Bitácora

Bachelet y su cariño malo

José Rodríguez Elizondo


A su llegada a La Habana , Michelle Bachelet optó por el sinceramiento: no venía a negociar franquicias arancelarias, a mostrar libros ni a conversar con disidentes, sino para ser la primera presidenta (e) de Chile que visitaba Cuba después de Salvador Allende. En un acto posterior, incluso empleó una palabra en clave para expertos: condenó el “bloqueo” norteamericano a Cuba, en vez de usar la voz “embargo”. Asumir la nomenclatura cubana fue el gesto solidario de una buena camarada.

Más allá, su lenguaje corporal mostró una emoción más personal que presidencial. Su voz estremecida, el apresuramiento con que se levantó de su silla para acudir a la convocatoria de Fidel Castro, el orgullo con que aludió a la “hora y media” que éste le concedió, la admiración con que describió lo bien que estaba el enfermo y el detalle de su conocimiento sobre cualquier cosa. Ella seguía viéndolo como el héroe de los años 60, omitía su actualidad como dictador vitalicio en pausa reflexiva y olvidaba que no respeta la confidencialidad (recuérdese cuando grabó y difundió conversaciones con Vicente Fox). Tampoco quería asumir la copiosa información sobre el personaje real, incluyendo su aversión a los socialistas renovados y lo funcional que fue para la caída de Allende. Por eso, incluso se sometió gustosa a la ordalía del suspense con que siempre –sano o enfermo- Castro ha rodeado sus materializaciones.

¿Y cómo respondió dios padre a tanta devoción?

Pues, asestándole su convicción, oral y escrita, de que los chilenos debemos liberarnos de los falsos socialistas y admitir que sólo nuestros “oligarcas” pueden oponerse a que Hugo Chávez se bañe en una playa boliviana. Luego, convertida esa franqueza en noticia mundial y fiasco chileno, Castro se allanó a admitir que sólo había emitido una inocua “opinión personal”. De pasó y en forma poco caballerosa, contó el esfuerzo que le significó atender a Bachelet y lo poco que le interesaban las fotografías conjuntas.

Quizás esto marque un quiebre en el candor ideologizado de nuestra Presidenta. Ese que la induce a tolerar las demasías de Chávcz y a manifestar nostalgias por la extinta Alemania de Honecker. En un nivel más general, puede que sirva para advertir una de las pocas coincidencias entre Chile y la Cuba castrista: en ninguno de los dos países la política exterior es una política pública. “He hablado de todos los temas que nos han parecido importantes” dijo Bachelet, a manera de información, respecto a su primera charla con Raúl Castro. “En este palacio no se dan entrevistas”, complementó éste, cuando le preguntaron sobre su conversación con Bachelet. Por eso, chilenos y cubanos deben adivinar por donde va la micro a través de interpretaciones periodísticas o de las señales que dejan escapar los actores.

En ese clima de secretismo, nadie osó advertirle a la Presidenta que Fidel Castro era como el alacrán del cuento y que los costos polìtios de su visita podían ser excesivos. De partida, implicaba desafiar a una clara mayoría del país político -toda la oposición más la Democracia Cristiana- y exponer su propia imagen, vinculada a la cultura de los derechos humanos indivisibles.

Es que, hasta el momento no le había ido mal. A “la gente” le importaba un rábano la contradicción entre su ideologismo nostalgioso y la sensatez de sus políticas reales. Su simpatía era más fuerte. Pero, quizás ahora se produzca alguna reflexión democrática, pues no es bueno que una visita de Estado termine contrariando, tan nítidamente, el interés superior de Chile.


Publicado en La Tercera el 15.2.09.
José Rodríguez Elizondo
| Domingo, 15 de Febrero 2009
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