el general Juan Emilio Cheyre.
Aunque Chile suele ser ingrato con sus mejores hijos, todo indica que eso no sucederá con el general Juan Emilio Cheyre. Con el mínimo necesario de perspectiva histórica, todos tenemos claro que el comandante en jefe que se va fue un actor clave en el capítulo final de nuestra transición. Pudo serlo porque reunió, en el momento necesario, las virtudes del gran intelectual y del paradigmático militar de honor. Gracias a ello, supo reconocer la realidad de su institución sin anteojeras corporativas y liderar su plena reinserción en la sociedad.
Esa misión suponía caminar sobre huevos… y también quebrarlos, si era imprescindible. Tras la experiencia traumática -nacionalmente divisiva, internacionalmente aislante- vivida bajo la jefatura de Pinochet, Cheyre no podía ser "espadita de oro". Recuperar el Ejército para todos los chilenos y reconocer responsabilidades institucionales lo obligó a enfrentarse con parte importante de la "familia militar", resignarse a la malquerencia de los militaristas civiles y sufrir la incomprensión de quienes seguían percibiendo a los uniformados como sus enemigos.
En medio de esa batalla cívica, Cheyre abordó el meollo doctrinal, planteando que el moderno profesionalismo castrense obligaba a terminar con el juego de los ciclos. Ese juego que ha "columpiado" a los militares chilenos entre el reduccionismo cuartelero (pastelero a tus pasteles) y lo que él denominó "protagonismo impropio" (léase golpe o pronunciamiento). Quiso el general que la propia sociedad, a través de sus representantes políticos, se pronunciara sobre el Ejército que quería.
No hubo caso. A esa altura la clase política percibía, como en el tango, que todo estaba en calma y el músculo dormía. Tras el pasmoso derrumbe de Pinochet, dirigentes y líderes ya podían dedicarse a lo suyo y dejar el tema de la naturaleza de las Fuerzas Armadas a los sociólogos y especialistas en temas militares. Sin decirlo, estimaban que era un tema "simplemente" académico.
Ante esa victoria de la contingencia sobre la urgencia, Cheyre se sintió con las manos libres para formular su propio diseño de Ejército, desde sus atribuciones, en la línea de las democracias desarrolladas y con base en los modernos teóricos militares. Además, acorde con su talante estético, lo hizo recuperando el formato de las ordenanzas españolas del siglo XVIII.
Desde esta perspectiva, la Ordenanza General del Ejército de Chile, solemnemente promulgada el pasado 22 de febrero, es el nuevo reglamento del Ejército. Y, aunque habrá militares tradicionalistas dispuestos a negarlo, contiene un cambio doctrinal decisivo. En efecto, sobre la base de "un profundo proceso de cambios", sin mengua del respeto a la Constitución, la disciplina y el cumplimiento de su misión primaria, el Ejército aparece, ahora, como un actor reconocible en misiones internas de Estado y contribuyente a los objetivos de política exterior. Esto, sobre la base de un humanismo de clara raigambre cristiana, una explícita valoración de los derechos humanos, un rotundo encuadre en el sistema democrático y un postergado rescate del integracionismo vecinal o'higginiano.
Según la Ordenanza, este cambio se sintetiza en el concepto "profesionalismo militar participativo" y se basa en la convicción de que la actividad castrense no debe limitarse al arte de administrar medios humanos y materiales para guerras que, racionalmente, nadie puede desear. Dicho en positivo, la alta capacidad orgánica y tecnológica del Ejército de Chile debe ser un recurso disponible y sin signo partidista, para que el poder democrático cumpla sus funciones de bien común.
El general Oscar Izurieta, que hoy despide y sucede a Cheyre, será el primer encargado de ejecutar tan valioso legado doctrinario. Haciéndolo, consolidará la reinserción del Ejército en la sociedad, dejando sin coartada a los civiles antimilitares y a los militares y civiles golpistas.
Hasta siempre, general.
Esa misión suponía caminar sobre huevos… y también quebrarlos, si era imprescindible. Tras la experiencia traumática -nacionalmente divisiva, internacionalmente aislante- vivida bajo la jefatura de Pinochet, Cheyre no podía ser "espadita de oro". Recuperar el Ejército para todos los chilenos y reconocer responsabilidades institucionales lo obligó a enfrentarse con parte importante de la "familia militar", resignarse a la malquerencia de los militaristas civiles y sufrir la incomprensión de quienes seguían percibiendo a los uniformados como sus enemigos.
En medio de esa batalla cívica, Cheyre abordó el meollo doctrinal, planteando que el moderno profesionalismo castrense obligaba a terminar con el juego de los ciclos. Ese juego que ha "columpiado" a los militares chilenos entre el reduccionismo cuartelero (pastelero a tus pasteles) y lo que él denominó "protagonismo impropio" (léase golpe o pronunciamiento). Quiso el general que la propia sociedad, a través de sus representantes políticos, se pronunciara sobre el Ejército que quería.
No hubo caso. A esa altura la clase política percibía, como en el tango, que todo estaba en calma y el músculo dormía. Tras el pasmoso derrumbe de Pinochet, dirigentes y líderes ya podían dedicarse a lo suyo y dejar el tema de la naturaleza de las Fuerzas Armadas a los sociólogos y especialistas en temas militares. Sin decirlo, estimaban que era un tema "simplemente" académico.
Ante esa victoria de la contingencia sobre la urgencia, Cheyre se sintió con las manos libres para formular su propio diseño de Ejército, desde sus atribuciones, en la línea de las democracias desarrolladas y con base en los modernos teóricos militares. Además, acorde con su talante estético, lo hizo recuperando el formato de las ordenanzas españolas del siglo XVIII.
Desde esta perspectiva, la Ordenanza General del Ejército de Chile, solemnemente promulgada el pasado 22 de febrero, es el nuevo reglamento del Ejército. Y, aunque habrá militares tradicionalistas dispuestos a negarlo, contiene un cambio doctrinal decisivo. En efecto, sobre la base de "un profundo proceso de cambios", sin mengua del respeto a la Constitución, la disciplina y el cumplimiento de su misión primaria, el Ejército aparece, ahora, como un actor reconocible en misiones internas de Estado y contribuyente a los objetivos de política exterior. Esto, sobre la base de un humanismo de clara raigambre cristiana, una explícita valoración de los derechos humanos, un rotundo encuadre en el sistema democrático y un postergado rescate del integracionismo vecinal o'higginiano.
Según la Ordenanza, este cambio se sintetiza en el concepto "profesionalismo militar participativo" y se basa en la convicción de que la actividad castrense no debe limitarse al arte de administrar medios humanos y materiales para guerras que, racionalmente, nadie puede desear. Dicho en positivo, la alta capacidad orgánica y tecnológica del Ejército de Chile debe ser un recurso disponible y sin signo partidista, para que el poder democrático cumpla sus funciones de bien común.
El general Oscar Izurieta, que hoy despide y sucede a Cheyre, será el primer encargado de ejecutar tan valioso legado doctrinario. Haciéndolo, consolidará la reinserción del Ejército en la sociedad, dejando sin coartada a los civiles antimilitares y a los militares y civiles golpistas.
Hasta siempre, general.