Bueno o malo, el caso es que los chilenos cultivamos el excepcionalismo político. En los últimos 45 años optamos por la primera revolución demócratacristiana en América Latina. Seguimos, a nivel global, con la primera transición electoral al socialismo duro. Caímos, sin transición, en una dictadura que nos aisló del mundo e impuso la economía más interrelacionable del planeta. Salimos de la paradoja coaligándonos entre ex enemigos (el eje socialista-decé de la Concertación) y marcando una cruz en una boleta plebiscitaria.
Con esos antecedentes, las elecciones de mañana parecen de una aburrida normalidad y pocos se desvelan por sus resultados. Sin embargo, si las examinamos de cerca, no dejan de tener una migaja de excepcionalidad. En efecto:
- Serán las primeras sin general Pinochet a la vista.
- La Presidenta Michelle Bachelet, socialista, con un 80 % de popularidad, triplica el apoyo que las encuestas asignan a su candidato (y ex Presidente) Eduardo Frei Ruiz-Tagle, demócratacristiano.
- El candidato independiente y diputado Marco Enríquez-Ominami, crítico feroz de la dirigencia concertacionista, fue socialista hasta hace poco y sus genes lo entroncan con patriarcas conservadores, el máximo líder mirista de los 70 y un ministro socialista de mercado.
- El candidato del irrenovado y extrasistémico Partido Comunista, Jorge Arrate, es uno de los líderes que renovaron al Partido Socialista. Como tal fue ministro y embajador de gobiernos de la Concertación
- El candidato mejor posicionado, el opositor Sebastián Piñera, votó contra Pinochet en el plebiscito de 1988. Eso lo hace desconfiable para muchos jefes de los partidos que lo apoyan y que participaron en el gobierno del general.
- Como contrapartida, Rodrigo García Pinochet, nieto del dictador y candidato a diputado, no encontró partido de derecha que lo inscribiera y debió postular como independiente.
- Por último, acaba de explosionar la verificación del “asesinato médico” del ex Presidente Eduardo Frei Montalva, durante la dictadura. Esto lo acerca al destino trágico de Salvador Allende y confirma que los fantasmas del pasado no se han licuado (del todo) en la ambigüedad de los consensos.
Sobre la base de lo señalado, opto por tres conclusiones claras: Una, que la Concertación, en cuanto historia de éxito, está terminando su función de manera melancólica. Los candidatos que vienen de sus filas demuestran que el hastío endógeno es más fuerte que el temor a ceder La Moneda. Quizás por eso, ni Ricardo Lagos ni José Miguel Insulza se arriesgaron a competir.
La segunda, relacionada, es que los llamados a “atajar a la derecha” son más un reflejo verbal –flatus vocis, decían los romanos- que una decisión comprometida. En el fondo, todos saben que no hay diferencias sustantivas entre el modelo económico de Bachelet y el que plantea Piñera. A mayor abundamiento, éste ya se adelantó a ofrecer un gobierno de unidad nacional, reclutando a “los mejores”.
La tercera es que el candidato Frei –quien fuera un buen y probo presidente- ha debido luchar no sólo contra Piñera, sino contra las zancadillas que le vienen desde la Concertación. Y, si bien ha reconocido que sin partidos políticos no hay democracia, sus dirigentes no le han respondido con igual nobleza. Resignados a la impopularidad y más preocupados por sus clientelas parlamentarias estables y sus posiciones en el Presupuesto, ni siquiera han ejercido la sabiduría distributiva del viejo PRI mexicano. Este, recordémoslo, renovaba a todo el personal en cada inicio de sexenio.
Todo esto explica la uniformidad de los pronósticos respecto a lo ineludible de una segunda vuelta, a la cual, por primera vez, la oposición llegará con ventaja. La clave final estaría en la envergadura de esa ventaja. Si la diferencia es más de 10 puntos, nadie le quita la banda a Piñera, dicen los encuestólogos.
Sin embargo, una cosa es con encuestas y otra con cajón. Demasiados chilenos sólo decidirán cuando corran la cortina de la última cámara de votación.
La Republica 13.12.09