Argumentos

Ontología del universo y hermenéutica cristiana (II): el protagonismo de la iglesia en el cambio hermenéutico

Redactado por Javier Monserrat el Jueves, 16 de Junio 2011 a las 10:15

Por la proclamación en la historia del kerigma cristiano quiso siempre la iglesia dar testimonio de las palabras y de los hechos de Jesús. Al proclamar el kerigma la iglesia era consciente de ser depositaria de una doctrina revelada que, como tal, no podía ser falsa. Pero el autor de esa revelación, Jesús, el Cristo, el Mesías, el Verbo encarnado del Dios Trinitario, había explicado el designio creador de Dios en la naturaleza, en la vida y en el hombre. Por consiguiente, la Voz del Dios de la Revelación debía ser congruente con la forma en que Dios había creado la naturaleza, la vida y el hombre. La Voz del Dios de la Revelación debía ser congruente con la Voz del Dios de la Creación. Por eso la teología antigua trató de iluminar el entendimiento del designio divino – la forma de la Creación – por medio de la razón filosófica que describía cómo de hecho era la Creación obrada por Dios. Así nació en la teología un lento y complejo proceso hermenéutico que condujo a constituir el paradigma greco-romano. Este derivó a una interpretación teocéntrica de la posición del hombre ante Dios y a una interpretación teocrática, congruente con el teocentrismo, que expresaba la forma de entender el orden social a partir de la idea de Dios. Este paradigma, tal como he defendido en Hacia el Nuevo Concilio, ha durado veinte siglos y todavía está presente de forma difusa en la iglesia católica.


Sin embargo, no eran lo mismo el kerigma cristiano y su hermenéutica en el paradigma greco-romano. Pero el hecho histórico es que llegaron a entreverarse de forma muy estrecha. Así, la ontología antigua fue comentada en mi artículo anterior “Ontología del universo y hermenéutica cristiana (I)”, del que éste es continuación (y que concluiremos con otros dos artículos). Es también un hecho histórico no menos evidente que la imagen filosófica antigua del universo ha ido cambiando de manera continua y rigurosa desde el renacimiento, cuando comienza el movimiento histórico que hoy conocemos como modernidad. La forma real de la naturaleza creada por Dios –el universo, la materia, la vida, el hombre y la sociedad– no son hoy entendidos como lo eran en el paradigma greco-romano. Por consiguiente, la teología debería cambiar la forma de entender cómo es realmente el mundo creado por Dios: cómo es, en definitiva, la Voz del Dios de la Creación. Y este cambio debería llevarla a configurar una nueva hermenéutica: una nueva manera de entender la iluminación mutua, bidireccional, entre la Voz del Dios de la Revelación y la Voz del Dios de la Creación. Una nueva hermenéutica a la que, en principio, cabría atribuir mayor profundidad en la iluminación de la significación real del kerigma cristiano.

El temor al cambio y el anclaje en el desconcierto

¿Se plantea por ello algún problema a la teología cristiana, es decir, a su obligación de proclamar el kerigma cristiano del que la iglesia se sabe depositaria? Creemos que en absoluto. De acuerdo con el sentido de la teología cristiana, ¿acaso no es correcta la distinción entre kerigma y hermenéutica? ¿Es incorrecto pensar que los presupuestos hermenéuticos sean dependientes de la evolución del conocimiento humano y que puedan ser por ello erróneos y deficientes en muchos sentidos? ¿Acaso no es posible que la hermenéutica fundada en los principios del paradigma greco-romano pudiera llegar a deber ser revisada ante el avance del conocimiento en la historia? ¿Es posible en teología cristiana atreverse a establecer algún tipo de vinculación esencial entre el kerigma y la hermenéutica greco-romana, en general o en alguno de sus sistemas como el platónico, el aristotélico o el escolástico en alguna de sus escuelas? ¿Existe algún problema teológico en afirmar que el kerigma cristiano puede y debe ser reinterpretado a la luz del avance del conocimiento en la historia, a medida que este nos permite conocer mejor cómo es realmente el mundo creado por Dios? ¿Acaso no es correcto en teología decir que la inerrancia que la iglesia cree tener en la proclamación del kerigma no puede ser extendida a las hermenéuticas que lo han explicado en los diferentes momentos históricos? ¿Hay algún tipo de problema teológico en considerar que la iglesia haya cargado con las deficiencias de sistemas hemenéuticos del pasado, y que incluso haya sido arrastrada por alguno de sus errores (vg. algunas concepciones dualistas del hombre o de la manera de entender el universo creado en el paradigma antiguo)? ¿Hay algún problema en que la iglesia haya asumido hermenéuticas deficientes e incluso errores que de ellas dependían? ¿Hay algún problema en que la iglesia lo reconozca de forma clara y explícita? Hablar con claridad, aceptar las deficiencias hermenéuticas del pasado y reinstalar la hermenéutica cristiana en la cultura de cada tiempo histórico, ¿no es incluso, más bien, una obligación de la conciencia moral cristiana que debe proclamar sin entorpecimientos el contenido real del kerigma cristiano?

