Bitácora

Capítulo IV serie Chile y Perú en La Haya

José Rodríguez Elizondo

MAQUIAVELO ENTRE MICHELLE Y SEBASTIAN

 
En 2006, con su segunda Presidencia a la vista, Alan García quiso zafar del conflicto con Chile que él mismo instalara. Captó que sus opciones no eran brillantes: avanzar para demandar, antagonizando con Chile, Bolivia y Ecuador o  retroceder para negociar, fingiendo ignorar que esa vía nunca se abrió. La primera lo enfrentaría no contra un Chile aislado, con un dictador impopular, sino contra un Chile democrático, liderado por una popularísima  Michelle Bachelet. La segunda lo llevaría al choque con los nacionalistas peruanos unidos, potenciados por la alta votación de Ollanta Humala. Todo junto le planteaba un temible horizonte de ingobernabilidad.
VEINTE AÑOS DESPUES
García no volvía para luchar por causas épicas, que lo expusieran a un nuevo fracaso.  Lector ya maduro de Maquiavelo, ahora tomaría el camino del realismo gris: una negociación que Bachelet interpretara como encapsulamiento sine die del diferendo y que él pudiera sostener sin abjurar de la judicialización.
Por cierto, no aspiraba a convencerla desde la simpatía  -aunque algo podría ayudarlo su talante de bolerista-, sino desde la asimetría: él, con una Presidencia en el currículo, forjador de todos los misterios del tema y líder de un partido internacionalista, frente a una mandataria con características de outsider.
Si Bachelet aceptaba el desafío, podría crearse un contexto “win-win”. Ni ella apostaría la soberanía chilena a un fallo judicial, de pronóstico incierto por definición, ni él se expondría a un fallo que lo aislara y/o acogiera la fuerte posición jurídica de Chile.
¿Y si Bachelet no cotizaba su oferta?... Elemental: diría que la arrogancia chilena justificaba la demanda, arremetería con todo su peso –que ahora no era poco- y quedaría absuelto ante la Historia.
El único problema de García era el tiempo. Debía amarrarlo todo antes de su toma de posesión, para poder sostener la iniciativa en Lima.
LA HERENCIA ES MÁS FUERTE
La primera señal se produjo en abril, tras la primera vuelta: “Hay que resolver amigablemente  el  punto”, declaró Jorge del Castillo, Secretario General del Apra. En junio, tras el triunfo de segunda vuelta sobre Humala, un boletín aprista criticó a Lagos y Toledo por haber envenenado y enredado la relación  “de un modo absurdo”. El canciller in pectore José Antonio García Belaunde, incluso fue más duro con Toledo. Durante su gobierno, dijo, "se maltrató gratuitamente la relación con Chile".
El embajador de Chile en Lima, Juan Pablo Lira, avaló ese talante: “el Presidente electo ha manifestado que (…) se buscarán mecanismos de negociación”, declaró. Días después entró a tallar el propio García. “Contra la vocación antichilena de Humala (…) el gran negocio será acercarnos lo más posible”, dijo a los medios.
Todo apuntaba a un acuerdo espectacular en La Moneda, en una cumbre informal, agendada para antes de su segunda entronización.
Pero Bachelet no quiso entrar a ese juego de diplomacia express. Sus circunstancias le exigían más tiempo para decidir del que García requería para operar el cambio. Por eso, la reunión en La Moneda se agotó en un almuerzo sin sinceramientos y el líder peruano volvió a Lima convencido de que la demanda era inexorable.
Mientras los apristas seguían hablando, por inercia, de “la gran amistad de Alan con Michelle”, García refunfuñaba que “nunca es el momento oportuno de hablar los temas”. Reactivó, entonces, la tesis toledista de las cuerdas separadas pero, siempre astuto, la balanceó con dos guiños: Uno, la designación como embajador en Santiago del peruano-chileno Hugo Otero. El otro, un rapapolvos a Manuel Rodríguez Cuadros –gran gestor de la demanda-, por sus  gastos excesivos como representante diplomático en Ginebra (poco después, lo cesó en el cargo).
