Mientras Hugo Chávez ejercía como portavoz médico de Fidel Castro, en La Habana, el Congreso venezolano, reunido en una plaza pública, le delegaba poderes en casi todo tipo de materias mediante una Ley Habilitante. Parafraseando (quizás sin saberlo) viejos juegos semánticos de Marx y Lenin, el vicepresidente Jorge Rodríguez proclamó, entonces, el inicio de una “dictadura de la democracia verdadera”.
Por una parte, esto fue una simple protocolización de los hechos. Por otra, vino a comprobar dos fenómenos relacionados:
Uno, que Chávez ya no tiene pares en América Latina. Mientras los otros gobernantes ejercen el poder que pueden, limitados por otros poderes del Estado o por la sombra fáctica de un Gran Hermano -como en Cuba-, él ejerce el poder que quiere, limitado por sus solas conveniencias tácticas.
Dos, que mientras el venezolano viene ejecutando una estrategia nacional de alcance global y a largo plazo, los otros líderes claves de la región se limitan al día a día, con escasa proyección internacional.
Por eso, la irresistible ascensión de Chávez dio la sensación de que sus impares de hoy estaban paveando. Geoestratégicamente hablando, el brasileño Lula se dejó robar el huevo boliviano con todos sus hidrocarburos. El argentino Néstor Kirchner creyó hacer el negocio del siglo al vender su deuda externa a Venezuela, sin asumir la transferencia de poder estratégico que esto significaba. El mexicano Felipe Calderón, por su lado, está más ocupado en asentar su gobernabilidad interna que en proyectarse al sur, defendiéndose de los ataques que le llueven desde Caracas.
Asimetría de poder
Tanta asimetría de poder, sumada a la inminente conversión de George W. Bush en “pato cojo”, indica que la polarización chavista entra a una fase más agresiva, bajo la consigna castrista "patria, socialismo o muerte". Para ese efecto, el venezolano ya insultó al jefe de la OEA e introdujo en sociedad regional al líder iraní Mahamoud Amadinejah, tras introducirse él mismo al Mercosur .
Paralelamente, cree contar con regímenes vicarios en la Comunidad Andina, Centroamérica y el Caribe, mientras se consolida como sucesor ideológico de Castro.
En este contexto, uno comprende las demandas de algunos analistas –entre los cuales el ex canciller mexicano Jorge Castañeda- para que Chile asuma un “liderazgo conceptual”. Les parece curioso –por decir lo menos- que nuestro país no ejerza el poder de su prestigio extrarregional y sólo esté a la expectativa de lo que en otros países latinoamericanos se hace … o no se hace.
Pero ello sólo sería posible si asumiéramos que la experiencia del pasado sexenio demostró tres cosas: que nuestro éxito también depende de las buenas relaciones con los países de la región, que ya no podemos seguir limitándonos a las políticas simplemente reactivas ante nuestros vecinos y que Chile necesita compatibilizar su actual estatura estratégica con un sistema profesional y proactivo de política exterior.
Uno que impida las chapuzas, asuma iniciativas, equilibre la relación regional-vecinal con la actuación en “las grandes ligas” y no se agote en lo puramente comercial.