Bitácora
Desde el Sur. La calavera de Gustavo
José Rodríguez Elizondo
La historia dice que en 1981, cuando Doris Gibson ya era un mito y su hijo Enrique comenzaba a ser leyenda, apareció por la revista Caretas Gustavo Gorriti. Aburrido de cosechar aceitunas en el sur, quería escribir una novela sobre el terrorismo y cachuelear en los medios.
Zileri, con ese olfato que Dios le dio, decidió al toque que era el reportero que necesitaba para investigar al narcotraficante Carlos Langberg. El colega asignado había renunciado, por estimar –vaya tipo raro– que su vida valía más que un reportaje. Dicen los exégetas que algo influyó un informe según el cual el productor de aceitunas escribía bien. Nada más falso. Lo que influyó fue que traía en la mochila un bastón de campeón nacional de judo y en su mirada una señal disuasiva contra todo tipo de criolladas.
La decisión de Zileri no sólo fue el principio del fin del mafioso. Además, hizo abortar una alianza infame que éste venía forjando con un grupete de apristas desaprensivos. Según la investigación periodística, Langberg buscaba posiciones de poder político, a golpes de chequera, desde el partido principal del sistema.
Como dice la experiencia comparada, las mafias enquistadas en el poder político triunfan o mueren matando. No son disuadibles por los votos. Por eso, pocas veces el periodismo cumplió mejor y con más sentido patriótico su obligación de informar. Gracias a la faena cumplida, el Perú se ahorró un capítulo demasiado amargo. De paso, consagró a Gustavo como un top ten a nivel regional y Vladimiro Montesinos tomó nota. Adivinó que él sería el siguiente investigado.
¿Y a qué viene este recuerdo de las batallas del abuelito, como dicen en España?
Pues a que acabo de terminar el libro La Calavera en negro, el traficante que quiso gobernar un país (Planeta, 2006). Lo escribió el propio Gustavo para recordar ese enorme servicio de utilidad nacional y, muy naturalmente, le resultó una apasionante novela de facto.
La obra muestra, por dentro, cosas que entonces uno sólo percibió por fuera, como colega del autor. Ahí está el proceso decisional íntimo que lo llevó a asumir riesgos de vida, su previa consulta con la novia Esther, el coraje de la mozallona, el impacto de la información en el Apra, la manera como eso aceleró el despegue de Alan García. De yapa está la estupefacción de un alto jefe norteamericano de la DEA, con su pregunta a Gustavo, tras el desenlace: "¿qué hay en esto para ti?". Él no entendía qué diablos pudo inducir a un simple reportero a llegar hasta donde llegó. Sólo entendía que se atreviera "el dueño", pues así su revista vendía más...
Esas seis palabras son la mejor sinopsis del libro. En ellas está la experiencia de quien conoce, en sociedad propia, el poder de corrupción del narcotráfico. Pero también está su ignorancia sobre la personalidad de un "dueño" específico y su escepticismo sobre las posibilidades de la ética en el periodismo.
Por eso, La calavera... de Gustavo contiene el escalofrío fantástico de El rinoceronte, de Ionesco y la radiografía realista del filme Manos sobre la ciudad, de Francesco Rosi. Nos muestra cómo, en cualquier momento de descuido, la mafia y la política coludidas pueden cambiar las pautas básicas del contrato social.
Aquí, desde el sur, ignoro cuál ha sido la reacción peruana ante el libro. Cómo lo han leído –si lo han hecho– las nuevas generaciones. Sólo sé que, tras leer esa gloriosa aventura a la cual me asomé, confirmo mi esperanza en el rol de la prensa independiente y en el coraje de algunos de sus grandes reporteros.