Fueron guiños irrelevantes. En definitiva, Bachelet se mantendría en la línea de Lagos, mientras García retomaba, en lo fundamental, la política  agresiva de Toledo.
CHAPUZA FUNCIONAL
Lo que vino fue una carrera al borde de la cornisa. García quiso partir con una competencia económica dura, pero ya la controversia jurídica -que Chile negaba- era vista por los peruanos como una revancha subliminal de la Guerra del Pacífico. Los más duros pronosticaban que, para eludir  la demanda, Chile daría rienda suelta a su vocación expansionista. Medios nacionalistas publicaron escenarios de la guerra posible.
En ese contexto surgió desde la  Cancillería chilena, de manera inconsulta, una indicación a una ley en trámite, que resultaba superflua y/o diplomáticamente incorrecta. Con motivo de la creación de la nueva región de Arica-Parinacota, establecía que su primer referente externo era el ya cuestionado Hito 1. Quienes la redactaron no previeron que la frontera terrestre, demarcada en 1930, no estaba en discusión ni que, por esa vía, Chile imitaba el método de “construcción de caso jurídico” del que acusaba a los peruanos.
García aprovechó ese paso en falso. Luciendo una frustración dosificada y usando los medios de la diplomacia silenciosa, presionó para que Bachelet retirara la indicación. En caso contrario, él se vería obligado a demandar ipso facto, acosado como estaba por los nacionalistas. La Presidenta, tras enviar al senador Ricardo Núñez en misión especial ante García, optó por someter el caso al Tribunal Constitucional, el cual dictaminó que la indicación era nula por motivos de forma. García hizo “trascender” que aquello no lo dejaba satisfecho.
El incidente desconcertó a los chilenos. Muchos  entendieron que el retroceso indirecto del gobierno regalaba la razón a los impugnadores del Hito 1. Subiéndose por ese chorro, Ollanta Humala comenzó a organizar una marcha de explosivo pronóstico hacia el hito de la discordia y… ¿adivinan quién la desactivó con firmeza y con el reconocimiento de Chile?
Exacto: García  
EL DÍA D
Entremedio, el líder peruano desplegaba una diplomacia focalizada. Mientras cultivaba el apoyo de Argentina y Brasil a la solución judicial, trabajaba para neutralizar a Ecuador y para hacer callar a Evo Morales, quien lo acusaba de estar muy gordo y de bloquearle la aspiración marítima de Bolivia. De paso, inició una sesgada campaña contra el armamentismo en la región, convocando a firmar un “pacto de no agresión”. En la línea de los nacionalistas, sugería que Chile tenía ominosas intenciones.
Fruto de ese activismo, Faura, Bákula, Toledo y Rodríguez Cuadros -el inspirador, el estratego  y los  agentes catalizadores-  fundieron sus protagonismos en el genio de García y éste unificó a Maquiavelo con el Príncipe. De ahí a arrebatar las banderas a sus paisanos nacionalistas sólo había un pequeñito trecho y lo saltó: “nacionalistas somos todos”, proclamó y los viejos apristas doctrinarios se mordieron la lengua.
El terreno ya estaba dispuesto. García dio la florentina estocada final el 16 de enero de 2008. Esa mañana Allan Wagner –designado agente del Perú- presentó la demanda en La Haya y García se presentó ante el Congreso reivindicándola como fruto de su exclusiva autoría. Solemne, dijo que “responde a un conjunto de acciones llevadas a cabo a mediano y largo plazo, como parte de una política de Estado, desde 1986, cuando durante mi gobierno anterior el Perú planteó a Chile por primera vez en la historia la necesidad de convenir en fijar nuestros límites marítimos”.
 
