La urgencia moral cristiana (I): el fundamento
Ser cristiano, y serlo dentro del catolicismo, significa algo muy concreto que quiero establecer desde el comienzo de este blog. Ser cristiano lleva consigo una forma de entender qué debe ser la propia vida cristiana y esto equivale a sentirse urgido por la propia “conciencia moral cristiana” a un cierto modo de actuación personal en la propia vida cristiana y en la historia general de la comunidad cristiana, o iglesia, y de la humanidad. Voy a comentar aquí, por tanto, cuál es en nuestro tiempo la inquietud de la conciencia cristiana (inquietud moral por cuanto la conciencia cristiana impulsa verdaderas urgencias morales sobre el “deber ser” del comportamiento individual cristiano, y también colectivo, en la historia). Pero es claro que voy a hablar desde la inquietud moral de “mi” conciencia cristiana. Es esta la que me ha llevado a escribir la trilogía, tal como he explicado en otro input a este blog. Sin embargo, pienso que los factores concurrentes que han conformado mi conciencia cristiana son los mismos que pesan también sobre otras conciencias cristianas que, en consecuencia, se verán ante el dilema personal de qué hacer con sus acciones para obrar en plena autenticidad moral cristiana en nuestro tiempo. Es decir, por dónde caminar, en qué comprometerse, cómo responder en autenticidad a las exigencias de sentirse cristiano hoy.
Sin embargo, es evidente que la ponderación de los “factores concurrentes” (que determina la forma en que cada individuo entiende cómo debe responder a su conciencia cristiana) es siempre subjetiva (aunque haya factores objetivos, estos pueden ser interpretados de forma diferente por unos y otros, y de hecho es así, como todos vemos). Considerando, en efecto, las mismas circunstancias objetivas hay cristianos que se inclinan a “conservar” y otros a “renovar”. Cada uno construye su discurso. Es lo que realmente constatamos. Aquí expongo, por tanto, una forma personal de entender los “factores concurrentes” y cómo ante ellos se suscita en mí una conciencia moral cristiana que urge a una cierta forma de compromiso con mi actuación personal en la historia. De la misma manera que expongo un punto de vista personal cristiano, el mío propio, otros han expuesto también de diversas maneras sus puntos de vista. De hecho ha sido así. La misma iglesia católica (y las otras iglesias cristianas) muestran en su actuación un cierto punto de vista al concebir su actuación en la historia. El punto de vista de unos y otros, incluido el mio propio, pueden cambiar, tras la consideración de las cosas y de otros puntos de vista.
Puesto que la auténtica conciencia cristiana no mueve a defender “pasionalmente” principios personales, sino a promover la fe cristiana como tal, que es lo que verdaderamente urge, entonces, si hay además honestidad, autenticidad y apertura, cabe suponer que las grandes fuerzas de la lógica de la historia harán que los cristianos coincidamos poco a poco en una misma “inquietud cristiana” que nos lleve a la necesaria unidad en la forma de concebir nuestra actuación en la historia, de tal manera que podamos promover la fe cristiana en nuestro tiempo con la mayor calidad posible. Esta dialéctica –propuesta de diversos puntos de vista y su discusión abierta en el marco de la comunidad cristiana– es necesaria. Siempre ha sido así, desde los tiempos de la primera expansión del cristianismo en la iglesia primitiva y en la época patrística, y así debe ser en la actualidad. Cuanto más en los tiempos actuales, ciertamente más complicados y problemáticos que otros del pasado. Los creyentes debemos pensar que la honestidad intelectual, la falta de prejuicios, la apertura a la consideración de nuevas propuestas creativas, y, sobre todo, la acción del Espíritu de Dios sobre la comunidad cristiana (en la que los creyentes debemos confiar con firmeza), acabarán por hacer posible el consenso, la necesaria unidad de ánimos para alcanzar una proclamación de la fe en nuestro tiempo con el alto nivel de calidad que deseamos (y al que nos vemos urgidos por nuestra conciencia moral cristiana).
