CONO SUR: J. R. Elizondo

Bitácora

21votos

Aunque parezca fantástico, en 1987, Fidel Castro ya había elaborado la teoría de su poder vitalicio. Entrevistado por el periodista italiano Gianni Mina, invocó a Platón para asegurar que, a sus 60 años, estaba en “la edad casi perfecta para ejercer las funciones de gobierno”. Pero, de inmediato, el actual octogenario hizo un alcance: “imagino que 60 años en la época de Platón vienen a ser como 80 hoy”.

Esa precavida extensión analógica se vinculaba con su terror al cambio. “Sería una desgracia pensar que uno ha dedicado toda su vida a algo y que después todo eso se va abajo”, confesó en la misma entrevista. En Buenos Aires –para la toma de posesión de Cristina Kirchner-, demostró que aquel conservadurismo suyo seguía igual de radical. Es lo que se desprende del siguiente diálogo con un periodista argentino:

Periodista. - ¿Cómo se imagina la transición en Cuba?

Castro. - ¿A cuál te refieres, a la que hicimos o a una nueva?

Periodista. - A la nueva.

Castro. - ¿Y hacia dónde? ¿Díganme hacia dónde? Búsquenme un mejor modelo, y yo les juro que empezaría otra vez a luchar otros 50 años por el nuevo modelo.

Es la paradoja de una revolución que se convirtió en paradigma de inmovilidad, por encarnar en un revolucionario narcisista. Y es aquí donde habría que rendirle homenaje a Theodore Draper, el polítólogo norteamericano que caló el fenómeno en profundidad y de manera precoz. En un texto de 1961 señaló, categórico, que Castro “conquistó el poder con una ideología y lo ha conservado con otra”, que ello le permite situarse “dentro y por encima del sistema de gobierno que él mismo ha elaborado”, gracias al cual “lo hace todo, pero no puede ser acusado por nada”.

Lo cierto es que el Castro actual está demostrando que ni invocando a Platón puede convencernos de que está en una edad ideal para gobernar. Más bien lo está para impedir que su hermano gobierne. Prueba de ello está en esas “reflexiones” que publica en Granma, a veces tan desmesuradas como sus discursos de plenitud. Ellas contienen incoherencias, divagaciones y errores que nadie osa “editar” pues, entre el funcionariado y la gerontocracia coral que lo rodea, no hay niño capaz de decirle que está desnudo.

Es el costo del poder total. Ese monstruo que termina por alejar al autócrata de la realidad fragmentada y bloquea su afán por manipular la Historia. Es posible, por tanto, que en vez de esa autoabsolución que Fidel Castro se otorgara en 1953, algún historiador diga de él lo mismo que Walter Laqueur dijera sobre Stalin: “había una veta de locura, sobre todo de paranoia, en su estructura mental”.

Inevitable. No hay dios que pueda actuar como un tipo medianamente normal.

(Sintetizado de articulo publicado en La República, el 17.3.2009)

José Rodríguez Elizondo
Viernes, 20 de Marzo 2009



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Bitácora

21votos

Según los exégetas instantáneos, la caída de Pérez Roque, Lage y otros, en Cuba, disminuía el poder de Fidel Castro y aumentaba el de su hermano Raúl. Para éste eso era bueno, pues lo mostraba con poder real. Además, Fidel venía de reventarle alevosamente la visita de Michelle Bachelet.

Pero “el líder máximo”, siempre celoso en materias de poder, abortó el debate. Aquellos expectorados, escribió, nunca fueron sus arcángeles, eran unos bellacuelos y sus reemplazantes le fueron consultados. El no aceptaba ni siquiera una regencia fraternal y ése es el problema cubano: el de un dios discapacitado y una gerontocracia coral-conservadora. Politológicamente dicho, una falsa dualidad de poder, donde el viejo no quiere desaparecer y el menos viejo no quiere asomar nariz.

Como en la España del Franco anciano, así no puede haber transición a nada. Esto acerca el momento de la verdad -incluso para románticos desinformados-, pues demuestra que el joven guerrillero de los 50 ya traía el virus del poder total, cuando vino a la tierra para cambiar el mundo de base. Por eso, hoy es una versión a escala del georgiano José Stalin, ese dios bigotudo que manipuló al Lenin tardío, asesinó a Trotski, hizo ejecutar a los bolcheviques históricos, concentró el poder de su país continente y compitió por el planeta con los Estados Unidos.

