Publicado en La Segunda, 27.1.2012
Los chilenos debemos tenerlo claro: nuestro dilema, en el conflicto de las islas Malvinas, no es si estamos con la Presidenta Cristina o con la Reina Isabel. Chile apoya el objetivo nacional argentino y nunca ha reconocido soberanía británica sobre esas islas.
Incluso mantuvimos esa posición el 2 de abril de 1982, cuando las fuerzas del general Leopoldo Fortunato Galtieri recuperaron las Malvinas manu militari. Entonces, para aprovechar el impulso, los “halcones” de la dictadura argentina habían propuesto una guerra simultánea o sucesiva contra Chile, para también “recuperar” las islas del Beagle. A la dictadura chilena no le quedó otra que apostar a la victoria de Margaret Thatcher, pero sin cambiar de opinión sobre el estatus de las Malvinas.
Y así fue porque la Historia nos hermanó por parte de O’Higgins y San Martín, pero nos asignó intereses a medio camino entre los de Caín y Abel y de los hermanos siameses. Desde esa realidad hemos sucumbido a la tentación –o la necesidad- de jugar a los equilibrios y desequilibrios del poder. Fue lo que sucedió, en las últimas tres décadas, con el mencionado caso de 1982 y con el apoyo diplomático de Argentina a Bolivia y Perú, en sus conflictos marítimos con Chile. Como contrapartida, hemos eludido el enfrentamiento armado incluso en los descuentos de una crisis, como sucedió en 1978. De algún modo, todos sabemos que el fratricidio sería el acabóse.
Gracias a ese límite para los enojos, estamos entendiendo la filosofía de las concesiones mutuas, nos apoyamos en la medida de lo posible, nos resignamos al cariño por terceros y tenemos como horizonte la integración consensuada. Lo notable es que, siguiendo esa vía realista, Chile y Argentina están construyendo un gran sistema de integración, que incluye hasta una fuerza militar conjunta y combinada a disposición de la ONU. Es un éxito que obliga a cuidar la semántica, pues no viene de una alianza mosqueteril ante enemigos comunes, sino de una amistad estratégica, guiada por un pensamiento pragmático: Argentina y Chile para los dos, pero no necesariamente contra los otros.
En la actual versión del conflicto isleño, Cristina Fernández luce dispuesta a asumir la complejidad de lo real, que eso es el pragmatismo. Ya dijo que actuará desde la “rigurosidad jurídica y diplomática” y ha dado orden de desclasificar el secreto “Informe Rattenbach”, que denunció la pésima planificación estratégica de las FF.AA en 1982. Esa que hizo creer a los argentinos, absurdamente, que la ONU condenaría a Margaret Thatcher, que Ronald Reagan apoyaría a Galtieri y que Augusto Pinochet se quedaría paveando.
Sebastián Piñera, por su parte, ha dado a entender que solidarizar con Argentina contra el Reino Unido es necesario y tiene costos, pero no el de cortarse las venas. Tendrá que hacerse en el marco de la legalidad internacional, el diálogo regional y, sobre todo, sin ningunear a los isleños. Las Malvinas no son un territorio sin pueblo. Por cierto, el obstáculo principal será la diplomacia británica, cuyo juego natural consiste en debilitar la buena relación chileno-argentina. Previsoramente, comenzó a actuar en esa línea por lo menos desde 1999, aprovechando el proceso en Londres contra el general Pinochet. En esa coyuntura, para recibir el apoyo de Thatcher, el procesado debió aceptar que ella hiciera un público inventario del apoyo logístico y de información que le brindó durante la guerra. Obviamente, lo que fue bueno para Pinochet fue pésimo para Chile… y Argentina.
En definitiva, todos debemos aceptar que si en el pedir no hay engaño, en el recibir no debe haber regaño. Para nosotros, eso supone ser eficientes en el apoyo politico y brillantes en la iniciativa diplomática.. Para nuestros vecinos, implica entender que Chile no está disponible para movidas contrarias a su interés nacional.