Por consiguiente, ante el hecho histórico incuestionable de la nueva imagen de la realidad en el paradigma moderno, muy distinto del paradigma antiguo, ¿cuál debe ser la posición correcta de la iglesia, es decir, su actuación conforme a la obligación moral cristiana de hacer presente y proclamar en la historia el kerigma cristiano con el mayor nivel de calidad teológica posible?

Veamos, en primer lugar, lo que, a mi entender, no debería ser la actitud de la iglesia.

1) La actitud no debería ser la angustia ante el reconocimiento de que la hermenéutica mantenida durante siglos ha llevado consigo insuficiencias, e incluso errores, que deben ser superados. Esta angustia no está justificada si se tiene claro que, en la teología cristiana, se afirma la inerrancia solo en la proclamación del kerigma, pero esto no debe extenderse a los sistemas hermenéuticos. La iglesia debe explicar las cosas, tal como son y sin temor a que el reconocimiento de los errores hermenéuticos redunde en una falta de confianza en la iglesia. Más bien sería al contrario. Todos pueden entender, especialmente los creyentes, que la hermenéutica del kerigma está sometida a la misma evolución y perfección del conocimiento en la historia.

2) La actitud tampoco debe ser mantener el silencio y la discreción sobre el pasado hermenéutico, creyendo que lo prudente es no hablar y todo acabará por olvidarse, pensando que así se evita algo que angustia, a saber, reconocer que la iglesia estaba en un paradigma ya superado por la historia. Esta actitud va unida a lo que he llamado las necesarias “adaptaciones ad hoc” y al creciente “incompromiso hermenéutico”. Cuando la necesidad apremia (es decir, la presión de la cultura y del conocimiento moderno) se aceptan entonces apresuradamente ciertos puntos concretos “ad hoc” pero de forma descontextualizada (guardando silencio sobre el paradigma antiguo en su conjunto, como si estuviera todavía vigente). Por otra parte, puesto que, en el fondo, se es muy consciente de que el paradigma antiguo no es hoy defendible y es embarazoso, gran parte de la teología oficial va encerrándose más y más en la pura proclamación del kerigma (procurando aislarlo de las adherencias del paradigma antiguo). Sin embargo, aunque esto sucede muchas veces, en otras ocasiones constatamos con sorpresa que la iglesia oficial sigue recomendando lo que todavía está ahí, sin que nadie lo haya revocado oficialmente, el paradigma greco-romano. Esto sucede cuando, por ejemplo, se insiste en que filosofía y teología cristiana deben seguir fundándose en los sistemas escolásticos, principalmente en la filosofía de santo Tomás y en la escuela tomista. Esto se sigue haciendo en la actualidad, como es sabido.

3) Tampoco es apropiado para la iglesia contentarse sin más con ser tolerante con los teólogos particulares cuando ponen en cuestión el paradigma greco-romano y hacen propuestas de renovación, filosóficas y teológicas. Pero, al mismo tiempo que estas propuestas son toleradas, se ignoran por completo y la iglesia oficial sigue una navegación paralela, sosteniendo el rumbo desconcertante, por una parte, de ignorar lo hermenéutico haciendo sólo una proclamación puramente kerigmática del cristianismo y, por otra, de seguir con una sorprendente insistencia en el mantenimiento de los principios del paradigma antiguo.

