En el mundo maniqueo que nos toca vivir, algunos compatriotas míos vinculan el nombre de Juan Miguel Bákula con el antichilenismo peruano.
Nunca lo ví así, por un motivo general y otro personalizado. El primero, porque adhiero a una de las sabidurías en píldora que me legara Carlos Martínez Sotomayor. Para este chileno preclaro, que fuera canciller y embajador en el Perú, era poco inteligente clasificar a los peruanos como pro-chilenos o anti-chilenos: “su obligación es ser pro-peruanos”, sentenciaba.
El segundo motivo, es que tuve el privilegio de conocer a Bákula, estudiar su obra y mantener con él, por años, un sustancioso diálogo electrónico sobre los grandes temas de la política exterior. Me consta, por tanto, que un intelectual de su cultura y nivel simplemente no podía incurrir en la barbarie de odiar a otra patria para demostrar amor a la propia.
Desde esa relación enriquecedora, acepté de inmediato su honrosa invitación para presentar su obra mayor, sobre 180 años de política exterior peruana. Obviamente, asumí que allí él defendería los intereses del Perú, pero desde el pensamiento crítico y con respeto para los demás. No iba a darse tamaño trabajo para ajustar cuentas con los enemigos del pasado ni para consolidar los traumas.
Fue una suposición exacta, que ya venía reflejada en un párrafo alusivo a los estudiosos peruanos “acostumbrados a entender la relación peruano-chilena como una pugna imborrable que era preciso mantener, ya sea alimentando sentimientos de enemistad, ya fuese forjando nuevas lógicas de pensamiento que revivieran las frustradas demandas peruanas”. Pocos patriotas peruanos podían escribir en ese tono y con esa proyección sobre la relación bilateral. Así lo dije en el acto de presentación, en la Municipalidad de Miraflores y así lo escribí en reseñas posteriores.
Desgraciadamente, no pudimos evitar que la demanda marítima peruana se nos cruzara en el camino y sacara nuestro debate interno, amicalmente polémico, a la luz pública. Vino un dime suyo, en su último libro, al cual debí responder con mi direte y, como suele suceder –no somos ángeles-, eso desmejoró la calidad de la relación. Pero ahora, cuando se ha ido tras una larguísima vida de estudios y maestrías, puedo reiterar el afecto y admiración que le tuve, incluso en la discrepancia. Hasta me doy cuenta, recién, que jamás sus largos años me impusieron distancia o protocolo.
Me cuenta un amigo común que estuvo lúcido, en su casa, hasta el último día de sus 96 años. Tanto, que habría pedido a Laura, su esposa, que el funeral fuera lo más privado posible, Sus amigos, aunque menores todos, también estaban viejitos. Y para qué molestarlos, pues.
Típico gesto final de un gran señor y gran intelectual.