El endiosamiento, que los une hasta el escalofrío, fue anunciado por los heraldos de la literatura. “Si los adoquines de las calles pudieran hablar dirían: Stalin”, escribió el novelista francés Henri Barbusse en 1935. “Fidel, Fidel, los pueblos te agradecen”, cantó Neruda en 1960. Décadas después, ver al ejecutado general Arnaldo Ochoa en YouTube, autoflagelándose por haber traicionado a Fidel, es revivir las “confesiones” de quienes murieron vivando a Stalin ante el pelotón de fusilamiento.

La diferencia es de carisma. Dada la opacidad de Stalin, el tóxico culto a su liderazgo nació de su poder amedrentador sobre el funcionariado del partido, amplificado por la Internacional Comunista. La idea de sus burócratas creativos (valga la contradicción semántica) fue venderlo como un titán universal, que fijaba la pauta en cualquier tema del conocimiento humano. Un adorador de su plantilla llegó a sugerir que él y no Jesucristo, debía ser el punto de partida del tiempo.

El brillante Castro, a la inversa, forjó su mitología a pulso y construyó un partido para que se la administrara. Fue un genuino Deus est machina, capaz de dramatizarlo todo y de engañar a todos –sobre todo a los chilenos- de manera magistral. Por eso, el programa del PC Cubano dice depender del caudal teórico y la plataforma de combate que constituyen los pronunciamientos de Castro: “La madurez, sabiduría y rigor de sus aportes integran una interpretación cabal de la realidad cubana (...) de la edificación del socialismo, de otros acuciantes dilemas y de las perspectivas de la humanidad”.

Por eso no hubo “gallito” con Raúl a propósito de Pérez Roque y Lage. Desde que se fue el Che Guevara, no existen en Cuba políticos con autonomía de vuelo. Todos son simples operadores, ni muy inteligentes ni muy tontos, que tratan de mantener sus privilegios..

Obviamente, todos conocen los casos del comandante Huber Matos y de Haydée Santamaría, heroína oficial de la pre-revolución. El primero pagó su principismo con veinte estoicos años de cárcel y la segunda se suicidó para la observancia castrista del 26 de julio.

Fue su manera desesperada de criticar al compañero y amigo, por haberse convertido en dios.

Publicado en La Tercera el 17.3.2009

José Rodríguez Elizondo
Viernes, 20 de Marzo 2009



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Bitácora

24votos
El estilo de Obama José Rodríguez Elizondo

Los primeros 100 días de Barak Obama permiten ensayar esta nueva definición de democracia: es aceptar que un presidente espantosamente tóxico se vaya tranquilo a su rancho, mientras su sucesor trata de sacar al país del tremendo hoyo en que lo dejó.

Esta definición pivotea, por contraste, sobre el ADN político latinoamericano. Porque… ¿qué habría sucedido en la mayoría de nuestros países tras el alejamiento de un presidente que ganó su primera elección con ayuda de abogados, engañó a su gente para iniciar guerras del peor pronóstico, utilizó esas guerras para hacerse reelegir, llevó la economía a la quiebra virtual, perdió la confianza de sus aliados e indujo (o toleró) aberrantes violaciones a los derechos humanos?

Lo más seguro es que, desde nuestra tradición judeocristiana, la primera prioridad habría sido formalizar su culpa, junto con iniciar una escalada punitiva: expulsarlo del paraíso en quiebra, usar la panoplia mediática para demonizarlo, poner de cabeza a los jueces para que lo procesen y atribuirle todo lo malo que siguió sucediendo. Es decir, primero culpar, pues el castigo al pecador es más urgente que los trabajos de rectificación.

Sucede que esa priorización se ha demostrado tan disfuncional a la implantación como al desarrollo de la democracia regional. Demasiados gobernantes latinoamericanos aspiran al poder-vitalicio-en-la-medida-de-lo-posible, porque temen enfrentar la responsabilidad por sus errores o limitaciones. Mantenerse en el poder es, para ellos, un seguro de impunidad o un sicotrópico escapista. Y, como imaginación no les falta, usan métodos diferenciados. En su repertorio están el autogolpe legitimable, las constituciones bolivarianas y la dinastía por afinidad. Esta última, que nace con el modelo conyugal argentino, es la actualización republicana de las dinastías consanguíneas de los Duvalier, los Somoza y los hermanos Castro.

