Piublicado en La República 22.8.2021
No podemos esperar que la guerra termine dentro de pocos meses.
Pasarán años antes de que toque a su fin.
Robert McNamara. Secretario de Estado EE.UU. 1962.
En nuestro mundo tecnotrónico, las imágenes se sobreponen a la realidad. Es lo que sucedió esta semana con la toma de Kabul, por los talibanes. Mientras el presidente Joe Biden negaba su semejanza con la toma de Saigón por el ejército norvietnamita y la guerrilla sudvietnamita, en 1975, secuencias dramáticas lo desmentían desde las pantallas. La imagen de ese avión de la US Air Force, asaltado por afganos empavorecidos equivalía, en modo catástrofe, a la de ese helicóptero atiborrado de fugitivos vietnamitas, bamboléandose y cayendo desde su plataforma norteamericana, en la capital de Vietnam del Sur.
UNIDAD CONTRADICTORIA
Eran imágenes de guerras diferentes, en siglos distintos, pero algo inquietante las homologaba. Así lo percibí, quizás por haber conocido de cerca una de esas guerras. En 1965 y 1967, integrando comisiones de juristas de investigación, estuve entrevistando actores, visitando escenarios e incluso bajo bombardeos, en lo que entonces era Vietnam del Norte.
Desde 1954, con base en el orden rígido de la Guerra fría, Vietnam estaba dividido en dos. Para los jefes de la Unión Soviética (URSS) y de los EE. UU. eso planteaba un juego de suma cero: medio país que “perdían” unos, era medio país que “ganaban” los otros. En ese marco forzado, los gobiernos norteamericanos sostenían que, sin su intervención armada, Vietnam del Norte, bajo liderazgo comunista, se impondría al gobierno aliado de Vietnam del Sur y todo el país caería en la órbita soviética. De arrastre, caerían todos los países del sudeste asiático, como alineadas fichas de dominó.
Ignoraban, así, que los vietnamitas tenían una cultura ancestral sofisticada, con un sólido componente guerrero, que los tironeaba hacia la reunificación, incluso contra sus alianzas internacionales. Por añadidura, ignoraban que los vietnamitas del norte eran capaces de forjar una unidad nacional -contradictoria, pero eficiente- con los del sur, en aras de la autodeterminación.
Pese al precedente del yugoslavo mariscal Josip Broz (Tito), que osó poner distancia con Stalin tras la segunda guerra mundial, los políticos norteamericanos nunca asumieron la existencia de comunistas nacionalistas.
SISTEMA NACIONAL- COMUNISTA
En un doble nivel de complejidad, los líderes comunistas de Vietnam del Norte, encabezados por Ho Chi Minh, estaban repitiendo la experiencia díscola de Tito. Se sabían peligrosamente cerca del poder de Mao Zedong, conocían lo profundo de su querella con los jerarcas del Kremlin y no querían caer en la órbita geopolítica de ninguna de las dos potencias comunistas.
En lo estratégico, esa voluntad se reflejaba en un patriotismo empírico, la colaboración civil-militar y la participación paritaria. Las mujeres actuaban como productoras, milicianas y en tareas de apoyo logístico al ejército regular. En lo diplomático, las tareas se ejecutaban sin concesiones al maniqueísmo de la guerra fría y al borde de la cornisa respecto a los aliados comunistas. Recuerdo un acto solemne de solidaridad, en un gran teatro de Hanoi, cuyas primeras filas estaban ocupadas por oficiales militares chinos y soviéticos… pero sin mezclar. Al medio de cada fila, un oficial del ejército norvietnamita los mantenía pulcramente separados.
Entonces, conmovido por los horrores de esa guerra, por el rechazo ecuménico a la intervención y (mea culpa) por la inmadurez de mi juventud, llegué a desear la internacionalización combativa de la solidaridad. Comenté a mi amigo Joë Nordman -jurista francés, jefe de nuestra comisión- que el apoyo mundial a Vietnam intervenido debía expresarse en el terreno, como antes en España. Joë me miró divertido, con aire de gala superioridad: “Tu n’as rien compris” (no has entendido nada), me espetó.
Luego, condescendió a explicarme que la fuerza ganadora de los vietnamitas estaba en su cultura milenaria y en lo nacional de su estrategia. Sobre esa base ya habían instalado la imagen de David contra Goliat y desencadenado un fuerte movimiento antibélico en los propios EE.UU. Personalidades como Martin Luther King, Jane Fonda y Mohamed Ali comenzaban a liderar actos masivos, enfatizando que no tenía sentido tratar de destruir un país para salvarlo del comunismo.
Poco después -según mis apuntes, el 17.3.1967-, el propio primer ministro de Vietnam del Norte, Pham Van Dong, nos ratificó aquello, en el palacio de gobierno y en presencia del mismísimo Ho Chi Minh. Tomé nota cuando nos dijo que “ésta no es una lucha de comunistas y anticomunistas… no es una cuestión ideológica”. El “tío Ho”, por su parte, lamentó que “muchos amigos nuestros desconfíen de que podamos vencer en estas condiciones”.
