Publicado en La Segunda, 4 de mayo 2012
Un reciente documental sobre el muro de Berlín nos vuelve a poner en aprietos. Y no porque algún trasnochado siga creyendo que fue un artefacto políticamente correcto, sino por una circunstancia dolorosa y testimonial: después de nuestro 11-S, miles de chilenos traumatizados fuimos a ponernos detrás de ese muro, por ideologismo y/o para sobrevivir.
Ante tamaña emergencia, era imposible mirar el diente del caballo regalado. Primum vivere, enseñan los que saben. Luego, visto que los dirigentes políticos se acomodaron en ese refugio (hubo excepciones, siempre las hay), el tiempo de filosofar llegó tarde. Demasiados se habían ensuciado las manos o se habían ensuciado el alma.
Lo triste es que hoy, a 22 años de la desaparición de la RDA, algunos de esos chilenos siguen callados o cultivando el eufemismo. Víctimas de una variable del síndrome de Estocolmo, explican en privado que es por “gratitud”. Pero entienden, también en privado, que no es una explicación plausible. Saben que la decisión de acogerlos fue de Leonid Breznev y que el costo no salió del bolsillo de Eric Honecker, sino de las faltriqueras de un pueblo que soñaba con destruir el muro.
Por ello, la explicación que yo me doy es un pelín más sofisticada y tiene que ver con las tres grandes categorías de chilenos que vivimos en la RDA: los Jefes, los Astutos y los Prófugos. Es una trilogía abierta -admite grados y mezclas- cuyo desarrollo esbozo a continuación.
LOS JEFES tenían un poder vicario, pero muy real y en distintos niveles, que se ejercía sobre la masa de los chilenos, incluyendo sus vidas privadísimas (dónde vivir, en qué trabajar, qué prohibir). Tal poder contenía privilegios especiales como viajes, viáticos en divisas, oficinas, gastos operacionales, vehículos y atención médica superior. Sus límitaciones se expresaban en dos consignas: “no molestar a los compañeros alemanes” y “no dar armas al enemigo”. Los pocos que osaron superar esos límites lo hicieron (obvio) en calidad de ex Jefes.
LOS ASTUTOS, además de los privilegios generales –vivienda y crédito fiscal para instalarla- tenían dos ventajas propias: alta calificación intelectual y mucha frialdad emocional. Esto les permitió proyectarse a un mejor futuro individual, adelantándose a los emprendedores de izquierda, aunque sin molestar a los alemanes ni a los Jefes. El celo ortodoxo de los militantes rasos los caracterizaría como “oportunistas” o, más técnicamente, “intelectuales pequeñoburgueses”.
LOS PROFUGOS son los que llegaron al refugio equivocado por ser más creyentes que el promedio y menos inteligentes de lo que pensaban. En su choque con la realidad, pronto percibieron que la salvación estealemana equivalía al viejo pacto del doctor Fausto con Mefistófeles y su objetivo categórico fue fugarse. Tal meta los dividió en dos subgrupos: los Drásticos, que huyeron mediante la locura y el suicidio y los Flexibles, que escaparon mediante una mezcla de estrategia con milagro.
¿Y qué sucedió después del fin, con ese trío paradigmático?
Cualquier entendido lo entiende. Los Jefes siguieron siendo Jefes y callaron para siempre. Saben que en Chile el doble estándar la lleva, el empate es ley y siempre habrá un enemigo al cual negar las armas de la autocrítica. Los Astutos sí hablaron y escribieron sobre el muro, aunque sólo cuando sus fragmentos aparecieron en los museos. Los Prófugos (subgrupo Flexibles) gritaron la verdad apenas pudieron pero, como el muro seguía en pie, no hubo mercado que los inflara.
Esta vez se equivocaron por tener la razón demasiado temprano.
Un reciente documental sobre el muro de Berlín nos vuelve a poner en aprietos. Y no porque algún trasnochado siga creyendo que fue un artefacto políticamente correcto, sino por una circunstancia dolorosa y testimonial: después de nuestro 11-S, miles de chilenos traumatizados fuimos a ponernos detrás de ese muro, por ideologismo y/o para sobrevivir.
Ante tamaña emergencia, era imposible mirar el diente del caballo regalado. Primum vivere, enseñan los que saben. Luego, visto que los dirigentes políticos se acomodaron en ese refugio (hubo excepciones, siempre las hay), el tiempo de filosofar llegó tarde. Demasiados se habían ensuciado las manos o se habían ensuciado el alma.
Lo triste es que hoy, a 22 años de la desaparición de la RDA, algunos de esos chilenos siguen callados o cultivando el eufemismo. Víctimas de una variable del síndrome de Estocolmo, explican en privado que es por “gratitud”. Pero entienden, también en privado, que no es una explicación plausible. Saben que la decisión de acogerlos fue de Leonid Breznev y que el costo no salió del bolsillo de Eric Honecker, sino de las faltriqueras de un pueblo que soñaba con destruir el muro.
Por ello, la explicación que yo me doy es un pelín más sofisticada y tiene que ver con las tres grandes categorías de chilenos que vivimos en la RDA: los Jefes, los Astutos y los Prófugos. Es una trilogía abierta -admite grados y mezclas- cuyo desarrollo esbozo a continuación.
LOS JEFES tenían un poder vicario, pero muy real y en distintos niveles, que se ejercía sobre la masa de los chilenos, incluyendo sus vidas privadísimas (dónde vivir, en qué trabajar, qué prohibir). Tal poder contenía privilegios especiales como viajes, viáticos en divisas, oficinas, gastos operacionales, vehículos y atención médica superior. Sus límitaciones se expresaban en dos consignas: “no molestar a los compañeros alemanes” y “no dar armas al enemigo”. Los pocos que osaron superar esos límites lo hicieron (obvio) en calidad de ex Jefes.
LOS ASTUTOS, además de los privilegios generales –vivienda y crédito fiscal para instalarla- tenían dos ventajas propias: alta calificación intelectual y mucha frialdad emocional. Esto les permitió proyectarse a un mejor futuro individual, adelantándose a los emprendedores de izquierda, aunque sin molestar a los alemanes ni a los Jefes. El celo ortodoxo de los militantes rasos los caracterizaría como “oportunistas” o, más técnicamente, “intelectuales pequeñoburgueses”.
LOS PROFUGOS son los que llegaron al refugio equivocado por ser más creyentes que el promedio y menos inteligentes de lo que pensaban. En su choque con la realidad, pronto percibieron que la salvación estealemana equivalía al viejo pacto del doctor Fausto con Mefistófeles y su objetivo categórico fue fugarse. Tal meta los dividió en dos subgrupos: los Drásticos, que huyeron mediante la locura y el suicidio y los Flexibles, que escaparon mediante una mezcla de estrategia con milagro.
¿Y qué sucedió después del fin, con ese trío paradigmático?
Cualquier entendido lo entiende. Los Jefes siguieron siendo Jefes y callaron para siempre. Saben que en Chile el doble estándar la lleva, el empate es ley y siempre habrá un enemigo al cual negar las armas de la autocrítica. Los Astutos sí hablaron y escribieron sobre el muro, aunque sólo cuando sus fragmentos aparecieron en los museos. Los Prófugos (subgrupo Flexibles) gritaron la verdad apenas pudieron pero, como el muro seguía en pie, no hubo mercado que los inflara.
Esta vez se equivocaron por tener la razón demasiado temprano.