Por eso, las transferencias reales de poder son tan complicadas en la región. La tradición impulsa el antagonismo personal entre el jefe que llega y el que se va, con la fatal confusión entre las buenas maneras y la complicidad. Si el nuevo jefe se mostrara cortés con su predecesor, muchos se sentirían confirmados en sus prejuicios sobre los políticos (“todos son iguales”). Lo paradójico es que la prioridad para la culpabilización casi siempre termina mordiéndose la cola, pues mantiene intacto el protagonismo de los culpables. Estos, por reacción, tienden a demostrar que fueron próceres incomprendidos y socavan, a conciencia, la performance de sus sucesores. “El que viene te hará bueno”, reza un viejo aforismo hispano.

La democracia de los Estados Unidos, que no ha sufrido interrupciones sistémicas y sigue funcionando con la Constitución de Jefferson, nos enseña que hay otra manera de hacer las cosas. La visita de Obama y señora a los salientes Bush, con palmoteo y regalito en mano, la afectuosa despedida hasta la escala del helicóptero y la falta de extrañeza en la opinión pública norteamericana, demuestran que se trata de un fair play con tradición.

Pero, ojo, esa elegancia no implica impunidad. Lo que dijo Obama semanas después, en sesión bicameral solemne, fue una acusación terrible con castigo incluído. Su frase "puedo estar aquí esta noche y decir sin excepción ni equivocación que en los Estados Unidos no se tortura", debió sonar a Bush como un latigazo en el rostro, ante los ojos del mundo.

El habría preferido, seguro, que su sucesor lo victimizara al estilo latinoamericano. Que le abriera una posibilidad para tratar de demostrar que, aunque las torturas tipifiquen su mandato, no fue el peor presidente de la historia de su país.


Publicado en La República el 3.3.09.

José Rodríguez Elizondo
Miércoles, 4 de Marzo 2009



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Bitácora

28votos
Bachelet y su cariño malo José Rodríguez Elizondo

A su llegada a La Habana , Michelle Bachelet optó por el sinceramiento: no venía a negociar franquicias arancelarias, a mostrar libros ni a conversar con disidentes, sino para ser la primera presidenta (e) de Chile que visitaba Cuba después de Salvador Allende. En un acto posterior, incluso empleó una palabra en clave para expertos: condenó el “bloqueo” norteamericano a Cuba, en vez de usar la voz “embargo”. Asumir la nomenclatura cubana fue el gesto solidario de una buena camarada.

Más allá, su lenguaje corporal mostró una emoción más personal que presidencial. Su voz estremecida, el apresuramiento con que se levantó de su silla para acudir a la convocatoria de Fidel Castro, el orgullo con que aludió a la “hora y media” que éste le concedió, la admiración con que describió lo bien que estaba el enfermo y el detalle de su conocimiento sobre cualquier cosa. Ella seguía viéndolo como el héroe de los años 60, omitía su actualidad como dictador vitalicio en pausa reflexiva y olvidaba que no respeta la confidencialidad (recuérdese cuando grabó y difundió conversaciones con Vicente Fox). Tampoco quería asumir la copiosa información sobre el personaje real, incluyendo su aversión a los socialistas renovados y lo funcional que fue para la caída de Allende. Por eso, incluso se sometió gustosa a la ordalía del suspense con que siempre –sano o enfermo- Castro ha rodeado sus materializaciones.

¿Y cómo respondió dios padre a tanta devoción?

Pues, asestándole su convicción, oral y escrita, de que los chilenos debemos liberarnos de los falsos socialistas y admitir que sólo nuestros “oligarcas” pueden oponerse a que Hugo Chávez se bañe en una playa boliviana. Luego, convertida esa franqueza en noticia mundial y fiasco chileno, Castro se allanó a admitir que sólo había emitido una inocua “opinión personal”. De pasó y en forma poco caballerosa, contó el esfuerzo que le significó atender a Bachelet y lo poco que le interesaban las fotografías conjuntas.

Quizás esto marque un quiebre en el candor ideologizado de nuestra Presidenta. Ese que la induce a tolerar las demasías de Chávcz y a manifestar nostalgias por la extinta Alemania de Honecker. En un nivel más general, puede que sirva para advertir una de las pocas coincidencias entre Chile y la Cuba castrista: en ninguno de los dos países la política exterior es una política pública. “He hablado de todos los temas que nos han parecido importantes” dijo Bachelet, a manera de información, respecto a su primera charla con Raúl Castro. “En este palacio no se dan entrevistas”, complementó éste, cuando le preguntaron sobre su conversación con Bachelet. Por eso, chilenos y cubanos deben adivinar por donde va la micro a través de interpretaciones periodísticas o de las señales que dejan escapar los actores.