4) La actitud a nuestro entender correcta tampoco consiste en esforzarse en razonar que los resultados del conocimiento moderno, principalmente la ciencia, ya estaban contenidos en la idea de la realidad del paradigma antiguo. Es lo que hicieron, y se sigue haciendo todavía en muchos centros de estudios eclesiásticos, quienes, en los siglos XIX y XX, trataron de sostener la escolástica por encima de todo; por ejemplo, defendiendo entre otras cosas el hilemorfismo aristotélico y argumentando que la ciencia moderna ya estaba contenida en él. Esta actitud refleja la angustia del abandono del paradigma antiguo y la voluntad de apoyar a una iglesia que, en el fondo, aunque se mueva en la indecisión de las “adaptaciones ad hoc” y en el “incompromiso hermenéutico”, no ha dado signos claros de estar ya “en otra cosa” y no parece hacerle ascos a quienes se esfuerzan en defender lo antiguo. Esta voluntad de apoyar a la iglesia es muy positiva; como creyente, no pretendo negarlo y suscita mis simpatías. Pero, como después indicaré, a mi entender, lo único que tiene sentido es admitir en su integridad la imagen de la realidad en el paradigma moderno, y darse de baja en el paradigma antiguo tras el reconocimiento de su utilidad histórica y recogiendo los muchos aspectos positivos que indudablemente tuvo (pensemos que el kerigma se nos ha transmitido envuelto en el mundo conceptual del paradigma antiguo, y esto tiene una importancia excepcional para el cristianismo que no pretendemos negar). La iglesia, en definitiva, no tiene un compromiso “para siempre” con el mundo greco-romano, y no tiene sentido intentar defender que en aquel mundo antiguo se formuló una imagen “perenne” de las cosas que siempre tendrá validez y que la iglesia quiere mantener a toda costa. Lo que verdaderamente puede ayudar a la iglesia en su misión no es contribuir al “inmovilismo paradigmático”, sino promover el cambio de perspectiva hermenéutica que la enriquecerá y que indudablemente deberá producirse.

El necesario cambio hermenéutico

¿Cuál debería ser entonces la actitud positiva de la iglesia como tal?

1) Debería intentar hacer lo que la iglesia siempre ha hecho (e incluso hoy en día sigue insistiendo en que debemos hacer): el esfuerzo hermenéutico para mostrar la armonía entre el kerigma y la creación, entre kerigma y razón, entre kerigma y cultura del tiempo. La proclamación del puro kerigma y su estudio como tal es necesario para la teología cristiana, y deberá hacerse con el máximo nivel de calidad. Así lo hace la iglesia y muchos grandes teólogos tienden también a moverse sólo dentro del puro kerigma. Pero no basta sólo con el “puro kerigma”: la iglesia debe esforzarse por hallar el logos que muestra la fuerza iluminadora del kerigma para la cultura de cada tiempo histórico. Si esto no se hace, el kerigma suena como “fuera de la historia”, sin un impacto decisivo en la “experiencia real del hombre”. Por tanto, si la hermenéutica antigua ya no responde en nuestro tiempo, la iglesia debería liderar la búsqueda de una nueva hermenéutica. No sólo los teólogos, sino la misma iglesia como tal debería asumir ella misma un protagonismo activo. En lugar de ignorar a los teólogos, debería dirigir ella misma, confiando en que sigue “asistida” por el Espíritu, el proceso abierto de búsqueda hacia la nueva hermenéutica. Por tanto, el cambio de actitud debería consistir en aceptar el hecho de la crisis de la hermenéutica antigua y afrontar la promoción activa de una nueva hermenéutica apropiada para el mundo moderno.

