Publicado en El Mostrador, 6.10.2014
A fines de septiembre, los cancilleres de Chile y Perú ratificaron que presentarán conjuntamente, ante la ONU, las coordenadas del límite marítimo resultante del fallo de la CIJ. Esto significa que no formalizarán ante la organización mundial sus discrepancias sobre el “triángulo terrestre”, acogiendo la sugerencia de los jueces de “encauzar, por conducto directo de las cancillerías, los temas de interés mutuo”. De paso, ya no debiera hablarse de “triángulo” sino de “cuña” pues, según ese fallo, la hipotenusa marítima hoy es indisputadamente de Chile.
Es una actitud innovadoramente positiva. Tras desencuentros bastante agrios, el canciller chileno Heraldo Muñoz aparece superando la poco diplomática tentación de declarar que no existe controversia alguna. El canciller peruano Gonzalo Gutiérrez, por su parte, aparece ignorando el gesto de su Presidente Ollanta Humala de incorporar esa cuña terrestre al mapa del Perú, de manera unilateral.
Esto puede significar que, tras los planteos jurídicos antagónicos, vendrían esas “conversaciones” que sugería Gutiérrez antes del desplante de Humala. Y quien dice conversaciones dice también “negociaciones”, que son de la esencia de las diplomacias maduras y, al mismo tiempo, medio principal de solución pacífica de controversias. En ese marco, en caso de ser infructuosos los alegatos jurídicos y las negociaciones diplomáticas, cabría prever el tercer paso eventual: ¿tendrían Michelle Bachelet y Ollanta Humala que recurrir al arbitraje de Barack Obama?
Eso es lo que entienden algunos expertos y analistas. Sin embargo, no está claro que sea la vía, si se examinan a fondo los artículos 3 y 12 del Tratado de 1929. En efecto, el primero alude a los eventuales desacuerdos entre los miembros chileno y peruano de la comisión demarcadora, sobre aspectos de “la operación” y el segundo, a los eventuales desacuerdos de los gobiernos sobre “la interpretación” de las disposiciones del mismo tratado. En el primer caso, dirimir correspondería a un tercer miembro “designado por el Presidente de los Estados Unidos”. En el segundo, decidiría la controversia el propio Presidente de los Estados Unidos.
Obviamente, es la diferencia que hicieron los hermenéuticos de la época entre lo general y lo especial. Esto es, entre la delimitación de las fronteras, decidida al más alto nivel de los Estados y la demarcación de las mismas, ejecutada por expertos de cada Estado. En ese contexto, debió parecer claro que no existía un punto exacto o absoluto a la orilla del mar, a diez kilómetros al noroeste del primer puente sobre el río Lluta. Dado que el mar no es inmóvil y que la tierra puede moverse, ese punto es solo una abstracción intelectual. Cada fracción de segundo marca un punto real distinto, como diría Heráclito,
Por eso, los demarcadores de 1930 definieron un punto relativo pero de concreto, lo “materializaron” con el Hito 1 y lo designaron como “orilla del mar”… aunque, por motivos prácticos, esté lo bastante alejado de las olas como para evitar su erosión. Visto que ambos Estados aprobaron esa decisión, no hubo problemas para aprobar la demarcación y ésta paso a ser el equivalente a una “cosa juzgada”.
Los juristas no debieran extrañarse pues el Derecho, en cuanto ciencia social, no existe para establecer absolutos, sino para normar los siempre relativos comportamientos humanos. Para cumplir ese rol, los legisladores suelen recurrir a la ficción. En esa línea, hasta podría decirse que los ordenamientos jurídicos son sistemas de ficciones, orientados a dar certezas previas a sus sociedades respectivas. Así como la ley se finge conocida, aunque no lo sea, se presume que el Hito 1 está en la orilla del mar, aunque de hecho esté a 150 metros variables.
De lo señalado se deduce que quedaríamos muy mal si apeláramos a la dirimencia de un enviado de Barack Obama o al arbitraje de éste. Rápido concluirían los expertos del Departamento de Estado que la distancia entre el Hito 1 y la orilla del mar absoluta no tipifica una controversia sobre el tratado de 1929, sino sobre su ejecución. Y, dado que esa ejecución se consumó en 1930, informarían a su Presidente que no se le ocurra asumir el tema.
Con todo, la controversia de facto tiene una notoria importancia política, en cuanto abre un espacio para que Chile salga de su reactividad juridicista y enfrente una eventual negociación con Perú, sin temor a la maestría de Torre Tagle. En ese espacio, chilenos y peruanos podrían discutir las razones profundas de por qué se mantiene la controversia sobre la cuña terrestre, después del fallo de la CIJ, con el plus eventual de una buena dosis catártica. A mayor abundamiento –e invirtiendo las tornas-, si la negociación fuera infructuosa y la catarsis no se produjera, Chile quedaría en mejor posición relativa para invocar incluso la vía judicial.
Sin embargo, dados los antecedentes conjuntos de la CIJ y de esta controversia, más aconsejable (y menos oneroso) sería recurrir a la investigación, que es la vía de solución pacífica que sigue a la negociación, según el artículo 33 de la Carta de la ONU.
Al fin de cuentas, lo mejor suele ser enemigo de lo bueno.