Publicado en La Republica el 28.10.2008
Bitácora
O’Higgins y Haya, próceres hermanos
José Rodríguez Elizondo
El 1° de octubre mi amigo Pedro Aguirre, presidente del Instituto O’Higginiano, impuso la máxima orden del prócer a Javier Velásquez, presidente del Congreso del Perú. El discurso de Velásquez me comprobó que el padre de la patria chilena y gran mariscal del Perú se está consolidando como prócer binacional. Durante demasiado tiempo fue postergado en ambos países. A Chile, vaya ingratitud, sólo volvió varias décadas después de muerto. En el Perú, la guerra del Pacífico lo relegó al nivel de los héroes de reparto. Al parecer, no era posible reconocer como libertador a quien envió desde Valparaíso la Expedición Libertadora. Su hermano-prócer, el argentino José de San Martín, aprovechó para ganar lejos en el rating de los homenajes.
Pero, paulatinamente, O’Higgins fue conquistando la calle y un buen día apareció instalado en su monumento de la Avenida Javier Prado. Ahí no luce uniforme militar, como en Chile, sino su ropa de exiliado en el Perú. Luego se habilitó, como museo, una parte del solar que ocupara en el Jirón de la Unión. Además, un busto suyo llegó al Panteón de los Héroes y ahora el presidente Alan García pidió otro para Palacio.
Por cierto, en esto no hay espontaneísmo de masas, sino empeño de embajadores y decisión de autoridades. En algún momento, quienes dirigen nuestros destinos, desde sedes presidenciales o municipales, entendieron el mérito de los próceres integradores como O’Higgins. Porque, si es necesario el culto de los héroes guerreros, también lo es el de los héroes fraternales. Los primeros, para sostener el orgullo nacional, en la patria propia e inspirar respeto en la patria ajena. Los segundos, para que las guerras que protagonizan los anteriores puedan disolverse en la paz.
Curiosamente, en Chile comenzó homenajeándose a Miguel Grau, el gran guerrero naval del Perú. Luego se instaló un busto del coronel Francisco Bolognesi en el museo de sitio del morro de Arica. En el Museo Histórico Militar se rinde respeto a los soldados peruanos y bolivianos que dieron la vida por sus patrias. Lo que nos está faltando es el símbolo de un prócer peruano en la línea o’higginiana de la fraternidad inicial.
Si hiciéramos una encuesta surgirían candidatos. En mi lista personal estarían Mario Vargas Llosa y los peruanos que firmaron un corajudo manifiesto de paz y amistad para el centenario de la guerra. También agregaría a Francisco Morales Bermúdez, pues por dos veces impidió que ambos países entráramos a una segunda gran colisión. Pero todos, claro, tienen el feliz defecto de estar vivos. Además, intuyo que a don Pancho le haría un flaco favor.
Pienso, entonces, en un peruano que emerge indiscutible y al cual homenajearon Velásquez y su homólogo chileno Adolfo Zaldívar, en la sede del Congreso chileno. El primero es aprista y tenía que hacerlo, pero Zaldívar es socialcristiano y yo sigo siendo extremista de centro. Sin embargo, todos creemos que Víctor Raúl Haya de la Torre es ese prócer. Y no sólo porque doctrinariamente fue, siempre, un gestor de integración. Además, porque fue el primer gran líder peruano que enfrentó, sin claudicar, el tema de las heridas incicatrizables.
En ese empeño, Haya tuvo incluso el gesto de elogiar el patriotismo de los conservadores chilenos, sus adversarios ideológicos. En un discurso de 1944, los celebró de esa manera, por "garantizar a su país la evolución democrática que hoy ha alcanzado".
Como contrapartida, Haya tuvo una gran influencia en el Partido Socialista. Entre quienes lo estudiaron y admiraron estaba Salvador Allende.
Publicado en La Republica el 14.10.08.
Pero, paulatinamente, O’Higgins fue conquistando la calle y un buen día apareció instalado en su monumento de la Avenida Javier Prado. Ahí no luce uniforme militar, como en Chile, sino su ropa de exiliado en el Perú. Luego se habilitó, como museo, una parte del solar que ocupara en el Jirón de la Unión. Además, un busto suyo llegó al Panteón de los Héroes y ahora el presidente Alan García pidió otro para Palacio.