Ser cristiano, y serlo dentro del catolicismo, significa algo muy concreto que quiero establecer desde el comienzo de este blog. Ser cristiano lleva consigo una forma de entender qué debe ser la propia vida cristiana y esto equivale a sentirse urgido por la propia “conciencia moral cristiana” a un cierto modo de actuación personal en la propia vida cristiana y en la historia general de la comunidad cristiana, o iglesia, y de la humanidad. Voy a comentar aquí, por tanto, cuál es en nuestro tiempo la inquietud de la conciencia cristiana (inquietud moral por cuanto la conciencia cristiana impulsa verdaderas urgencias morales sobre el “deber ser” del comportamiento individual cristiano, y también colectivo, en la historia). Pero es claro que voy a hablar desde la inquietud moral de “mi” conciencia cristiana. Es esta la que me ha llevado a escribir la trilogía, tal como he explicado en otro input a este blog. Sin embargo, pienso que los factores concurrentes que han conformado mi conciencia cristiana son los mismos que pesan también sobre otras conciencias cristianas que, en consecuencia, se verán ante el dilema personal de qué hacer con sus acciones para obrar en plena autenticidad moral cristiana en nuestro tiempo. Es decir, por dónde caminar, en qué comprometerse, cómo responder en autenticidad a las exigencias de sentirse cristiano hoy.
Sin embargo, es evidente que la ponderación de los “factores concurrentes” (que determina la forma en que cada individuo entiende cómo debe responder a su conciencia cristiana) es siempre subjetiva (aunque haya factores objetivos, estos pueden ser interpretados de forma diferente por unos y otros, y de hecho es así, como todos vemos). Considerando, en efecto, las mismas circunstancias objetivas hay cristianos que se inclinan a “conservar” y otros a “renovar”. Cada uno construye su discurso. Es lo que realmente constatamos. Aquí expongo, por tanto, una forma personal de entender los “factores concurrentes” y cómo ante ellos se suscita en mí una conciencia moral cristiana que urge a una cierta forma de compromiso con mi actuación personal en la historia. De la misma manera que expongo un punto de vista personal cristiano, el mío propio, otros han expuesto también de diversas maneras sus puntos de vista. De hecho ha sido así. La misma iglesia católica (y las otras iglesias cristianas) muestran en su actuación un cierto punto de vista al concebir su actuación en la historia. El punto de vista de unos y otros, incluido el mio propio, pueden cambiar, tras la consideración de las cosas y de otros puntos de vista.
Puesto que la auténtica conciencia cristiana no mueve a defender “pasionalmente” principios personales, sino a promover la fe cristiana como tal, que es lo que verdaderamente urge, entonces, si hay además honestidad, autenticidad y apertura, cabe suponer que las grandes fuerzas de la lógica de la historia harán que los cristianos coincidamos poco a poco en una misma “inquietud cristiana” que nos lleve a la necesaria unidad en la forma de concebir nuestra actuación en la historia, de tal manera que podamos promover la fe cristiana en nuestro tiempo con la mayor calidad posible. Esta dialéctica –propuesta de diversos puntos de vista y su discusión abierta en el marco de la comunidad cristiana– es necesaria. Siempre ha sido así, desde los tiempos de la primera expansión del cristianismo en la iglesia primitiva y en la época patrística, y así debe ser en la actualidad. Cuanto más en los tiempos actuales, ciertamente más complicados y problemáticos que otros del pasado. Los creyentes debemos pensar que la honestidad intelectual, la falta de prejuicios, la apertura a la consideración de nuevas propuestas creativas, y, sobre todo, la acción del Espíritu de Dios sobre la comunidad cristiana (en la que los creyentes debemos confiar con firmeza), acabarán por hacer posible el consenso, la necesaria unidad de ánimos para alcanzar una proclamación de la fe en nuestro tiempo con el alto nivel de calidad que deseamos (y al que nos vemos urgidos por nuestra conciencia moral cristiana).
