La vida me convirtió en peruanista sin que me diera cuenta. Hoy lo entiendo mejor, porque añoro la reserva de Paracas y me emociono con Todos vuelven. Gracias a Nicomedes Santa Cruz descubrí que era la mejor canción de cualquier exilio y lamento no habérselo dicho a César Miró, la única vez que lo tuve cerca.
Por lo mismo, disfruto cada vez que regreso a la capital virreinal para comer rico, saludar a los primos y recorrer a los amigos entrañables. Lo acabo de hacer, pero esta vez volví a casa con una cierta tristeza. Podría definirla diciendo que, quizás con una excepción, esos amigos siguen siendo lo que eran, excepto en su talante vecinal.
En efecto, ellos seguían fieles al lema señorial que me regaló el más europeo: “debemos mantener la fraternidad dentro de las naturales discrepancias que demandan nuestras lealtades”. Pero ahora las discrepancias se habían bunkerizado. No socavaban la fraternidad, pero borraban la transparencia, como si un padre autoritario hubiera aumentado su lista de tabús: “en la mesa no se habla de política, religión ni límites marítimos”.
Fue como si el espejismo de que “la Corte dirá quien tiene la razón”, bloqueara la necesidad de seguir razonando o buscando acuerdos. Como si, cansados de arrastrar la mala onda binacional, quisieran creer que juristas extranjeros harán la tarea que no hicimos en casi ochenta años. Como si peruanos y chilenos estuvieramos condenados a vivir otros cien años mirándonos con recelo.
Esto afirma mi convicción de que el gran error de nuestros gobiernos fue imponerse un objetivo pos bélico demasiado modesto: contentarse con la opción de paz del Tratado de 1929, en lugar de empujar la opción de amistad. Paz quisimos y paz tenemos. Una paz fría y mala, recurrentemente pinchada por la aspiración marítima de Bolivia, que hoy nos vuelve a sumergir en un pleito de fronteras.
Para no caer yo también en la opacidad, confieso que mi tristeza tiene anclaje personal: las cinco líneas con cuatro errores que me dedica, en su último libro, Juan Miguel Bákula, a quien mucho respeto por el rigor intelectual de su obra anterior. En esas líneas descalifica ¡por sospechas! mi hipótesis de que el planteamiento peruano de 1986, sobre frontera marítima, se vincula con los acuerdos de Charaña de 1975 (corredor boliviano por Arica). Al efecto, rebaja mi “hipótesis” a “intuición”, le parece “teledirigida desde otros miradores”, supone que la planteé con el “recóndito propósito” de maltratar su gestión ante el canciller de Chile y define ese dañado propósito como el de “reactivar la demanda marítima boliviana”.
Lamentable por siete razones: 1) porque, según mi hipótesis, esa gestión fue responsabilidad política del Presidente García y no del embajador Bákula, 2) porque adjudica a García una motivación compleja, que comprendía la de “disuadir” una nueva demanda boliviana sobre Arica, 3) porque “disuadir” es lo contrario de “reactivar”, 4) porque el libro pionero del almirante Faura, de 1977, también asume la variable boliviana, 5) porque es impensable que Torre Tagle haya ignorado esa implicancia, 6) porque toda descalificación ad hominem rebaja la calidad de la argumentación y 7) porque formulé mi hipótesis desde la independencia política y las libertades académica y periodística, pudiendo decir lo mismo que dice Bákula de sí: “lo expuesto es de mi exclusiva responsabilidad y no refleja criterios que no sean los de mi propia manera de pensar”.
Como los amigos conversan sus sospechas, antes de publicarlas, esta aclaración a posteriori ha sido un deber penoso, exento de cualquier disfrute intelectual.
Publicado en La Republica 5 de agosto 2008.