Por cierto, en esto no hay espontaneísmo de masas, sino empeño de embajadores y decisión de autoridades. En algún momento, quienes dirigen nuestros destinos, desde sedes presidenciales o municipales, entendieron el mérito de los próceres integradores como O’Higgins. Porque, si es necesario el culto de los héroes guerreros, también lo es el de los héroes fraternales. Los primeros, para sostener el orgullo nacional, en la patria propia e inspirar respeto en la patria ajena. Los segundos, para que las guerras que protagonizan los anteriores puedan disolverse en la paz.
Curiosamente, en Chile comenzó homenajeándose a Miguel Grau, el gran guerrero naval del Perú. Luego se instaló un busto del coronel Francisco Bolognesi en el museo de sitio del morro de Arica. En el Museo Histórico Militar se rinde respeto a los soldados peruanos y bolivianos que dieron la vida por sus patrias. Lo que nos está faltando es el símbolo de un prócer peruano en la línea o’higginiana de la fraternidad inicial.
Si hiciéramos una encuesta surgirían candidatos. En mi lista personal estarían Mario Vargas Llosa y los peruanos que firmaron un corajudo manifiesto de paz y amistad para el centenario de la guerra. También agregaría a Francisco Morales Bermúdez, pues por dos veces impidió que ambos países entráramos a una segunda gran colisión. Pero todos, claro, tienen el feliz defecto de estar vivos. Además, intuyo que a don Pancho le haría un flaco favor.
Pienso, entonces, en un peruano que emerge indiscutible y al cual homenajearon Velásquez y su homólogo chileno Adolfo Zaldívar, en la sede del Congreso chileno. El primero es aprista y tenía que hacerlo, pero Zaldívar es socialcristiano y yo sigo siendo extremista de centro. Sin embargo, todos creemos que Víctor Raúl Haya de la Torre es ese prócer. Y no sólo porque doctrinariamente fue, siempre, un gestor de integración. Además, porque fue el primer gran líder peruano que enfrentó, sin claudicar, el tema de las heridas incicatrizables.
En ese empeño, Haya tuvo incluso el gesto de elogiar el patriotismo de los conservadores chilenos, sus adversarios ideológicos. En un discurso de 1944, los celebró de esa manera, por "garantizar a su país la evolución democrática que hoy ha alcanzado".
Como contrapartida, Haya tuvo una gran influencia en el Partido Socialista. Entre quienes lo estudiaron y admiraron estaba Salvador Allende.
Publicado en La Republica el 14.10.08.
Bitácora
Chávez en dos tiempos: el último fiasco (I)
José Rodríguez Elizondo
En la cumbre de Unasur de Santiago, Hugo Chávez apostó dos a uno. Ganaba tanto si se aprobaba el compromiso de apoyar militarmente a Evo Morales contra “el imperio”, como si la propia Unasur se quebraba en el intento.
En ambos casos, afirmándose en videos de la reunión, habría lanzado insultos y centellas desde La Paz, Quito y Buenos Aires, para culminar su performance en Caracas. Con Morales, Cristina Fernández y Rafael Correa (también podía invitar a Daniel Ortega) como teloneros, se habría autoproclamado único líder operativo de la región contra quienes llama, tan delicadamente, “yanquis de mierda”.
¡Pobre de sus opositores internos!
Chávez sólo perdía si sus colegas de “eje” y el paraguayo Fernando Lugo se dejaban seducir por la posición previsible de Brasil, Colombia, Chile, el Perú y Uruguay. Es decir, si aprobaban por consenso una manera dialogante de defender la democracia en Bolivia, sin antagonizarse con los Estados Unidos. Para infortunio del líder venezolano, esto fue exactamente lo que sucedió.
Como efecto inmediato, la opinión pública mundial tiene tres cosas en claro: Una, que apoyar la causa democrática en Bolivia, no equivale a apoyar el intrusismo de Chávez. Dos, que ni siquiera Morales está dispuesto a dejarse polarizar hasta el delirio. Tres, que el eje político de América del Sur no es el “bolivariano metiche”, sino el de esa fuerza tranquila, liderada por Lula, que impuso el consenso de Santiago.