El presentimiento histórico de que algo extraordinario debe suceder
Mi inquietud cristiana personal –que he expuesto en la trilogía y que comento en este blog– concluye en la honesta persuasión de que ha llegado el momento de convocar el Nuevo Concilio, el gran concilio que instalara definitivamente al mundo cristiano en la modernidad. De ahí que, de acuerdo con el tercer volumen de la trilogía, haya encabezado este blog con el título Hacia el Nuevo Concilio. A nuestro entender el Nuevo Concilio sería aquel acontecimiento extraordinario, aquella convulsión excepcional para el mundo cristiano, que contribuyera a sacar al cristianismo, y a las otras religiones, de una larga tribulación histórica. Presentir que ese concilio se celebrara –presentimiento fundado en la persuasión intelectual de cuanto el concilio debiera proclamar– es el evidente presentimiento, gozoso para un creyente, como es mi caso, de que en la iglesia algo extraordinario y enriquecedor pudiera suceder, invirtiendo la tendencia negativa de los últimos siglos de historia cristiana.
La mayoría, en efecto, tenemos el sentimiento de que el cristianismo ha discurrido en los últimos siglos por una larga travesía de desconcierto y tribulación. Entendemos que esa larga tribulación no ha concluido y todavía estamos sumidos en su desconcierto. La crisis del cristianismo y de la fe católica, patentes por las evidencias objetivas del análisis sociológico, no dejan lugar a dudas. No es posible ignorarlo. La crisis de dimensiones colosales es reconocida por la misma jerarquía eclesiástica y por el papa. Sin embargo, la constatación de que nos hallamos en este túnel histórico debe hacerse con realismo, equilibrio y sin exagerar. Lo digo porque estoy persuadido de que la iglesia tiene hoy muchos elementos positivos (los tuvo en el pasado, pero se han incrementado en la actualidad). No todo es oscuridad, evidentemente. La iglesia cristiana, a mi entender, en muchos aspectos está mejor que en el siglo XIX. Está mejor hoy que en los primeros sesenta años del siglo XX. Después del concilio Vaticano II se suscitó una apertura de pensamiento que ha dado sus frutos. Los viajes papales y las diversas asociaciones laicales aparecidas en la iglesia han movilizado la fe de muchos creyentes en sectores que, aunque sean minoritarios en el conjunto de la cristiandad y de la humanidad, han contribuido a la estabilidad de la iglesia en tiempos difíciles. Ciertamente es así y en ello la fe cristiana ha hallado un apoyo en estos últimos tiempos en que la indiferencia, la increencia y la descristianización han crecido en los grandes países desarrollados; sobre todo en Europa, aunque en general también en todas partes. Todavía hoy, aunque sea con réditos de un pasado mejor, la iglesia cuenta en su haber con cientos de miles de sacerdotes y religiosos que han sacrificado sus vidas por servir a la iglesia con honestidad; miles y miles de ellos dejando sus propios países y viviendo en condiciones extremas de sacrificio. Además, Cientos y cientos de cristianos se comprometen con la iglesia a través de eficacísimas organizaciones de ayuda social a los más necesitados. Estos, y otros muchos, son elementos positivos y no queremos dar aquí la impresión de que lo ignoramos.
Sin embargo, siendo así las cosas, no es menos verdad que la iglesia cristiana sigue atravesando el túnel oscuro de una larga tribulación histórica. La iglesia proclama sus creencias y su doctrina como siempre ha hecho. Pero se tiene la impresión de que no produce impacto más allá de los fieles más comprometidos y minoritarios. Hasta tal punto de que la mayoría de los cristianos apenas entienden el cristianismo y viven en ignorancia casi total sobre el sentido de su fe. Por ello crece el número de personas con experiencia religiosa interior que se desvinculan de la “religión”, en este caso la cristiana. La religión cristiana es vista como un gran sistema residual del pasado que sigue jugando su papel, resonando como un antiguo disco de vinilo rayado, pero que va reduciendo continuamente su volumen, su impacto y sus fronteras. A la gran mayoría de la gente, incluso a la honestamente religiosa, le es ciertamente difícil identificarse con la iglesia. Crece la indiferencia y la fuerza de los movimientos agnósticos y ateos. A esta crisis, abierta ya desde hace siglos, se han venido a sumar en las últimas décadas los grandes escándalos de todo tipo producidos en la iglesia. Nada ha sido comparable, sin embargo, a los numerosos casos de pederastia, y a la equivocada política que en relación a ellos siguieron las autoridades eclesiásticas. El desprestigio producido ha contribuido sin duda a incrementar ese aislamiento de la iglesia que es vista como una nave arqueológica embarrancada en el devenir histórico, sin expansión porque sus fieles apenas pueden ir achicando el agua que entra a borbotones y que amenaza con el naufragio. Es significativo que incluso la gente con experiencia religiosa interior tiende a desvincularse de esa religión a la deriva de la historia, y lo hacen con la sensación de que obran con una correcta conciencia interior.