2) Esta búsqueda de la nueva hermenéutica debería incluir una actitud perfectamente definida, de acuerdo con la tradición teológica cristiana: la conciencia de que la nueva hermenéutica será también provisoria. No será la última palabra, ya que el conocimiento humano es abierto y crítico. La ciencia, y el conocimiento en general, no han llegado al final. Tampoco la evolución de la cultura. Están abiertos y muchas discusiones no están cerradas. Sin embargo, en comparación con el mundo antiguo, la imagen moderna de la realidad en la ciencia y en la cultura muestra unas tendencias generales que suponen ya unos ciertos enfoques asentados. La iglesia debiera afrontar el cambio hacia una nueva hermenéutica apoyada en esas grandes tendencias y valores. Debería ser consciente de que no toma posición ante las disputas de la ciencia, no pretende intervenir en ellas y no cierra su avance abierto y crítico. La iglesia no puede elevar a categoría de verdad el conocimiento humano de una época histórica. Ni lo hizo con el paradigma antiguo, ni debe hacerlo con ningún otro paradigma provisorio del conocimiento humano, tal como ha sido formulado en un cierto momento. Pero, aun siendo consciente de la provisoriedad, debe esforzarse por iluminar más y más, con mayor perfección, el kerigma cristiano desde cada momento de la historia de la cultura. Cada época tiene su logos propio, y cabe suponer que su profundidad avanza ya que el conocimiento progresa hacia una mayor corrección. Y la iglesia debe ilustrar al mundo cristiano sobre la forma en que el avance de la cultura ilumina la Voz del Dios de la Creación y la hermenéutica armónica de la Voz del Dios de la Revelación. La iluminación hermenéutica forma parte de la guía con que la iglesia debe acompañar a los creyentes y a los no creyentes.

3) Por ello, la iglesia debería decirnos cómo y por qué esa imagen global del universo, de la materia, de la vida, del hombre y de la historia, tal como hoy nos la ofrece la cultura moderna, aun sin haber llegado al final y siendo provisoria, nos ayudan a entender en este momento de la historia el kerigma cristiano en un nivel de mayor profundidad. Es decir, la profunda concordancia entre la Voz del Dios de la Revelación y la Voz del Dios de la Creación. Entre una iglesia acurrucada sin saber qué decir en un paradigma antiguo, del que no acaba de salir y darse de baja, indecisa y en desconcierto, paralizada, y una iglesia metida de lleno en el logos de nuestro tiempo para proclamar el kerigma desde el paradigma moderno, creo que no hay duda de la opción a tomar. El paradigma antiguo es una imagen ya anticuada y superada de la realidad (y de esto podemos estar moralmente seguros); el paradigma moderno es también un paradigma que, por descontado, no es la verdad final y mantiene sus incertidumbres, pero cabe atribuirle, en sus grandes tendencias y valores, mayor corrección que al antiguo. En el nivel hermenéutico nunca se tendrán certezas absolutas: la ciencia es abierta y la historia camina hacia conocimientos cada vez más precisos, como hoy nos hace entender la epistemología moderna. La opción no es, por tanto, entre algo “seguro” (el paradigma antiguo) y algo “inseguro” (el paradigma moderno). Hay quienes parecen creer que lo antiguo es “seguro”, sin darse cuenta de que no sólo es “inseguro” sino que, además, sume a la iglesia en una posición anacrónica y de desprestigio en nuestra cultura. Ambos paradigmas son inseguros: pero la diferencia es que el antiguo lo es mucho más y, además, coloca a la iglesia fuera de la historia conceptual de nuestro tiempo. Por tanto, sinceramente, ¿qué sentido tiene seguir en el paradigma antiguo? ¿Es que no vemos que, al mantenerlo y tratar de disimularlo, nos vemos obligados a carecer de una hermenéutica adecuada a nuestro tiempo, hermenéutica que debería ser un instrumento esencial para la gran proclamación del kerigma ante el mundo actual con la calidad debida?