Decodificado por Evo, el resultado fue un exitazo. Si bien no favoreció su proyecto de “refundación” –disfraz semántico de “revolución”-, disuade a sus enemigos impacientes de la media luna. Los coloca frente a una fuerza regional variopinta y de buen semblante, en la que está incluso Alan García (aunque de lejitos).
Pero, decodificado por Chávez lo que hubo se llama fiasco. Primero, porque verificó que sus amigos íntimos no son incondicionales: podrán aceptar sus subsidios, reirle sus chistes, soportar que cante y dejar que se entrometa con sus militares, pero… no están dispuestos a cortarse las venas por él.
Segundo, porque ni siquiera pudo disponer de Chile como caja de resonancia, para sus andanadas marqueteras contra gringos satanizables. Michelle Bachelet, escarmentada por su experiencia en la Cumbre Iberoamericana, supo cortarle el caño mediático y no se dejó manipular con la evocación polarizante de Salvador Allende.
Por eso, el líder venezolano prefirió abstenerse de la ONU, este año. Asumiendo que el horno mundial no estaba para sus bollos o que la crisis financiera era más satanizante para George W. Bush que sus exorcismos histriónicos, se fue a comprar armas a Beijing y Moscú. Fue un reflejo político similar al de Fidel Castro, cuando se le agotó el foco guerrillero en la región y mandó al Ché Guevara a combatir al Africa.
Pero su objetivo de fondo, copiado de la receta cubana, sigue siendo el mismo: antagonizar con los EE.UU, sea quien fuere su Presidente, para acumular poder nacional sin fecha de vencimiento. Chávez ya había ensayado la escena al abrazarse con el líder iraní Ahmedinejah, pagando incluso el peaje de borrar a Israel del mapa.
En su contra juega el que chinos y rusos son muy poco impresionables con el “socialismo del siglo XXI”. Ya hicieron la prueba durante gran parte del siglo XX y no están dispuestos a comprar un modelo made in Caracas. Además, tras la crisis de los misiles de 1962, conocen el peligro de esos líderes carismáticos de América Latina, que tratan de instrumentalizar líderes gigantes para hacer reventar el planeta.
Publicado en La República el 30.9.08.
En ambos casos, afirmándose en videos de la reunión, habría lanzado insultos y centellas desde La Paz, Quito y Buenos Aires, para culminar su performance en Caracas. Con Morales, Cristina Fernández y Rafael Correa (también podía invitar a Daniel Ortega) como teloneros, se habría autoproclamado único líder operativo de la región contra quienes llama, tan delicadamente, “yanquis de mierda”.
¡Pobre de sus opositores internos!
Chávez sólo perdía si sus colegas de “eje” y el paraguayo Fernando Lugo se dejaban seducir por la posición previsible de Brasil, Colombia, Chile, el Perú y Uruguay. Es decir, si aprobaban por consenso una manera dialogante de defender la democracia en Bolivia, sin antagonizarse con los Estados Unidos. Para infortunio del líder venezolano, esto fue exactamente lo que sucedió.
Como efecto inmediato, la opinión pública mundial tiene tres cosas en claro: Una, que apoyar la causa democrática en Bolivia, no equivale a apoyar el intrusismo de Chávez. Dos, que ni siquiera Morales está dispuesto a dejarse polarizar hasta el delirio. Tres, que el eje político de América del Sur no es el “bolivariano metiche”, sino el de esa fuerza tranquila, liderada por Lula, que impuso el consenso de Santiago.
Decodificado por Evo, el resultado fue un exitazo. Si bien no favoreció su proyecto de “refundación” –disfraz semántico de “revolución”-, disuade a sus enemigos impacientes de la media luna. Los coloca frente a una fuerza regional variopinta y de buen semblante, en la que está incluso Alan García (aunque de lejitos).
Pero, decodificado por Chávez lo que hubo se llama fiasco. Primero, porque verificó que sus amigos íntimos no son incondicionales: podrán aceptar sus subsidios, reirle sus chistes, soportar que cante y dejar que se entrometa con sus militares, pero… no están dispuestos a cortarse las venas por él.