PREPOTENCIA CON IGNORANCIA
Por lo dicho, las diferencias entre Vietnam y Afganistán son abismales. Contrastando con el rico y sofisticado patrimonio cultural de las élites vietnamitas, los talibanes afganos aún están en el estadio teocrático primitivo. Su causa absolutista, negacionista y discriminante se identifica con el fundamentalismo islámico y con la fuerza armada para sostenerlo. El mejor indicador de ese talante es el pavor de las mujeres afganas -la simbólica mitad de la población-, ante el retorno de su régimen.
Por ello, lo inquietante de las imágenes de las tomas de Kabul y Saigón no está en este avión o en aquel helicóptero. Está en que muestran la incapacidad de la gran potencia norteamericana para sostener las lecciones de lo que antes se decodificara como “trauma de Vietnam”.
Bastaron el olvido del fiasco soviético en el mismo Afganistán, la implosión de la URSS, la imagen triunfal de Ronald Reagan y la demagogia del “America great again” de Donald Trump, para que los políticos norteamericanos se percibieran liberados de aquel trauma. Esto es, para que aplicaran la misma fórmula de “fuerza armada civilizadora” a casos radicalmente diferentes, soslayando lo improbable de deconstruir y construir países y ejércitos tributarios de otras culturas.
Visto así el fenómeno, lo que hoy está sufriendo Biden -y antes Barack Obama- es la secuela fatal de las decisiones de George W. Bush, tras el atentado contra las Torres Gemelas. Entonces, en virtud de análisis desprolijos y diagnósticos “patrióticos”, sus halcónicos asesores lo empujaron a homologar la represalia contra Al Qaeda con una guerra internacional sin fronteras. Desde la Casa Blanca se asumía que los ejércitos de los países intervenidos, convenientemente renovados, heredarían y completarían la misión de derrotar a los terroristas de Osama bin Laden.
Más que un error no forzado, fue una recaída en la ilusión omnipotente y fracasada de los años vietnamitas. Una versión remasterizada de su improbable lema según el cual “los asiáticos combatirán a los asiáticos”, que tantas vidas propias y ajenas costó.
La moraleja eventual es que no se puede ni debe confiar el manejo de un conflicto serio a políticos de andar por casa, que ignoran casi todo lo que sucede en el resto del mundo y que no han aprendido casi nada de los conflictos anteriores.
Desgraciadamente, es una moraleja simplemente retórica pues, como diría Max Weber, la realidad muestra una mala relación consolidada entre los políticos profesionales y los intelectuales. Es decir, una distancia penosa entre los que saben, pero no deciden y los que deciden, pero no saben.
Pasarán años antes de que toque a su fin.
Robert McNamara. Secretario de Estado EE.UU. 1962.
En nuestro mundo tecnotrónico, las imágenes se sobreponen a la realidad. Es lo que sucedió esta semana con la toma de Kabul, por los talibanes. Mientras el presidente Joe Biden negaba su semejanza con la toma de Saigón por el ejército norvietnamita y la guerrilla sudvietnamita, en 1975, secuencias dramáticas lo desmentían desde las pantallas. La imagen de ese avión de la US Air Force, asaltado por afganos empavorecidos equivalía, en modo catástrofe, a la de ese helicóptero atiborrado de fugitivos vietnamitas, bamboléandose y cayendo desde su plataforma norteamericana, en la capital de Vietnam del Sur.
UNIDAD CONTRADICTORIA
Eran imágenes de guerras diferentes, en siglos distintos, pero algo inquietante las homologaba. Así lo percibí, quizás por haber conocido de cerca una de esas guerras. En 1965 y 1967, integrando comisiones de juristas de investigación, estuve entrevistando actores, visitando escenarios e incluso bajo bombardeos, en lo que entonces era Vietnam del Norte.
Desde 1954, con base en el orden rígido de la Guerra fría, Vietnam estaba dividido en dos. Para los jefes de la Unión Soviética (URSS) y de los EE. UU. eso planteaba un juego de suma cero: medio país que “perdían” unos, era medio país que “ganaban” los otros. En ese marco forzado, los gobiernos norteamericanos sostenían que, sin su intervención armada, Vietnam del Norte, bajo liderazgo comunista, se impondría al gobierno aliado de Vietnam del Sur y todo el país caería en la órbita soviética. De arrastre, caerían todos los países del sudeste asiático, como alineadas fichas de dominó.
Ignoraban, así, que los vietnamitas tenían una cultura ancestral sofisticada, con un sólido componente guerrero, que los tironeaba hacia la reunificación, incluso contra sus alianzas internacionales. Por añadidura, ignoraban que los vietnamitas del norte eran capaces de forjar una unidad nacional -contradictoria, pero eficiente- con los del sur, en aras de la autodeterminación.
Pese al precedente del yugoslavo mariscal Josip Broz (Tito), que osó poner distancia con Stalin tras la segunda guerra mundial, los políticos norteamericanos nunca asumieron la existencia de comunistas nacionalistas.