Esta larga tribulación histórica de la iglesia, como he argumentado en Hacia el Nuevo Concilio, comenzó cuando el mundo medieval se transformó por el renacimiento y en los siglos siguientes fue naciendo poco a poco la modernidad. Fue una crisis en una dimensión filosófico-teológica porque la modernidad puso en cuestión la imagen del mundo desde la que se había entendido el cristianismo antiguo. Fue una crisis en una dimensión socio-política por cuanto la modernidad evolucionó sacando a la iglesia del papel que había jugado en la sociedad antigua. Podría decirse que la iglesia no ha encontrado todavía su sitio ni en el mundo de las ideas ni en el mundo socio-político que han sido promovidos por la modernidad. La crisis y atonía de la iglesia reflejan la deriva actual de esa larga tribulación histórica que comenzó con la modernidad. Se trata de una tribulación tan grande, de dimensiones tan extraordinarias, que el creyente intuye que la proclamación de la fe cristiana en nuestro tiempo sólo podría recobrar la fuerza de su impacto social si algo excepcional, extraordinario, pudiera llegar a suceder. Es la sensación imprecisa de que algo excepcional –que el creyente entendería como providencial”– debiera suceder como un revulsivo potente que sacara a la iglesia de su aparente postración. En HNC he defendido que la celebración del nuevo concilio sería la excepcional ocasión histórica para que la iglesia cristiana se reencontrara a sí misma en el corazón del mundo moderno. Lo excepcional no sería el concilio por sí mismo, sino la impactante imagen del cristianismo –es decir, del proyecto salvador de Dios– que ese concilio podría proyectar sobre la humanidad.
La fe como fundamento del malestar de la conciencia cristiana
La reflexión propuesta en la trilogía es consecuencia de un malestar nacido de la fe cristiana. El creyente firme y honesto, como es mi caso, no puede contemplar la crisis de la iglesia, que es una crisis en la proclamación del kerigma cristiano en nuestro tiempo, sin sentir un profundo malestar de conciencia. Es la mala conciencia de ver la falta de calidad y de fuerza en el cumplimiento del sentido de la vida cristiana en la iglesia: ser luz ante las gentes para proclamar la grandiosidad del plan creador de Dios. Es el malestar de conciencia que brota al constatar una iglesia en crisis en que la luz deslumbrante que debiera proponerse a la libertad humana no pasa de ser la luz mortecina en crisis que antes describíamos. ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que estamos haciendo?
