El 15 de julio, tras un debate que superó las barreras del secretismo, la Presidenta Michelle Bachelet decidió objetar la competencia de la Corte Internacional de La Haya (CIJ) en el caso de la demanda de Bolivia.
En ese contexto, la decisión de Bachelet fue encomiablemente política. En vez de escabullirse por un resquicio del tiempo, asumió que la opción en diferido ampliaba el espacio de acción del ayer cariñoso y hoy agresivo Evo Morales. Le regalaba un punto de prensa global por largos años y, de paso, favorecía su larga marcha hacia una presidencia vitalicia. Tal vez por lo mismo, ella retuvo la designación de un juez ad-hoc ante la CIJ. Debió intuir que era incompatible rechazar la competencia del tribunal y, en paralelo, designar un juez de confianza que lo integrara.
La Presidenta interpretó, así, a la inmensa mayoría. A través de los medios, líderes de opinión y representantes políticos, los chilenos estaban por una señal inmediata. No querían actuar como esos alumnos que estrujan el último segundo, para entregar una prueba “perfecta” al profesor. Por añadidura, rectificó comportamientos anteriores y aceptó que, en temas de política exterior, la rapidez de reacción también vale.
PREGUNTAS MOLESTOSAS
El mensaje político a la nación y al mundo fue que el dilema de Chile no era de tipo procesal -el cómo y cuándo presentar las excepciones-, sino de tipo estratégico: aceptar con resignación o rechazar con claridad la intervención indebida del tribunal de la ONU.
Pero, como no existen soluciones fáciles para problemas complejos, surgen de inmediato cuatro preguntas molestosas. La primera alude al Perú, en cuanto presunto implicado: ¿Se está aprovechando esta etapa preliminar para tratar de evitar que apoye políticamente a Bolivia o que se neutralice “a la ecuatoriana”?
Respuesta: no hay señal visible de que se haya procesado el enigmático y coloquial consejo de Alan García “no le den bola a la demanda boliviana”. Más bien, hay señales de que estamos privilegiando el debate jurídico con Ollanta Humala por el “triángulo terrestre”. En Bolivia, al contrario, están muy alertas y a eso obedece, en parte, el que no mencionen territorios concretos en su demanda. Saben que, si aluden a Arica u otro espacio ex peruano, Humala podría intervenir. El ex Presidente Carlos Mesa, vocero internacional de Morales, acaba de declarar que el escenario con Perú está previsto: “si se convierte en protagonista, habrá que considerarlo”.
Segunda pregunta: ¿cuán autosustentable es la decisión del 15 de julio?
La respuesta, un pelín decepcionante, es que las excepciones preliminares no matan la intromisión de la CIJ. En rigor, sólo la someten a un trámite previo, pues los jueces conservan la llave decisoria para aceptarlas o rechazarlas. Y no sólo eso. Como tienen la sartén por el mango, también pueden determinar que no tienen un carácter exclusivamente preliminar. En tal caso, el procedimiento normal se reanuda y las excepciones se mezclan con los temas de fondo, para resolverlas en el fallo final.
Dicho rudamente, los jueces pueden dar a las excepciones “rápidas” el mismo tratamiento que si se presentaran junto con la contramemoria. Nuestro arduo debate procesal, en tal caso, habría sido perfectamente inútil.
De aquí nace la tercera pregunta: ¿Pudo dar Chile una señal más categórica de su repudio a la intromisión?
Respuesta: Sí, pudo. A tal efecto, debió abandonar la vía procesal, para no legitimar la incompetencia de los jueces con la comparecencia propia y poner distancia con un eventual mal fallo.
Para sorprendente sorpresa de algunos expertos, esta posibilidad es tan vieja como la CIJ. Consta en el propio Estatuto del tribunal, artículo 53. Un folleto de su panoplia, publicado en 1976 y distribuido por la ONU, lo explica así: “El Estatuto prevé el caso de que el demandado no comparezca ante la Corte, ya sea porque rechaza de plano su competencia o por cualquier otra razón”. Agrega que esto puede hacerse “en ciertas fases de los asuntos” o “durante todo el asunto”. A mayor abundamiento, ilustra al lector con ocho casos importantes en que la facultad se ejerció, agregando que “esto ha terminado a veces, por un motivo u otro, por el desistimiento del demandante”.
Como puede observarse, es una excepción estatutaria y definitiva, que mata la legitimidad unánime del proceso, sin renunciar a otro tipo de soluciones pacíficas. Su fuente real está en la historia de la CIJ, que nació como un tribunal al cual accedían voluntariamente los Estados. En casos de alta complejidad, los jueces de entonces solían examinar de oficio y con rigor si tenían o no competencia. Por razones propias de cualquier burocracia compleja, esto cambió. Hoy la CIJ es el centro de un sistema al cual convergen nuevos intereses, comenzando por los de los abogados especializados en litigar en La Haya. Esto la ha convertido en una organización receptiva y expansiva. Los jueces aprendieron que el poder y el crecimiento se reciclan.
SIN RESPUESTA
La cuarta pregunta merece párrafo aparte: ¿Por qué la excepción definitiva del artículo 53 no ha sido considerada durante todos los años que Chile lleva soportando demandas ante la CIJ?
