Publicado en El Mercurio, 2.9.2020
Si aceptamos, con Borges, que es de caballero defender las causas perdidas, comprenderemos por qué respetar la memoria de Allende debiera ser factor de unidad para los atribulados demócratas chilenos.
En este 50 aniversario de su victoria electoral las pruebas de su trascendencia histórica sobran. Biografías políticas y sentimentales, películas, documentales, reportajes en todos los medios. El fenómeno nació en el exterior, porque en Chile no se podía. Los monumentos y sitios con su nombre, en los más diversos lugares del mundo, ratificaron lo que él mismo decía, con humor, mientras se golpeaba un antebrazo: “toque aquí, compañero, ésta es carne de estatua”. Ese reconocimiento mundial culminó, en Chile, con su monumento a pocos pasos de La Moneda. “Sólo falta que canonicen a Allende” comentó, con ironía amarga, la viuda de Augusto Pinochet.
Es que, por sobre el fracaso de su gobierno y de los políticos democráticos, Allende supo rescatarse como una figura de elegancia y grandeza trágicas. En paralelo, el talante de Pinochet marcó un anticlímax desde el mismo 11 de septiembre. Mientras el Presidente seguía suponiéndolo leal y se preocupaba por su suerte, el futuro dictador no mostraba la menor caballerosidad hacia quien lo designara jefe del Ejército. En sus diálogos grabados con otros jefes militares habla de subirlo a un avión “y después se cae”. Tras el desenlace, incluso sondea la posibilidad de exiliar su cadáver: “Hasta para morir tuvo que joder, habría que enterrarlo en Cuba”. En cuanto a responsabilidades asumidas, la diferencia también es abismal. Mientras el líder civil las asumió con su vida, el jefe militar las endosó a sus subalternos y, una vez ante la justicia, optó por invocar una supuesta discapacidad mental.
¿Y de dónde viene esa imagen de “enemigo jurado de la democracia”, que Henry Kissinger estampó en sus Memorias?
Fue una coartada autojustificatoria. Para la exportación. El debió saber que, doctrinariamente, Allende siempre fue un socialdemócrata. No existe texto o acción política suya, durante más de 40 años de actividad en Chile, que lo refleje marginal a la democracia. Ni siquiera cuando ya era evidente que no podría amarrar a las izquierdas variopintas en un proyecto único y ejecutarlo desde las instituciones, en plena Guerra Fría… con base en un tercio del electorado.
Sólo una entrevista que le hiciera Regis Debray –entonces publicista de Fidel Castro- y su compleja relación con el mismo Castro pudieron dar pábulo a la tesis de un dictador in pectore. De hecho, lo que más temía el líder cubano era que un éxito del “reformista” Allende liquidara su proyecto regional de “revolución verdadera”. Por eso, su visita de un mes a Chile equivalió a un meditado abrazo del oso.
Más insólito fue el discurso “de homenaje” póstumo de Castro, en octubre de 1973, en el cual intervino a fondo la historia de Chile. Inventó que Allende había muerto acribillado por los militares, tras enfrentarlos a pecho descubierto, con una metralleta que él le había regalado. Fue una coartada -inversa a la de Kissinger- para acreditar que fue él, Castro, quien siempre tuvo la razón: “Los chilenos saben ya que no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria”.
Pero Allende también sufrió el ideologismo y la indisciplina en su propia coalición. Los comunistas, su apoyo más firme, no se resignaban a revisar la dogmática leninista. Los socialistas, los cristianos radicalizados y parte del Partido Radical, no querían renunciar a la aventura castrista. Otros se cubrían con la ambigüedad. El solía reconocerlo, sarcástico, cuando decía que, como Presidente, era un simple coordinador de los partidos de la Unidad Popular. En ese contexto, todos pudimos asomarnos a su drama en mayo de 1973, cuando se quebró y saltaron sus lágrimas en pleno discurso. Eran el desborde de su impotencia y amargura... pero, sobre todo, de su soledad.
De ahí que, mientras jugaba con la idea de un plebiscito improbable, iba ordenando en su mente las advertencias y decisiones que constarían en sus “últimas palabras”. Esas que diría en su comparecencia final, ante un puñado de leales y sin consultar a nadie. Ni a los jefes de partidos ni a ese Castro que le aconsejaba resistir “con el apoyo de la clase obrera”
En esos instantes de pólvora, humo y espanto, el presidente chileno las difundió con serenidad escalofriante. Así supimos, en tiempo real, que moriría en su puesto como “un hombre digno que fue leal con su patria”, pero advirtiendo a sus partidarios que no debían sacrificarse. “Otros hombres superarán este momento gris y amargo”, les dijo. Para buenos entendedores, no quienes lo empujaban al “enfrentamiento inevitable”. Con ello confirmó su currículo de líder patriota, valiente y humanista. Incapaz, por tanto, de disponer de la sangre de los otros.