Segundo, porque ni siquiera pudo disponer de Chile como caja de resonancia, para sus andanadas marqueteras contra gringos satanizables. Michelle Bachelet, escarmentada por su experiencia en la Cumbre Iberoamericana, supo cortarle el caño mediático y no se dejó manipular con la evocación polarizante de Salvador Allende.
Por eso, el líder venezolano prefirió abstenerse de la ONU, este año. Asumiendo que el horno mundial no estaba para sus bollos o que la crisis financiera era más satanizante para George W. Bush que sus exorcismos histriónicos, se fue a comprar armas a Beijing y Moscú. Fue un reflejo político similar al de Fidel Castro, cuando se le agotó el foco guerrillero en la región y mandó al Ché Guevara a combatir al Africa.
Pero su objetivo de fondo, copiado de la receta cubana, sigue siendo el mismo: antagonizar con los EE.UU, sea quien fuere su Presidente, para acumular poder nacional sin fecha de vencimiento. Chávez ya había ensayado la escena al abrazarse con el líder iraní Ahmedinejah, pagando incluso el peaje de borrar a Israel del mapa.
En su contra juega el que chinos y rusos son muy poco impresionables con el “socialismo del siglo XXI”. Ya hicieron la prueba durante gran parte del siglo XX y no están dispuestos a comprar un modelo made in Caracas. Además, tras la crisis de los misiles de 1962, conocen el peligro de esos líderes carismáticos de América Latina, que tratan de instrumentalizar líderes gigantes para hacer reventar el planeta.
Publicado en La República el 30.9.08.
Bitácora
Chávez en dos tiempos: la aguantadera de Bachelet (II)
José Rodríguez Elizondo
La historia es más intrigante que la mejor novela policial. Su problema es que el desenlace sólo se conoce cada tantas décadas. Por ejemplo, recién en septiembre de 2043 se reconocerá que la similitud esencial entre Fidel Castro y Hugo Chávez fue su fobia a los gobiernos de los socialistas chilenos.
El caso de Castro es claro como una lámpara. Un Salvador Allende exitoso habría devaluado sus dogmas guerrilleros y le habría quitado pista en el baile por su sueño. Por eso, hasta septiembre de 1970 lo hostigó a través de su (entonces) manipulable Regis Debray. Después, ayudó a desestabilizarlo aleonando a los “revolucionarios” contra los “reformistas” de la Unidad Popular. Por último, le fabricó una muerte “funcional”.
Hugo Chávez hoy quiere repetir esa historia trágica y no me atrevo a decir que lo esté haciendo en clave de comedia. Su método es polarizar la Concertación en dos niveles. Primero, exhumando las contradicciones entre socialistas y demócratacristianos, porque éstos apoyaron el golpe del “imperio” contra Allende. Segundo, aleonando a los socialistas díscolos contra los plácidos socialistas de mercado.
Por eso, cada homenaje chavista a Allende es una estaca en el corazón de los “chupasangres”, que nunca estuvieron con el socialismo y de los “renegados”, que quieren socialismo con libertades. Si Castro dio a Allende el abrazo del oso, él ataca a Bachelet con besos y abrazos, mientras le aserrucha el piso a la Concertación.
El matiz diferencial, en el caso de Bachelet, es que la pelea viene de antes. Según los exégetas, comenzó con los desdenes de Ricardo Lagos, en las diversas cumbres de la región. Chávez los anotaba en su bitácora de los rencores, hasta que el chileno pisó el palito del golpe frustrado de 2002. Entonces, el desdeñado aprovechó para proclamar, por todos los medios, que Lagos era un falso socialista y que integraba un terceto de golpistas con George W. Bush y José María Aznar.
Por eso, cuando Lagos necesitó los votos de Chávez para colocar a José Miguel Insulza en la jefatura de la OEA, debió pagar un peaje adulatorio: “Hugo es una fuerza desatada de la naturaleza, es un hombre de un gran carisma, no hay que demonizarlo”. Lo dijo con tanta convicción como quien encuentra rico el charquicán de cochayuyo.