SISTEMA NACIONAL- COMUNISTA
En un doble nivel de complejidad, los líderes comunistas de Vietnam del Norte, encabezados por Ho Chi Minh, estaban repitiendo la experiencia díscola de Tito. Se sabían peligrosamente cerca del poder de Mao Zedong, conocían lo profundo de su querella con los jerarcas del Kremlin y no querían caer en la órbita geopolítica de ninguna de las dos potencias comunistas.
En lo estratégico, esa voluntad se reflejaba en un patriotismo empírico, la colaboración civil-militar y la participación paritaria. Las mujeres actuaban como productoras, milicianas y en tareas de apoyo logístico al ejército regular. En lo diplomático, las tareas se ejecutaban sin concesiones al maniqueísmo de la guerra fría y al borde de la cornisa respecto a los aliados comunistas. Recuerdo un acto solemne de solidaridad, en un gran teatro de Hanoi, cuyas primeras filas estaban ocupadas por oficiales militares chinos y soviéticos… pero sin mezclar. Al medio de cada fila, un oficial del ejército norvietnamita los mantenía pulcramente separados.
Entonces, conmovido por los horrores de esa guerra, por el rechazo ecuménico a la intervención y (mea culpa) por la inmadurez de mi juventud, llegué a desear la internacionalización combativa de la solidaridad. Comenté a mi amigo Joë Nordman -jurista francés, jefe de nuestra comisión- que el apoyo mundial a Vietnam intervenido debía expresarse en el terreno, como antes en España. Joë me miró divertido, con aire de gala superioridad: “Tu n’as rien compris” (no has entendido nada), me espetó.
Luego, condescendió a explicarme que la fuerza ganadora de los vietnamitas estaba en su cultura milenaria y en lo nacional de su estrategia. Sobre esa base ya habían instalado la imagen de David contra Goliat y desencadenado un fuerte movimiento antibélico en los propios EE.UU. Personalidades como Martin Luther King, Jane Fonda y Mohamed Ali comenzaban a liderar actos masivos, enfatizando que no tenía sentido tratar de destruir un país para salvarlo del comunismo.
Poco después -según mis apuntes, el 17.3.1967-, el propio primer ministro de Vietnam del Norte, Pham Van Dong, nos ratificó aquello, en el palacio de gobierno y en presencia del mismísimo Ho Chi Minh. Tomé nota cuando nos dijo que “ésta no es una lucha de comunistas y anticomunistas… no es una cuestión ideológica”. El “tío Ho”, por su parte, lamentó que “muchos amigos nuestros desconfíen de que podamos vencer en estas condiciones”.
PREPOTENCIA CON IGNORANCIA
Por lo dicho, las diferencias entre Vietnam y Afganistán son abismales. Contrastando con el rico y sofisticado patrimonio cultural de las élites vietnamitas, los talibanes afganos aún están en el estadio teocrático primitivo. Su causa absolutista, negacionista y discriminante se identifica con el fundamentalismo islámico y con la fuerza armada para sostenerlo. El mejor indicador de ese talante es el pavor de las mujeres afganas -la simbólica mitad de la población-, ante el retorno de su régimen.
Por ello, lo inquietante de las imágenes de las tomas de Kabul y Saigón no está en este avión o en aquel helicóptero. Está en que muestran la incapacidad de la gran potencia norteamericana para sostener las lecciones de lo que antes se decodificara como “trauma de Vietnam”.
Bastaron el olvido del fiasco soviético en el mismo Afganistán, la implosión de la URSS, la imagen triunfal de Ronald Reagan y la demagogia del “America great again” de Donald Trump, para que los políticos norteamericanos se percibieran liberados de aquel trauma. Esto es, para que aplicaran la misma fórmula de “fuerza armada civilizadora” a casos radicalmente diferentes, soslayando lo improbable de deconstruir y construir países y ejércitos tributarios de otras culturas.
Visto así el fenómeno, lo que hoy está sufriendo Biden -y antes Barack Obama- es la secuela fatal de las decisiones de George W. Bush, tras el atentado contra las Torres Gemelas. Entonces, en virtud de análisis desprolijos y diagnósticos “patrióticos”, sus halcónicos asesores lo empujaron a homologar la represalia contra Al Qaeda con una guerra internacional sin fronteras. Desde la Casa Blanca se asumía que los ejércitos de los países intervenidos, convenientemente renovados, heredarían y completarían la misión de derrotar a los terroristas de Osama bin Laden.
Más que un error no forzado, fue una recaída en la ilusión omnipotente y fracasada de los años vietnamitas. Una versión remasterizada de su improbable lema según el cual “los asiáticos combatirán a los asiáticos”, que tantas vidas propias y ajenas costó.
La moraleja eventual es que no se puede ni debe confiar el manejo de un conflicto serio a políticos de andar por casa, que ignoran casi todo lo que sucede en el resto del mundo y que no han aprendido casi nada de los conflictos anteriores.
Desgraciadamente, es una moraleja simplemente retórica pues, como diría Max Weber, la realidad muestra una mala relación consolidada entre los políticos profesionales y los intelectuales. Es decir, una distancia penosa entre los que saben, pero no deciden y los que deciden, pero no saben.