Sucede que (afírmense lectores) no hay respuesta aceptable. En vez de, por ejemplo, un informe en derecho, algunos han producido opiniones del tipo “Chile renunciaría a defenderse”… como si la única defensa posible fuera allanarse a la intervención de jueces incompetentes. Otros han dicho que “Chile se autocolocaría en rebeldía”. Curiosa rebeldía que no se declara judicialmente, para un recurso que tiene base en el Estatuto CIJ. También hay respuestas de vaguedad superlativa. El Mercurio del 6 de julio las consignó como provenientes de expertos anónimos, que “rechazan esta posibilidad, al considerar que el país no tiene la influencia suficiente para hacerlo y la predilección de esta conformación de la CIJ por revisar el fondo de los casos”.
Topamos, aquí, con un fenómeno que está en la base de nuestras penurias: la subrogación de nuestra diplomacia-diplomacia por la iusdiplomacia. Tras la compleja negociación con Argentina por el caso Beagle –paradójica y ejemplarmente conducida por el oficial militar Ernesto Videla- nuestros últimos y calificados negociadores diplomáticos desaparecieron o se dedicaron a los telecés. Tras pasar por el arbitraje -con malos resultados-, esa ausencia nos dejó estacionados en la judicialización y nos hizo olvidar el tratamiento de “las tres D”. Una dinámica clásica, que se inicia con la razón del Derecho, sigue con la razón de la Diplomacia y tiene como seguro la razón de la Disuasión.
Eso no es todo. El conflicto con el Perú “doctrinarizó” esa conducta, homologando el rechazo a la negociación con “la firmeza”, mediante una tesis informal de apariencia patriótica. Según ella, cuando las fronteras se encuentran definidas por tratados, no cabe aceptar negociación diplomática al respecto. Con esto no sólo se descalificaba a los extranjeros que negociaron temas de soberanía con Chile, sino a los propios negociadores chilenos del pasado. Dicho de otra manera, borraba la segunda y la tercera “D” y establecía un shortcut –un atajo- entre nuestra interpretación del derecho y la de la CIJ.
Inevitablemente, esta asombrosa excepcionalidad chilensis es vista con curiosidad por los estudiosos extranjeros. El internacionalista holandés Gerard Van der Ree, en un texto de 2010, observó que la identidad legalista de Chile ha brindado a Perú y Bolivia una vía nueva para sus reclamaciones. En vez de infructuosas insistencias en la naturaleza política y bilateral de los conflictos, “ambos han optado por seguir una estrategia legalista (…) Haciendo uso de las instituciones internacionales, presentando su tema como un asunto legal y no un problema político, ellos intentarían derrotar a Chile en su propio juego”.
CRISIS Y OPORTUNIDAD
Desestimar la negociación diplomática sería pragmáticamente útil, si Chile tuviera un fuerte protagonismo en la CIJ y un potente equipo de abogados internacionalistas litigantes. Sin embargo, no es el caso. Asumiendo esta realidad, Hernán Felipe Errázuriz, Presidente del Consejo Chileno para las Relaciones Internacionales, está impulsando una agencia jurídica permanente, que coordine actividades con la Cancillería, para mitigar “la falta de expertos nacionales en litigios internacionales y la ausencia de jueces chilenos en las cortes internacionales”.
En el trasfondo subyace el escarmiento no procesado del fallo ante la demanda peruana. Más allá de que algunos expertos traten de sumergir lo realmente perdido por Chile en “el éxito de nuestros sólidos principios jurídicos”, ese proceso mostró un despiste mayúsculo de nuestros defensores: a la hora de la verdad, los jueces no eran aplicantes pasivos del derecho, ante quienes la política debía caminar en puntillas. Eran jueces de nuestro tiempo, informados de todo lo que cabe, con la misión autoasignada de desfacer los entuertos de los gobiernos y subrogarlos como negociadores. Incluso podían crear derecho, si era necesario.
Por lo señalado, los diplomáticos chilenos deben mirar el problema de frente, para reconocer que están bajo amenaza de regresión a una época previa a la del clásico francés Francois de Calliéres (1645-1717). Este fue uno de los que descubrió cómo “la formación de un abogado inculca hábitos y disposiciones intelectuales que no son favorables en la práctica de la diplomacia”. Una tesis que complementaría el diplomático y jurista Jules Cambon (1845-1935), cuando explicó que “toda acción diplomática acaba en una negociación” y que “el carácter diplomático difiere del jurídico, pues “la aplicación de las leyes y su interpretación implican un cierto rigor, que se acomoda mal con el empirismo de la política”.
Aunque suene majadero repetirlo, la eventual regresión no sería responsabilidad de nuestros diplomáticos establecidos. Ellos saben que la diplomacia está en otra parte y, de hecho, son víctimas en diferido de una historia política que les cortó el vuelo hacia una profesionalización plena. Pero sí son culpables por omisión: haber submarineado durante demasiado tiempo, sin plantearse ante el liderazgo político nacional con un alegato más estratégico y menos corporativo. Es decir, por no haber explicado, con fuerza, lo que está costando a Chile no tener una Cancillería institucionalmente gravitante, como Itamaraty, en Brasil y Torre Tagle, en Perú.
Obviamente, intentarlo ahora sería más factible que ayer, pues los perjuicios producidos son cuantificables y debemos comenzar a reducir los daños.