Mi obra HNC nace desde la inquietud honesta de la creencia cristiana dentro de la iglesia católica. Es una reflexión hecha desde dentro de la fe católica para buscar el proyecto de actuación que permitiera llegar a la proclamación brillante de la fe desde dentro de la cultura de nuestro tiempo. Decir que nace de la fe cristiana en la iglesia católica significa que nace desde dentro de la adhesión a Jesús de Nazaret tal como se me ha dado en la fe de la iglesia. Creo, pues, en la divinidad de Jesús que revela el eterno designio creador de Dios, que “inspira” a la iglesia para escribir las Escrituras y que la “asiste” para hacer presente la revelación en la historia. Ser cristiano es la adhesión personal e intelectual a Jesús, a sus palabras y a sus hechos, como el Hijo de Dios que revela el plan salvador de Dios en la historia. La voluntad divina de hacer presente la Revelación en la historia llevaba consigo el ejercicio de su Providencia sobre la comunidad cristiana, la iglesia, que debía estar “inspirada” para redactar las Escrituras y “asistida” para mantener la Revelación en la historia. Mi adhesión a Jesús es, pues, la adhesión al Jesús de la fe de la iglesia. Es el Jesús del kerigma cristiano. En este sentido ser católico significa tener conciencia de que esta adhesión a la iglesia tal como realmente es, que mantiene sin fisuras la continuidad con la tradición apostólica desde el mismo Jesús, es la adhesión que Jesús ha previsto y querido de acuerdo con su plan providente, manifiesto en la historia misma. Sea dicho esto de acuerdo con el profundo respeto a las otras confesiones cristianas y a las otras religiones, tal como ha sido argumentado con amplitud en HNC, en conformidad con la idea de “religión universal”, “cristianismo universal” e “iglesia universal” que allí hemos presentado.
Por tanto, esta urgencia moral cristiana, nacida de la adhesión a Jesús y a su presencia providencial en la iglesia, no cuestiona nunca el kerigma cristiano, o sea, el contenido de la fe cristiana que nace de Jesús y del que la iglesia se entiende como depositaria. Pero sí debe preguntarse si la forma de proclamación, en las palabras y en los hechos, tal como actualmente hacemos los cristianos, o sea, la iglesia, tiene el nivel de calidad que exige nuestro compromiso con Jesús. Hacerse esta pregunta es una exigencia moral inevitable al contemplar la deriva de la iglesia y la crisis de los últimos siglos, acentuada gravemente en nuestro tiempo.
¿Dónde estamos? ¿Contiene nuestra actuación como cristianos, comprometidos en proclamar el kerigma cristiano, aspectos susceptibles de mejora cualitativa que debiéramos asumir? ¿Cuáles son? ¿Qué debiéramos hacer para responder con la mayor competencia a la misión de hacer presente de forma inteligible y existencialmente impactante el mensaje de Jesús? La trilogía, especialmente HNC, contiene el resultado de mi reflexión personal: un análisis de dónde estamos y un dictamen de aquellos puntos en que la hermenéutica asociada a la proclamación del kerigma debería reorientarse para hacerlo presente en la modernidad. Se trata evidentemente de una propuesta hermenéutica (por tanto, filosófica y teológica). Una propuesta, por tanto, nueva y creativa, pero armónica con el kerigma cristiano. Propuesta que, si se hace, es porque la considero pertinente. En la trilogía está ampliamente argumentada. Sin embargo, es una propuesta personal que, puesto que no considero tener la última palabra, está sometida a examen y revisión. Pero es una propuesta importante que no debería ser ignorada por quienes sienten la misma responsabilidad moral cristiana de hacer presente el kerigma cristiano en la historia y saben perfectamente que la hermenéutica cristiana está abierta a su perfección en la historia. La trilogía nace de una responsabilidad moral cristiana honesta, pero es un reto a la responsabilidad de otros que deben responder también ante sus conciencias cristianas.
La propuesta, como seguiré explicando en este blog y puede ya verse publicada en la trilogía, considera que la modernidad –que en definitiva constituye una considerable profundización en la forma en que Dios ha creado el mundo y las condiciones de la existencia humana en el universo– es una gran ocasión histórica para entender cómo la Voz del Dios de la Revelación puede iluminarse desde el conocimiento de la Voz del Dios de la Creación. La trilogía expone con claridad la nueva hermenéutica que la iglesia debería afrontar, tanto en la dimensión filosófico-teológica como en la dimensión socio-política. Después de veinte siglos instalados en la hermenéutica antigua, la entrada en el nuevo “paradigma de la modernidad” sería de tal importancia que exigiría la convocatoria del Nuevo Concilio. Un concilio que podría producir la revitalización del mundo católico, pero también de las otras confesiones cristianas y de las otras religiones, al mismo tiempo que impulsaría una nueva forma de compromiso del mundo de las religiones con un problema de la humanidad todavía sin resolver, la lucha contra el sufrimiento humano. El concilio podría ser ese algo extraordinario que podría suceder y que podría sacar a la iglesia de la larga tribulación histórica en que todavía se encuentra. Como creyente pienso que a ese acontecimiento extraordinario sólo podrá llegarse si muchos cristianos ponderan con honestidad racional dónde estamos, dónde deberíamos estar y son capaces de comprometerse con decisiones personales que respondan a su conciencia cristiana.
