Nuestros ciudadanos “pasan” de los políticos de hoy. No los admiran. Les sucede lo que a los cinéfilos con los filmes de temporada: como poquísimos soportan un test de calidad, prefieren volver a los “clásicos”.
En ese sentido, el ex presidente argentino Raúl Alfonsín fue un clásico genuino. Un líder de clase media profesional que conquistó el cariño de su pueblo por su calidad humana y pese a sus derrotas... que no fueron menores. Baste señalar esa hiperinflación de 1988 que intoxicó su último año de gobierno, obligándolo a convocar a elecciones anticipadas.
La clave de ese cariño está en un viejo dicho español según el cual “el que viene te hará bueno”. En efecto, cuando pasaron los años y los sucesores, la gente comenzó a añorar a “el viejo”, como le decían los confianzudos. Se reconoció su coraje para enfrentar a los “carapintadas”, procesar a los altos mandos de la dictadura y reconocer una responsabilidad menor a los jefes subalternos de las FFAA. De paso, esa perspectiva realista de “la obediencia debida” le costó el crudo ataque de Hebe Bonafini y sus Madres de la Plaza de Mayo.
También se le reconoció su austero manejo de la economía. Ajeno a la inescrupulosidad dispendiosa de los líderes autoendiosados, nunca confundió gobierno con piñata. Esta honestidad más aquel coraje sumaron para mostrar dos evidencias en diferido: con Alfonsín, los radicales derrotaron al peronismo sin necesidad de tenerlo proscrito y, de paso, terminaron con “el partido militar”. Hubo una ocasión posterior en que multitudes gritaban en las calles contra todos los políticos (“que se vayan”), mientras se sucedían cinco presidentes en un mes, sin que un solo general se atreviera a mentar el “vacío de poder”... esa vieja excusa para instalarse en la Casa Rosada.
Habría que añadir su conciencia sobre el valor del diálogo con los opositores y de la alternancia sin navajazos. Es que, en cuanto demócrata de verdad, Alfonsín aprendió temprano que si existe una aristocracia verdadera es la del mérito. Por todos estos antecedentes, alcanzó esa popularidad que se apreció, masiva, a la hora de su muerte. Un prestigio que mañana puede beneficiar a un nuevo líder radical para disputar el poder a los peronistas del matrimonio Kirchner.
Por eso no es raro que él esté en mi disco duro de periodista desde que lo entrevisté en Lima, en agosto de 1985. Hoy vuelvo a verlo impecable, en su terno de franela gris, con una sonrisa cálida bajo sus mostachos todavía negros. Lo percibí como un político de la misma especie del peruano Fernando Belaunde y del chileno Eduardo Frei Montalva. Sólido y digno, con gran inteligencia emocional, más apreciable desde la posteridad que desde las coyunturas.
Integracionista cabal, me contó su “orgullo y esperanza” por lo mucho que habían progresado las relaciones entre Argentina y Chile, tras la casi guerra de 1978: “El camino transcurrido ha sido muy grande y la relación con Santiago constituye ahora uno de los pilares centrales de la política exterior de nuestro país”. También tenía muy claro que las madres de Bonafini no eran un caso de incomprensión sentimental sino de oposición dogmática. Quizás por eso saltó como resorte cuando lo interrogué sobre una supuesta negociación con los militares, para discriminar según sus niveles de responsabilidad.
Casi interrumpiéndome respondió:
–Permítame, aquí no hay ninguna negociación. Quien le habla es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y no negocia con sus subordinados.
Un gran estadista, Alfonsín, a quien la Historia no solo absolverá.
La Republica el 4/04/2009.
En ese sentido, el ex presidente argentino Raúl Alfonsín fue un clásico genuino. Un líder de clase media profesional que conquistó el cariño de su pueblo por su calidad humana y pese a sus derrotas... que no fueron menores. Baste señalar esa hiperinflación de 1988 que intoxicó su último año de gobierno, obligándolo a convocar a elecciones anticipadas.
La clave de ese cariño está en un viejo dicho español según el cual “el que viene te hará bueno”. En efecto, cuando pasaron los años y los sucesores, la gente comenzó a añorar a “el viejo”, como le decían los confianzudos. Se reconoció su coraje para enfrentar a los “carapintadas”, procesar a los altos mandos de la dictadura y reconocer una responsabilidad menor a los jefes subalternos de las FFAA. De paso, esa perspectiva realista de “la obediencia debida” le costó el crudo ataque de Hebe Bonafini y sus Madres de la Plaza de Mayo.
También se le reconoció su austero manejo de la economía. Ajeno a la inescrupulosidad dispendiosa de los líderes autoendiosados, nunca confundió gobierno con piñata. Esta honestidad más aquel coraje sumaron para mostrar dos evidencias en diferido: con Alfonsín, los radicales derrotaron al peronismo sin necesidad de tenerlo proscrito y, de paso, terminaron con “el partido militar”. Hubo una ocasión posterior en que multitudes gritaban en las calles contra todos los políticos (“que se vayan”), mientras se sucedían cinco presidentes en un mes, sin que un solo general se atreviera a mentar el “vacío de poder”... esa vieja excusa para instalarse en la Casa Rosada.
Habría que añadir su conciencia sobre el valor del diálogo con los opositores y de la alternancia sin navajazos. Es que, en cuanto demócrata de verdad, Alfonsín aprendió temprano que si existe una aristocracia verdadera es la del mérito. Por todos estos antecedentes, alcanzó esa popularidad que se apreció, masiva, a la hora de su muerte. Un prestigio que mañana puede beneficiar a un nuevo líder radical para disputar el poder a los peronistas del matrimonio Kirchner.
Por eso no es raro que él esté en mi disco duro de periodista desde que lo entrevisté en Lima, en agosto de 1985. Hoy vuelvo a verlo impecable, en su terno de franela gris, con una sonrisa cálida bajo sus mostachos todavía negros. Lo percibí como un político de la misma especie del peruano Fernando Belaunde y del chileno Eduardo Frei Montalva. Sólido y digno, con gran inteligencia emocional, más apreciable desde la posteridad que desde las coyunturas.
Integracionista cabal, me contó su “orgullo y esperanza” por lo mucho que habían progresado las relaciones entre Argentina y Chile, tras la casi guerra de 1978: “El camino transcurrido ha sido muy grande y la relación con Santiago constituye ahora uno de los pilares centrales de la política exterior de nuestro país”. También tenía muy claro que las madres de Bonafini no eran un caso de incomprensión sentimental sino de oposición dogmática. Quizás por eso saltó como resorte cuando lo interrogué sobre una supuesta negociación con los militares, para discriminar según sus niveles de responsabilidad.
Casi interrumpiéndome respondió:
–Permítame, aquí no hay ninguna negociación. Quien le habla es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y no negocia con sus subordinados.
Un gran estadista, Alfonsín, a quien la Historia no solo absolverá.
La Republica el 4/04/2009.