Entonces, Fuerza Desatada entendió que tenía fuero para vaciar su insultadera sobre cualquier chileno que se le cruzara. Ahí sonaron el propio Insulza, todos los senadores, el jefe policial Arturo Herrera y José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. Además, como él no da para todos, ordenó a su Maduro canciller que le rayara la pintura a nuestro británico canciller Foxley y a nuestro holandés subsecretario Van Klaveren, tan reconocidamente incapaces de la menor desmesura.
Ahora, pese a que entre Lula y Bachelet lo noquearon en Unasur, Chávez sigue consolidado como el tipo al cual no se le discute en la cantina. Insulza opta por el silencio extremo en todo lo que tenga que ver con él. Su tibio apoyo a Vivanco es sólo “en lo personal”. Bachelet, por su lado, no solidarizó con su propio canciller cuando Maduro le exigió excusas por criticar “el protagonismo” de Chávez. Al tratarlo como a un secretario que no cuece peumo y no como al político de Estado que es, dio la razón a al venezolano: Foxley opinó desde el limbo de las ocurrencias personales.
Vista así la insultadera de Chávez, uno se pregunta hasta dónde puede llegar la aguantadera de Bachelet.
Publicado en La Tercera el 28.9.08.
El caso de Castro es claro como una lámpara. Un Salvador Allende exitoso habría devaluado sus dogmas guerrilleros y le habría quitado pista en el baile por su sueño. Por eso, hasta septiembre de 1970 lo hostigó a través de su (entonces) manipulable Regis Debray. Después, ayudó a desestabilizarlo aleonando a los “revolucionarios” contra los “reformistas” de la Unidad Popular. Por último, le fabricó una muerte “funcional”.
Hugo Chávez hoy quiere repetir esa historia trágica y no me atrevo a decir que lo esté haciendo en clave de comedia. Su método es polarizar la Concertación en dos niveles. Primero, exhumando las contradicciones entre socialistas y demócratacristianos, porque éstos apoyaron el golpe del “imperio” contra Allende. Segundo, aleonando a los socialistas díscolos contra los plácidos socialistas de mercado.
Por eso, cada homenaje chavista a Allende es una estaca en el corazón de los “chupasangres”, que nunca estuvieron con el socialismo y de los “renegados”, que quieren socialismo con libertades. Si Castro dio a Allende el abrazo del oso, él ataca a Bachelet con besos y abrazos, mientras le aserrucha el piso a la Concertación.
El matiz diferencial, en el caso de Bachelet, es que la pelea viene de antes. Según los exégetas, comenzó con los desdenes de Ricardo Lagos, en las diversas cumbres de la región. Chávez los anotaba en su bitácora de los rencores, hasta que el chileno pisó el palito del golpe frustrado de 2002. Entonces, el desdeñado aprovechó para proclamar, por todos los medios, que Lagos era un falso socialista y que integraba un terceto de golpistas con George W. Bush y José María Aznar.
Por eso, cuando Lagos necesitó los votos de Chávez para colocar a José Miguel Insulza en la jefatura de la OEA, debió pagar un peaje adulatorio: “Hugo es una fuerza desatada de la naturaleza, es un hombre de un gran carisma, no hay que demonizarlo”. Lo dijo con tanta convicción como quien encuentra rico el charquicán de cochayuyo.
Entonces, Fuerza Desatada entendió que tenía fuero para vaciar su insultadera sobre cualquier chileno que se le cruzara. Ahí sonaron el propio Insulza, todos los senadores, el jefe policial Arturo Herrera y José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. Además, como él no da para todos, ordenó a su Maduro canciller que le rayara la pintura a nuestro británico canciller Foxley y a nuestro holandés subsecretario Van Klaveren, tan reconocidamente incapaces de la menor desmesura.