Mi inquietud cristiana personal –que he expuesto en la trilogía y que comento en este blog– concluye en la honesta persuasión de que ha llegado el momento de convocar el Nuevo Concilio, el gran concilio que instalara definitivamente al mundo cristiano en la modernidad. De ahí que, de acuerdo con el tercer volumen de la trilogía, haya encabezado este blog con el título Hacia el Nuevo Concilio. A nuestro entender el Nuevo Concilio sería aquel acontecimiento extraordinario, aquella convulsión excepcional para el mundo cristiano, que contribuyera a sacar al cristianismo, y a las otras religiones, de una larga tribulación histórica. Presentir que ese concilio se celebrara –presentimiento fundado en la persuasión intelectual de cuanto el concilio debiera proclamar– es el evidente presentimiento, gozoso para un creyente, como es mi caso, de que en la iglesia algo extraordinario y enriquecedor pudiera suceder, invirtiendo la tendencia negativa de los últimos siglos de historia cristiana.
La mayoría, en efecto, tenemos el sentimiento de que el cristianismo ha discurrido en los últimos siglos por una larga travesía de desconcierto y tribulación. Entendemos que esa larga tribulación no ha concluido y todavía estamos sumidos en su desconcierto. La crisis del cristianismo y de la fe católica, patentes por las evidencias objetivas del análisis sociológico, no dejan lugar a dudas. No es posible ignorarlo. La crisis de dimensiones colosales es reconocida por la misma jerarquía eclesiástica y por el papa. Sin embargo, la constatación de que nos hallamos en este túnel histórico debe hacerse con realismo, equilibrio y sin exagerar. Lo digo porque estoy persuadido de que la iglesia tiene hoy muchos elementos positivos (los tuvo en el pasado, pero se han incrementado en la actualidad). No todo es oscuridad, evidentemente. La iglesia cristiana, a mi entender, en muchos aspectos está mejor que en el siglo XIX. Está mejor hoy que en los primeros sesenta años del siglo XX. Después del concilio Vaticano II se suscitó una apertura de pensamiento que ha dado sus frutos. Los viajes papales y las diversas asociaciones laicales aparecidas en la iglesia han movilizado la fe de muchos creyentes en sectores que, aunque sean minoritarios en el conjunto de la cristiandad y de la humanidad, han contribuido a la estabilidad de la iglesia en tiempos difíciles. Ciertamente es así y en ello la fe cristiana ha hallado un apoyo en estos últimos tiempos en que la indiferencia, la increencia y la descristianización han crecido en los grandes países desarrollados; sobre todo en Europa, aunque en general también en todas partes. Todavía hoy, aunque sea con réditos de un pasado mejor, la iglesia cuenta en su haber con cientos de miles de sacerdotes y religiosos que han sacrificado sus vidas por servir a la iglesia con honestidad; miles y miles de ellos dejando sus propios países y viviendo en condiciones extremas de sacrificio. Además, Cientos y cientos de cristianos se comprometen con la iglesia a través de eficacísimas organizaciones de ayuda social a los más necesitados. Estos, y otros muchos, son elementos positivos y no queremos dar aquí la impresión de que lo ignoramos.
