Publicado en La Segunda, 1.6.2012
Cuando Perú comenzó a instalar el tema de la limitación marítima, hace 26 años, invocó la falta de un tratado específico. Sobre esa base, su agente especial puso el énfasis argumental en tres factores: la estricta juridicidad de su planteo, la bilateralidad excluyente y la independencia de cualquier elemento histórico.
En nuestro país no se captó que aquello era el primer paso de una estrategia integral. Tal vez por eso, el gobierno de la época no respondió y los posteriores, invocando la solidez legal y fáctica del statu quo, optaron por negar la existencia de una controversia jurídica. Así, entre el silencio y la negación simple, Chile no definió el tema como lo que era: un conflicto de poderes soberanos, vinculado a la pretensión marítima de Bolivia y con raíces en la historia del tratado de 1929.
Como resultado parcial, Perú construyó la controversia jurídica que no existía y hoy Chile defiende, judicialmente, una soberanía que proclamaba consolidada. Naturalmente, esto implica una asimetría total en las posibilidades jurídicas. Chile pierde con cualquier solución equitativa, aunque signifique renunciar a sólo un litro de océano. Perú, por su parte, no tiene nada que perder, porque nada arriesga. Sin embargo, debido a las expectativas creadas, su sociedad se sentiría perdedora si no obtiene la victoria contundente a que aspira.
En ese contexto enrarecido, muchos peruanos y chilenos actúan desde la emoción, como si sus razones nacionales debieran comprometer, de manera inexorable, a los jueces internacionales. Por momentos, esto ha configurado un escenario de combate virtual que, para los más exaltados, pasaría a ser real al momento del fallo. Opinantes peruanos, entre los cuales tres ex comandantes generales del Ejército, han llamado a prepararse para una guerra, por presumir que Chile no lo acatará. Por nuestra parte, una encuesta reciente advirtió que para un 73% de los chilenos “no se debe ceder territorio marítimo a Perú por ningún motivo”. Es decir, la política exterior oficial estaría divorciada de la opinión pública real.
Quizás por todo esto, a fines del gobierno pasado “lo innombrable” se instaló en el horizonte estratégico, aunque muchos no quisieron verlo. Luego, mediante señales políticas varias, Sebastián Piñera, Alan García y Ollanta Humala morigeraron las expresiones de fe en una victoria total y reiteraron –ya no a regañadientes- la acatabilidad de “cualquier fallo”. Subordinaron la asimetría, asumieron (nuestro Presidente, más que los otros) los errores consumados y levantaron la posibilidad de una “agenda para después de La Haya”.
En definitiva, la suerte jurídica está echada, pero la suerte política está por verse. Cualquier incidente ajeno al proceso hoy es disfuncional a los compromisos que buscaba –y obtuvo- la parte demandante. Es lo que está sucediendo, por ejemplo, con los obstáculos al transporte fronterizo, la complejización interpretativa del desminado, las sugerencias ominosas sobre la muerte de un taxista peruano en territorio chileno y el condicionamiento de un viaje a Chile del Presidente Humala. Es como si después de su éxito con las cuerdas separadas, el gobierno peruano quisiera instalar el riesgo de la cuerda floja.
Eso indica que nuestros gobernantes no sólo deben comprometerse a respetar el fallo, que es lo obvio. Además, debieran hacer docencia ciudadana, para comenzar a desminar las “trancas” del pasado y hacer viable una agenda de futuro.
Para ese efecto, chilenos y peruanos debiéramos considerar que las oportunidades históricas no son muy frecuentes y, por cierto, nunca son gratuitas.