FIN DE LA AMISTAD
Para Chile fue un momento difícil. Entre García y García, durante 22 años, Perú había creado un issue fronterizo, lo había posicionado a nivel masivo interno, había evitado que derivara a casus belli y terminaba legitimándolo ante la Corte Internacional de Justicia. Algunos expertos entendieron que Perú había ejecutado la primera fase de la “estrategia de acción indirecta”, de Basil Liddell Hart: intentar la victoria paralizando al enemigo.
Inevitablemente, la demanda  agrió los ánimos. Desde el entorno de Bachelet  se dijo que era un “acto inamistoso” y hasta una “provocación”. Pero, como ya era tarde para las acciones disuasivas, García, expresó su extrañeza de inmediato: Chile ya había admitido esa posibilidad y el caso era “estrictamente jurídico”.
En noviembre de 2008, el jefe del Ejército peruano, Edwin Donayre, incrementó la acritud. Apareció en un insólito video limeño, haciendo alardes antichilenos de carácter macabro. García decidió dar explicaciones antes de que el gobierno chileno se enterara. “Voy a llamar a mi amiga la Presidenta Bachelet de inmediato, márqueme”, ordenó a un asistente. Con su homóloga al habla, le aseguró que Donayre no seguiría en funciones y ella dio el incidente por superado. Incluso declaró a los medios que ambos habían desactivado un tema explosivo.
Bachelet ignoraba que había sido expuesta al método del teléfono abierto, ante todo el gabinete peruano y que el general no se iba por sanción, sino porque ya había iniciado su expediente de jubilación. Cuando se enteró de la burla, llegó el fin de la amistad  que quedaba.
CURSO DE COLISIÓN
En agosto de 2009, García dijo para la Historia que “todo se pudo negociar sobre una mesa, de manera diplomática, con una variación del ángulo que matara el tema para siempre”.  Sin embargo, un caso de espionaje (supuestamente cometido por un suboficial de la Fuerza Aérea peruana al supuesto servicio de Chile) lo devolvió a su nuevo rol de nacionalista y con mucha agresividad. Ignorando el procedimiento administrativo que suele aplicarse a los espías en los países desarrollados, condenó apriorísticamente al gobierno chileno, trató el caso como si fuera un crimen contra la humanidad, llamó a informar a su embajador y aplicó a Chile los epítetos de país envidioso y de  “republiqueta”.  Bachelet, mostrando autocontención, comentó que fueron “declaraciones altisonantes”. Agregó que “Chile no espía”.
A esa altura, ambos países comenzaban a encajonarse ante un callejón sin salida. Algunos hasta sintieron en la nuca el aliento del monstruo grande que pisa fuerte. Recordé, entonces, lo que me dijera un mes antes el histórico general peruano Edgardo Mercado Jarrín: “vivimos uno de los momentos más críticos de la relación desde la guerra de 1879”.
CAR’EPALO
En tan crispada coyuntura, la confluencia del fin de mandato de García y el inicio de la andadura de Sebastián Piñera, ayudó a entender que cuando se está ante un callejón sin salida, la única salida está en el callejón.
Hubo dos claves de distensión. La primera, cuando el nuevo gobierno aseguró que no negociaría con Bolivia soberanía sobre Arica. La segunda, cuando reiteró, en voz muy alta, que pese a la asimetría estructural del contencioso, Chile cumpliría cualquier fallo. El impacto positivo en las élites peruanas fue casi milagroso, pues también comprometió a Ollanta Humala, el temible ultranacionalista que sucedería a García.
Pero, como diría Kipling, esa es otra historia. Aquí sólo cabe sintetizarla en una anécdota que nos refleja, a chilenos y peruanos, de cuerpo entero.
Se produjo durante la primera visita de Piñera-Presidente al Palacio Pizarro y se inició cuando García lo instaló -junto con su séquito- en un salón lleno de pinturas alusivas a la Guerra del Pacífico. Allí los huéspedes debieron poner car’e palo pues, donde miraran, se encontraban con Bolognesi disparando desde el suelo o con soldados chilenos fusilando héroes peruanos. En ese marco incómodo, el anfitrión se acercó a Piñera y, con aire de extrema preocupación, le dijo que era imprescindible solucionar, rápido, el tema del espía. La mejor relación parecía depender de ese episodio.
Antes de que el interpelado reaccionara, un miembro de su delegación le solicitó en voz baja “permítame responder, Presidente”. Piñera hizo un gesto de asentimiento y el solicitante se dirigió al anfitrión con gracejo y desparpajo:
-         Presidente García, usted nos trajo a este salón con todos esos cuadros alusivos a la guerra que peleamos y estará preguntándose cómo lo tomamos. Déjeme decirle que nosotros sabemos de qué se trata, pero fingimos no ver los cuadros. Preferimos no inflar el tema. Dicho con todo respeto, preferimos hacernos los weones. Haga como nosotros, Presidente. Hágase el weón.
García hizo un gesto indescifrable, dio media vuelta y se dirigió a un grupo vecino. Luego, todos pasaron a otro salón y el líder peruano apareció sonriente, ante las cámaras de la televisión, agitando una copa del “auténtico” pisco sour. Entonces llegó el turno de Piñera, quien le preguntó si sabía de quién era el pisco y se lo zampó de un trago. “Es del que se lo toma”, explicó.
Hubo chilenos seriotes que calificaron aquello como chacota. Otra “piñericosa”. Ignoraban que, en su estilo propio, Piñera había remachado la jugada anterior. Tampoco sabían que García, aceptando el buen consejo, engavetaría el tema del espía. Traducido al peruano, optaría por hacerse el cojudo.
Fueron señales de sensatez. Hoy nos dan la esperanza de que, tras el fallo de La Haya, chilenos y peruanos asumamos la amistad que nos prometimos en 1929. La misma que no supimos desarrollar porque no osamos hablar claro o porque no aprendimos a hacernos los lesos.
 
José Rodríguez Elizondo
| Jueves, 13 de Diciembre 2012
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