En ese clima de secretismo, nadie osó advertirle a la Presidenta que Fidel Castro era como el alacrán del cuento y que los costos polìtios de su visita podían ser excesivos. De partida, implicaba desafiar a una clara mayoría del país político -toda la oposición más la Democracia Cristiana- y exponer su propia imagen, vinculada a la cultura de los derechos humanos indivisibles.

Es que, hasta el momento no le había ido mal. A “la gente” le importaba un rábano la contradicción entre su ideologismo nostalgioso y la sensatez de sus políticas reales. Su simpatía era más fuerte. Pero, quizás ahora se produzca alguna reflexión democrática, pues no es bueno que una visita de Estado termine contrariando, tan nítidamente, el interés superior de Chile.


Publicado en La Tercera el 15.2.09.

José Rodríguez Elizondo
Domingo, 15 de Febrero 2009



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Bitácora

15votos
Diplomáticos y operadores José Rodríguez Elizondo

Mi sabio amigo Luciano Tomassini dice, en uno de sus libracos sobre política internacional, que las cancillerías están entre los servicios públicos más atrasados de la región.

A mi juicio, la clave está en la interpretación abusiva del monopolio para conducir la política exterior, que asignan nuestras constituciones a los presidentes. Estos suelen entender esa delicada encomienda como un “nadie se entrometa”. No valoran la profesionalidad diplomática ni estiman necesario rendir cuentas a la ciudadanía, aunque sean temas de vida o muerte. En 2008 vimos a Hugo Chávez ordenando a un general poner tropas en la frontera, ante las cámaras de televisión. Poca diferencia conceptual con la dictadura argentina de 1982 que, de sopetón, lanzó a su país a una guerra perdedora contra el Reino Unido.

Tal vez por eso, algunos funcionarios diplomáticos tienden a confundir los secretos y reservas de su oficio con un pretendido control sobre la información pública. Su silogismo tácito dice que si ellos no cuentan en las decisiones, pero se les considera expertos en sus misterios, deben administrar en exclusiva las respuestas que exigen los medios. Como resultado, lo que comunican es la ambigüedad burocrática oficial. Y si alguno se va de lengua ante algún periodista, para decir algo singularmente claro, de seguro será reprendido por sus jefes, para disfrute de sus pares.

Así, se equivocan quienes piensan que la política exterior de nuestras democracias es democrática y es pública. La democracia es un referente abstracto, pues los presidentes no contemplan dicha política en sus programas y actúan según la coyuntura, sin consultar a sus expertos orgánicos (a veces, ni siquiera a sus cancilleres). Como resultado, la política exterior está riesgosamente cerca de la diplomacia secreta de los monarcas absolutos.

Lo grave es que esto es fatal para las buenas relaciones en la región. Si los gobiernos no se sinceran en los temas delicados y las buenas noticias no son noticia, lo que aparece en la prensa, en cada coyuntura, son las versiones alarmistas y chauvinistas. Esas que consolidan los prejuicios históricos en la opinión pública y robustecen el pesimismo de Peter: si algo malo puede suceder, sucederá.

Por otra parte, como la sociedad repudia el vacío, ese déficit de información compleja tiende a ser llenado por analistas académicos o periodistas especializados. Pero, notablemente, éstos suelen chocar con algunos taciturnos expertos orgánicos de las cancillerías, que actúan como el perro del hortelano. Si discrepan de lo que dice un analista nacional, tratarán de descalificarlo como “francotirador” o intruso, dejando tendida, subliminalmente, la acusación de traición a la patria. Si el analista es extranjero, jamás supondrán que piensa con cabeza propia y desde la buena fe.

Soslayarán todos sus argumentos, para dejar sentado que es un “operador” o mercenario que se disfraza de académico o periodista. Un altoparlante de fuerzas antagónicas, civiles o militares. En síntesis, optan por descalificar en lo personal a quienes osan hablar claro, desde otros roles y en la legitimidad democrática de la libre expresión.

Como (entre otras cosas) este columnista enseña relaciones internacionales y escribe sobre temas de política exterior, tiene experiencia acumulada en este triste mecanismo compensatorio. Por lo mismo, sabe que Goethe tenía razón cuando dio su fórmula sobre la complejidad de lo real: “todo es más simple de lo que se puede pensar, pero más intrincado de lo que se puede comprender”.


Publicado en La Republica (Peru), el 3.2.09

José Rodríguez Elizondo
Miércoles, 4 de Febrero 2009



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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