Sin embargo, siendo así las cosas, no es menos verdad que la iglesia cristiana sigue atravesando el túnel oscuro de una larga tribulación histórica. La iglesia proclama sus creencias y su doctrina como siempre ha hecho. Pero se tiene la impresión de que no produce impacto más allá de los fieles más comprometidos y minoritarios. Hasta tal punto de que la mayoría de los cristianos apenas entienden el cristianismo y viven en ignorancia casi total sobre el sentido de su fe. Por ello crece el número de personas con experiencia religiosa interior que se desvinculan de la “religión”, en este caso la cristiana. La religión cristiana es vista como un gran sistema residual del pasado que sigue jugando su papel, resonando como un antiguo disco de vinilo rayado, pero que va reduciendo continuamente su volumen, su impacto y sus fronteras. A la gran mayoría de la gente, incluso a la honestamente religiosa, le es ciertamente difícil identificarse con la iglesia. Crece la indiferencia y la fuerza de los movimientos agnósticos y ateos. A esta crisis, abierta ya desde hace siglos, se han venido a sumar en las últimas décadas los grandes escándalos de todo tipo producidos en la iglesia. Nada ha sido comparable, sin embargo, a los numerosos casos de pederastia, y a la equivocada política que en relación a ellos siguieron las autoridades eclesiásticas. El desprestigio producido ha contribuido sin duda a incrementar ese aislamiento de la iglesia que es vista como una nave arqueológica embarrancada en el devenir histórico, sin expansión porque sus fieles apenas pueden ir achicando el agua que entra a borbotones y que amenaza con el naufragio. Es significativo que incluso la gente con experiencia religiosa interior tiende a desvincularse de esa religión a la deriva de la historia, y lo hacen con la sensación de que obran con una correcta conciencia interior.
Esta larga tribulación histórica de la iglesia, como he argumentado en Hacia el Nuevo Concilio, comenzó cuando el mundo medieval se transformó por el renacimiento y en los siglos siguientes fue naciendo poco a poco la modernidad. Fue una crisis en una dimensión filosófico-teológica porque la modernidad puso en cuestión la imagen del mundo desde la que se había entendido el cristianismo antiguo. Fue una crisis en una dimensión socio-política por cuanto la modernidad evolucionó sacando a la iglesia del papel que había jugado en la sociedad antigua. Podría decirse que la iglesia no ha encontrado todavía su sitio ni en el mundo de las ideas ni en el mundo socio-político que han sido promovidos por la modernidad. La crisis y atonía de la iglesia reflejan la deriva actual de esa larga tribulación histórica que comenzó con la modernidad. Se trata de una tribulación tan grande, de dimensiones tan extraordinarias, que el creyente intuye que la proclamación de la fe cristiana en nuestro tiempo sólo podría recobrar la fuerza de su impacto social si algo excepcional, extraordinario, pudiera llegar a suceder. Es la sensación imprecisa de que algo excepcional –que el creyente entendería como providencial”– debiera suceder como un revulsivo potente que sacara a la iglesia de su aparente postración. En HNC he defendido que la celebración del nuevo concilio sería la excepcional ocasión histórica para que la iglesia cristiana se reencontrara a sí misma en el corazón del mundo moderno. Lo excepcional no sería el concilio por sí mismo, sino la impactante imagen del cristianismo –es decir, del proyecto salvador de Dios– que ese concilio podría proyectar sobre la humanidad.
La fe como fundamento del malestar de la conciencia cristiana
La reflexión propuesta en la trilogía es consecuencia de un malestar nacido de la fe cristiana. El creyente firme y honesto, como es mi caso, no puede contemplar la crisis de la iglesia, que es una crisis en la proclamación del kerigma cristiano en nuestro tiempo, sin sentir un profundo malestar de conciencia. Es la mala conciencia de ver la falta de calidad y de fuerza en el cumplimiento del sentido de la vida cristiana en la iglesia: ser luz ante las gentes para proclamar la grandiosidad del plan creador de Dios. Es el malestar de conciencia que brota al constatar una iglesia en crisis en que la luz deslumbrante que debiera proponerse a la libertad humana no pasa de ser la luz mortecina en crisis que antes describíamos. ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que estamos haciendo?
