A inicios de semana, el canciller Mariano Fernández definió a América Latina como “nuestra prioridad más importante en materia de política exterior".
No es cosa nueva y él lo sabe. Desde 1990, el soporte teórico de dicha política es el “regionalismo abierto”, definible como la priorización del espacio al cual pertenecemos. Fue el exorcismo democrático contra ese fatídico “adiós a América Latina”, que pregonaron los emprendedores “jaguares” del general Pinochet.
Supongo que la razón de ser de la reiteración está en la ejecución de la teoría ...y ahí hay mucho pan que rebanar. Para comenzar, en el gobierno de Patricio Aylwin la prioridad se ejerció reinsertándonos políticamente en América Latina, para borrar nuestra imagen de felino fenicio. De paso, intentamos un protagonismo humilde, en materia de consolidación regional de la democracia, mientras Alejandro Foxley, desde Hacienda, iniciaba un tejido de telecés a nivel planetario. El balance fue exitoso y algunos analistas hablaron de una transición chilena casi tan modélica como la española.
El gobierno de Eduardo Frei potenció ese legado, en lo que hoy luce como un eficiente equilibrio transitorio entre la reinserción política regional y la apertura comercial al mundo. Chile solucionó graves problemas pendientes con Argentina y Perú, mejoró contactos con Bolivia y comenzó a jugar en las grandes ligas del comercio mundial. Según José Miguel Insulza, canciller emblemático del período, entonces llegamos al “nivel más alto de la historia” en materia de relaciones vecinales.
Desgraciadamente, en el período de Ricardo Lagos se desestibó la carga y el equilibrio se fue al diantre. En 2004, mientras celebrábamos en Santiago el foro de las economías de la APEC, con los principales líderes del mundo en la Estación Mapocho, comenzamos a chocar políticamente con Argentina, Bolivia y Perú. Simultáneamente, Hugo Chávez nos exigía una playa boliviana, tras entender que Chile había apoyado el golpe de Estado que casi lo tumbó.
Como en Chile la política exterior es confidencial y “no estamos acostumbrados a decir las cosas como son” (Francisco Vidal dixit), pocos captaron, en 2006, que esa fue la mochila más pesada que recibió Michelle Bachelet. Habíamos vuelto a ser los cargantes del barrio, nuestra autoproclamada “historia de éxitos” nos autoexcluía de todas las alianzas políticas, Bolivia nos presionaba con apoyo de Venezuela, Argentina seguía cortándonos el gas y Perú se preparaba para demandarnos en La Haya. La poderosa simpatía de Bachelet chocó, así, contra una muralla espesa. Como prueba, ningún tercer país –ni siquiera Ecuador- osó decir, en voz alta, que en el conflicto con Perú la razón jurídica estaba de nuestra parte.
Sobre tales bases, no sólo se trata de que Fernández viaje más hacia los países de la región, interesándose en problemas que para sus colegas ya son comunes, como el narcotráfico, la guerra asimétrica, la relación con los EE.UU de Obama o la transición a la democracia en Cuba. Se trata, además, de iniciar una profesionalización a fondo de la Cancillería, para poder asumir iniciativas integracionistas e intentar ese “liderazgo conceptual” que algunas almas bondadosas nos piden o asignan.
Decodificando, creo que si el canciller volvió a decir lo que se viene diciendo desde el gobierno de don Patricio, es porque reconoce que dejamos de ser (si alguna vez lo fuimos) el mejor alumno del curso. En ese sentido su reiteración sería una manera diplomática de decir que lo estamos haciendo apenas regularcito.
En suma, lo suyo habría sido una prudente autocrítica a la chilena.
Publicado en La Tercera el 26.04.09.