4) En todo lo que decimos late una persuasión que no queremos ocultar: que debería ser la iglesia misma la que dirigiera y diseñara la forma en que el cristianismo debe abordar la nueva hermenéutica. Puede haber filósofos y teólogos cristianos que digan tales o cuales cosas, que aporten tales o cuales propuestas hermenéuticas. Es claro que me cuento entre ellos. Es posible que la iglesia tolere sus propuestas. Pero, para el creyente, todas sus ideas quedan arrinconadas y no tienen ninguna repercusión si no están avaladas por la iglesia. Las ideas que constituyan la base para el entendimiento del cristianismo en nuestro tiempo no deben depender de la opinión de un teólogo u otro. Sobre opiniones concretas de filósofos y teólogos no puede edificarse la vida creyente de la iglesia. No tiene sentido. Los creyentes y los mismos teólogos (yo mismo), como cristianos, necesitamos vivir nuestra fe dentro de la iluminación que la iglesia tiene la obligación de dar en cada momento histórico. Y la coyuntura actual está demandando de la iglesia una orientación hermenéutica concorde con el mundo moderno. La hermenéutica antigua se construyó desde coordenadas ya caducadas; hasta el punto de que la iglesia apenas se atreve hoy a reafirmarlas con convicción. Pero la iglesia, en otros tiempos, sí que construyó una hermenéutica y, en alguna manera, aun sabiendo que no era una verdad definitiva, se comprometió con ella. ¿Por qué hoy en día la iglesia no afronta este deber hermenéutico exigido por el tiempo? De una forma u otra, con unos u otros resultados, pero la iglesia debe hacer frente con entereza al inmenso cuerpo de conocimiento y de cultura producido en la modernidad. Los cristianos –y en primer lugar los filósofos y los teólogos creyentes– necesitamos que la iglesia nos explique con toda claridad cómo y por qué el kerigma cristiano es iluminado por la cultura de nuestro tiempo. Y para ello no basta con tímidas “adaptaciones ad hoc” o con un lenguaje eclesiástico emitido desde el “incompromiso hermenéutico”. La iglesia debe afrontar con seriedad el hacerse responsable de la nueva hermenéutica que los cristianos necesitamos. No son una o dos cosas, es una imagen global de la realidad, de gran complejidad y contenido, como un “todo” ante el que la iglesia debe tomar posición definida. La fe cristiana, que cree que la iglesia está “asistida” por el Espíritu, le pide que se comprometa con valentía y explicite con claridad la forma en que el kerigma cristiano puede entenderse desde nuestro tiempo. Para ello la iglesia debe afrontar el esfuerzo y el compromiso hermenéutico global. Sin duda que las aportaciones de filósofos y teólogos cristianos serán de gran utilidad; pero el trabajo de dirigir, diseñar y avalar la nueva hermenéutica sólo puede ser afrontado por la iglesia como tal. Esto es lo que tiene sentido desde la lógica misma de la fe cristiana.

5) En Hacia el Nuevo Concilio he admitido que en los últimos siglos la iglesia estuvo en una posición difícil a) porque el mundo moderno no se mostraba como “asimilable” por el cristianismo (vg. el reduccionismo de la ciencia o muchos radicalismos anticlericales socio-políticos) y b) porque no parecía haber una alternativa apropiada al paradigma antiguo. Hoy en día estos dos entorpecimientos parecen ir desapareciendo ya que a) la imagen del mundo real en la modernidad ha ido madurando y es “asimilable” por el cristianismo y b) comienza a vislumbrarse que una alternativa paradigmática para construir la nueva hermenéutica es posible y tiene unos rasgos definidos que llevan a un entendimiento mucho más profundo del kerigma cristiano. A todo ello me he referido en mi obra. Como digo en ella, a) la modernidad presenta hoy unas tendencias y valores que, sin cerrar la evolución del conocimiento, que siempre está abierta, la hacen claramente “asimilable”, atnto en lo científico-filosófico como en lo socio-político y b) es posible concebir en qué debería consistir la alternativa hermenéutica que hoy hace posible la modernidad. Al menos, la iglesia puede ya disponer de la propuesta que he argumentado, sin duda de forma compleja, a lo largo de mi obra. Pero no pretendo, como es obvio, haber dicho la última palabra. Un gran proceso de reflexión que la iglesia misma debería dirigir y controlar aportaría, con la participación de unos y otros, la discusión de ideas que debiera conducir al nuevo concilio. Hasta ahora, sin embargo, tengo la persuasión personal de haber ofrecido los argumentos para mostrar en qué debería consistir la alternativa al paradigma antiguo. Cualquier otra propuesta debería mostrar igualmente sus argumentos y debería ser valorada, al igual que debe serlo la mía. No creo que pudieran caer en vacío muchos de los argumentos que he aportado.

