasado.
Artículo publicado en La Tercera el 23 de agosto 2006.