Ahora, pese a que entre Lula y Bachelet lo noquearon en Unasur, Chávez sigue consolidado como el tipo al cual no se le discute en la cantina. Insulza opta por el silencio extremo en todo lo que tenga que ver con él. Su tibio apoyo a Vivanco es sólo “en lo personal”. Bachelet, por su lado, no solidarizó con su propio canciller cuando Maduro le exigió excusas por criticar “el protagonismo” de Chávez. Al tratarlo como a un secretario que no cuece peumo y no como al político de Estado que es, dio la razón a al venezolano: Foxley opinó desde el limbo de las ocurrencias personales.
Vista así la insultadera de Chávez, uno se pregunta hasta dónde puede llegar la aguantadera de Bachelet.
Publicado en La Tercera el 28.9.08.
Bitácora
Desde el Sur: la revolución indígena
José Rodríguez Elizondo
Según el inagotable notebook del difunto jefe FARC Raúl Reyes, los mapuches chilenos querían hacer algún tipo de pasantía en esa organización armada.
De ser cierto, el caso es tributario de un fenómeno reversible: el de los indios en busca de profesores de revolución o el de los profesores de revolución en busca de indios. Lo que quizás no se ha dicho es que en su base ideológica moderna está la dupla Lenin-Mao. El primero, por proclamar que las masas por sí solas son inertes y necesitan la levadura de los intelectuales para levantarse. El segundo cuando dictaminó que el proletariado industrial soviético había fracasado como clase intrínsecamente revolucionaria y llegaba la hora de los campesinos.
En Chile hubo una especie de anticipo de esa profecía en 1860, cuando el abogado francés Antoine Orelie se hizo coronar rey de los araucanos, para protegerlos. Pero el caso paradigmático surgió en el Perú cuando, a falta de ortodoxas masas obreras, intelectuales maoístas buscaron masas indígenas para "darles dirección". Ahí se produjo el irresistible ascenso de Abimael Guzmán y, como escribiera Gustavo Gorriti, llegó la guerra milenaria de Sendero Luminoso. Un proyecto que colocó estuco marxista-leninista-maoísta sobre la vieja pintura incaica.
El problema, para esos líderes de masas sustitutas, es que nunca quedará claro si los pieles rojas asumen realmente la dirección de los carapálidas o si éstos, para no hacer el loco, terminan danzando con lobos. Es lo que, a guerra pasada, debe estar procesando Guzmán en su celda, mientras sus supuestos seguidores esperan al siguiente profeta en su santuario de la montaña.
Obviamente, esta reflexión no niega el delicado problema de nuestros pueblos originarios. En ellos bulle una especie de nacionalismo ancestral, catalizado por el contraste entre su cotidianidad y su mitología. En el caso peruano es la mitología autóctona. En el caso chileno, es una producida por los mismos conquistadores, a partir del poema épico La Araucana, de Alonso de Ercilla.
Ese contraste hace que el resentimiento contra el "blanquiñoso", en el Perú o contra "los chilenos", aquí en el sur, se exprese en una utopía callada, de raigambre andina. En ella está un retorno al Tahuantinsuyo, que borre a españoles y criollos de la historia y devuelva los territorios usurpados hasta donde la montaña se hunde en el mar. En su contexto, surgen organizaciones secretas, que establecen redes con otras comunidades indígenas, bajo la whipala supranacional. También surge una oportunidad "docente" para organizaciones como las FARC y una línea de conducción para nuevos abimaeles que se presentan como líderes "etnonacionalistas".
Lo fascinante es que nunca estos procesos son enteramente nuevos. Si nuestros políticos estuvieran menos absortos en el día a día, encontrarían muchas pistas en la Historia para convertirse en estadistas. En Chile, por ejemplo, el coyunturalismo estructural sigue olvidando dos advertencias clave del sabio Ignacio Domeyko, sobre la riesgosa marginalidad de nuestros mapuches. La primera, cuando dijo que "la soberbia valentía araucana despierta de cuando en cuando, sembrando terror y desolación entre los suyos y sus vecinos". La otra, cuando reconoció que "el indio en tiempo de guerra representa lo que nosotros somos, cuando las pasiones, el egoísmo y la malicia se nos atraviesan".
Por cierto, esto no lo escribió tras la caída de los muros, sino en 1845.
Publicado en La Republica el 16.9.08.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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