6) Pero, ¿por qué precisamente un nuevo concilio? Si lo que la iglesia necesita, tal como estoy diciendo, es un cambio hermenéutico, ¿sería el concilio el lugar apropiado para abordarlo? ¿No sería más fácil realizar el cambio a través de diversos documentos emitidos poco a poco por la iglesia? En Hacia el Nuevo Concilio, en el capítulo VIII, he presentado los argumentos que justifican hoy apelar a la conveniencia del concilio. Un concilio que debería ser de “orientación hermenéutica”: la gran guía que el órgano colegial más importante de la iglesia debería ofrecer a creyentes y no creyentes para entender cómo y por qué el mundo moderno (la obra del Dios de la Creación que nos permite conocer el mundo moderno) nos permite profundizar en el kerigma cristiano (la obra reveladora de Dios en Jesucristo). Los concilios pasados han tenido sesgos muy diferentes y son los mismos concilios los que pueden por su soberanía teológica decidir su propio sentido y el papel que deben jugar en la historia. Y así, el concilio que nuestro tiempo demanda debería ser un “concilio hermenéutico” que ofreciera los criterios para situar al cristianismo en el mundo moderno. Pero, ¿por qué el concilio? En primer lugar por la transcendencia histórica inconmensurable del gran cambio paradigmático, tras veinte siglos en el paradigma antiguo. En segundo lugar porque esa transcendencia histórica pide ser realizada en el marco superior máximo de que dispone la iglesia. En tercer lugar por la misma complejidad del cambio hermenéutico que abarca toda una visión de la realidad desde sus raíces, llegando a reconstruir de manera armónica nuestra comprensión más profunda del cristianismo, y que, por esto mismo, pide el cuerpo de doctrina unitaria que el concilio produciría. En cuarto lugar porque la crisis de la iglesia en los últimos siglos, que ha sido muy grande y ha tocado fondo en los últimos años, pide una medicina potente que conmoviera a la iglesia haciéndola volver a la vivencia entusiasta de la fe, y en este sentido ninguna medicina sería tan potente como la de un concilio. En quinto lugar porque el cristianismo, tras siglos de incertidumbre y pérdida de prestigio por la crisis de la modernidad, necesita proclamar de forma impactante la llamada profunda de Dios a todo hombre, a la sociedad, a las otras religiones y a la historia, tal como se contiene en el kerigma cristiano, y nada comparable al formidable escenario que un concilio crearía para dar forma a lo que sería el impresionante reencuentro global de la iglesia con la historia y con el sentido de la religiosidad humana.

La ontología moderna y las raíces del cambio hermenéutico

Como he venido diciendo, este reencuentro de la iglesia con la historia no son dos o tres cosas marginales, algunas notas a pie de página en la hermenéutica antigua. Es situar el kerigma cristiano en el conjunto de una visión del universo, de la materia, de la vida, del hombre y de la historia, que ha sido reconstruida desde sus raíces en el curso del proceso científico-filosófico y socio-político de la modernidad. La nueva hermenéutica necesitaría una reconstrucción unitaria y sistemática que debería tener su expresión en los documentos unitarios producidos por el concilio. Esta reconstrucción debería fundarse en la ontología moderna: la imagen que la modernidad nos ofrece sobre cómo es realmente el mundo creado por Dios y cómo desde esta ontología debemos iluminar la comprensión del kerigma cristiano (de la misma manera que el kerigma nos ilumina también la comprensión de la ontología real del universo). Que la nueva hermenéutica del cristianismo deba edificarse desde la nueva ontología de la modernidad no es algo trivial ya que de ella depende el entendimiento más profundo de aspectos esenciales del kerigma cristiano. A esta nueva ontología, centrada en el punto crucial de la imagen del ser humano, nos referimos en el tercero y cuarto de los artículos que hemos titulado “Ontología del universo y hermenéutica cristiana” (I, II, III y IV).

Pero debemos insistir en que la nueva imagen del hombre en la modernidad, la nueva antropología teológica, aunque sea un punto crucial, no lo es todo. En Hacia el Nuevo Concilio hemos argumentado que no sólo es importante la imagen del hombre sino también la imagen del universo que el hombre puede conocer, y que le contiene a él mismo como hombre en su interior. Imagen del hombre e imagen del universo (así como de la materia, de la vida y de la sociedad) que están esencialmente conectadas. Es la imagen de un universo enigmático la que permite salir del teocentrismo y del teocratismo del paradigma antiguo para entrar en el conocimiento de que Dios ha creado un mundo para la libertad que responde en su profundidad al logos cristológico que da sentido a la Creación. Esta nueva hermenéutica del Misterio de Cristo será, como hemos argumentado en Hacia el Nuevo Concilio, un elemento esencial para potenciar la fuerza de la proclamación del kerigma cristiano en coherencia con el logos de la cultura de nuestro tiempo.
| Javier Monserrat
| Jueves, 16 de Junio 2011
| Comentarios