Todo ello de manera irreversible, porque ese día Allende no estaba en la soledad de su poder escaso, sino a solas con la Historia.
En este 50 aniversario de su victoria electoral las pruebas de su trascendencia histórica sobran. Biografías políticas y sentimentales, películas, documentales, reportajes en todos los medios. El fenómeno nació en el exterior, porque en Chile no se podía. Los monumentos y sitios con su nombre, en los más diversos lugares del mundo, ratificaron lo que él mismo decía, con humor, mientras se golpeaba un antebrazo: “toque aquí, compañero, ésta es carne de estatua”. Ese reconocimiento mundial culminó, en Chile, con su monumento a pocos pasos de La Moneda. “Sólo falta que canonicen a Allende” comentó, con ironía amarga, la viuda de Augusto Pinochet.
Es que, por sobre el fracaso de su gobierno y de los políticos democráticos, Allende supo rescatarse como una figura de elegancia y grandeza trágicas. En paralelo, el talante de Pinochet marcó un anticlímax desde el mismo 11 de septiembre. Mientras el Presidente seguía suponiéndolo leal y se preocupaba por su suerte, el futuro dictador no mostraba la menor caballerosidad hacia quien lo designara jefe del Ejército. En sus diálogos grabados con otros jefes militares habla de subirlo a un avión “y después se cae”. Tras el desenlace, incluso sondea la posibilidad de exiliar su cadáver: “Hasta para morir tuvo que joder, habría que enterrarlo en Cuba”. En cuanto a responsabilidades asumidas, la diferencia también es abismal. Mientras el líder civil las asumió con su vida, el jefe militar las endosó a sus subalternos y, una vez ante la justicia, optó por invocar una supuesta discapacidad mental.
¿Y de dónde viene esa imagen de “enemigo jurado de la democracia”, que Henry Kissinger estampó en sus Memorias?
Fue una coartada autojustificatoria. Para la exportación. El debió saber que, doctrinariamente, Allende siempre fue un socialdemócrata. No existe texto o acción política suya, durante más de 40 años de actividad en Chile, que lo refleje marginal a la democracia. Ni siquiera cuando ya era evidente que no podría amarrar a las izquierdas variopintas en un proyecto único y ejecutarlo desde las instituciones, en plena Guerra Fría… con base en un tercio del electorado.
Sólo una entrevista que le hiciera Regis Debray –entonces publicista de Fidel Castro- y su compleja relación con el mismo Castro pudieron dar pábulo a la tesis de un dictador in pectore. De hecho, lo que más temía el líder cubano era que un éxito del “reformista” Allende liquidara su proyecto regional de “revolución verdadera”. Por eso, su visita de un mes a Chile equivalió a un meditado abrazo del oso.
Más insólito fue el discurso “de homenaje” póstumo de Castro, en octubre de 1973, en el cual intervino a fondo la historia de Chile. Inventó que Allende había muerto acribillado por los militares, tras enfrentarlos a pecho descubierto, con una metralleta que él le había regalado. Fue una coartada -inversa a la de Kissinger- para acreditar que fue él, Castro, quien siempre tuvo la razón: “Los chilenos saben ya que no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria”.
Pero Allende también sufrió el ideologismo y la indisciplina en su propia coalición. Los comunistas, su apoyo más firme, no se resignaban a revisar la dogmática leninista. Los socialistas, los cristianos radicalizados y parte del Partido Radical, no querían renunciar a la aventura castrista. Otros se cubrían con la ambigüedad. El solía reconocerlo, sarcástico, cuando decía que, como Presidente, era un simple coordinador de los partidos de la Unidad Popular. En ese contexto, todos pudimos asomarnos a su drama en mayo de 1973, cuando se quebró y saltaron sus lágrimas en pleno discurso. Eran el desborde de su impotencia y amargura... pero, sobre todo, de su soledad.
De ahí que, mientras jugaba con la idea de un plebiscito improbable, iba ordenando en su mente las advertencias y decisiones que constarían en sus “últimas palabras”. Esas que diría en su comparecencia final, ante un puñado de leales y sin consultar a nadie. Ni a los jefes de partidos ni a ese Castro que le aconsejaba resistir “con el apoyo de la clase obrera”
En esos instantes de pólvora, humo y espanto, el presidente chileno las difundió con serenidad escalofriante. Así supimos, en tiempo real, que moriría en su puesto como “un hombre digno que fue leal con su patria”, pero advirtiendo a sus partidarios que no debían sacrificarse. “Otros hombres superarán este momento gris y amargo”, les dijo. Para buenos entendedores, no quienes lo empujaban al “enfrentamiento inevitable”. Con ello confirmó su currículo de líder patriota, valiente y humanista. Incapaz, por tanto, de disponer de la sangre de los otros.
Todo ello de manera irreversible, porque ese día Allende no estaba en la soledad de su poder escaso, sino a solas con la Historia.