Mi obra HNC nace desde la inquietud honesta de la creencia cristiana dentro de la iglesia católica. Es una reflexión hecha desde dentro de la fe católica para buscar el proyecto de actuación que permitiera llegar a la proclamación brillante de la fe desde dentro de la cultura de nuestro tiempo. Decir que nace de la fe cristiana en la iglesia católica significa que nace desde dentro de la adhesión a Jesús de Nazaret tal como se me ha dado en la fe de la iglesia. Creo, pues, en la divinidad de Jesús que revela el eterno designio creador de Dios, que “inspira” a la iglesia para escribir las Escrituras y que la “asiste” para hacer presente la revelación en la historia. Ser cristiano es la adhesión personal e intelectual a Jesús, a sus palabras y a sus hechos, como el Hijo de Dios que revela el plan salvador de Dios en la historia. La voluntad divina de hacer presente la Revelación en la historia llevaba consigo el ejercicio de su Providencia sobre la comunidad cristiana, la iglesia, que debía estar “inspirada” para redactar las Escrituras y “asistida” para mantener la Revelación en la historia. Mi adhesión a Jesús es, pues, la adhesión al Jesús de la fe de la iglesia. Es el Jesús del kerigma cristiano. En este sentido ser católico significa tener conciencia de que esta adhesión a la iglesia tal como realmente es, que mantiene sin fisuras la continuidad con la tradición apostólica desde el mismo Jesús, es la adhesión que Jesús ha previsto y querido de acuerdo con su plan providente, manifiesto en la historia misma. Sea dicho esto de acuerdo con el profundo respeto a las otras confesiones cristianas y a las otras religiones, tal como ha sido argumentado con amplitud en HNC, en conformidad con la idea de “religión universal”, “cristianismo universal” e “iglesia universal” que allí hemos presentado.
Por tanto, esta urgencia moral cristiana, nacida de la adhesión a Jesús y a su presencia providencial en la iglesia, no cuestiona nunca el kerigma cristiano, o sea, el contenido de la fe cristiana que nace de Jesús y del que la iglesia se entiende como depositaria. Pero sí debe preguntarse si la forma de proclamación, en las palabras y en los hechos, tal como actualmente hacemos los cristianos, o sea, la iglesia, tiene el nivel de calidad que exige nuestro compromiso con Jesús. Hacerse esta pregunta es una exigencia moral inevitable al contemplar la deriva de la iglesia y la crisis de los últimos siglos, acentuada gravemente en nuestro tiempo.
¿Dónde estamos? ¿Contiene nuestra actuación como cristianos, comprometidos en proclamar el kerigma cristiano, aspectos susceptibles de mejora cualitativa que debiéramos asumir? ¿Cuáles son? ¿Qué debiéramos hacer para responder con la mayor competencia a la misión de hacer presente de forma inteligible y existencialmente impactante el mensaje de Jesús? La trilogía, especialmente HNC, contiene el resultado de mi reflexión personal: un análisis de dónde estamos y un dictamen de aquellos puntos en que la hermenéutica asociada a la proclamación del kerigma debería reorientarse para hacerlo presente en la modernidad. Se trata evidentemente de una propuesta hermenéutica (por tanto, filosófica y teológica). Una propuesta, por tanto, nueva y creativa, pero armónica con el kerigma cristiano. Propuesta que, si se hace, es porque la considero pertinente. En la trilogía está ampliamente argumentada. Sin embargo, es una propuesta personal que, puesto que no considero tener la última palabra, está sometida a examen y revisión. Pero es una propuesta importante que no debería ser ignorada por quienes sienten la misma responsabilidad moral cristiana de hacer presente el kerigma cristiano en la historia y saben perfectamente que la hermenéutica cristiana está abierta a su perfección en la historia. La trilogía nace de una responsabilidad moral cristiana honesta, pero es un reto a la responsabilidad de otros que deben responder también ante sus conciencias cristianas.
La propuesta, como seguiré explicando en este blog y puede ya verse publicada en la trilogía, considera que la modernidad –que en definitiva constituye una considerable profundización en la forma en que Dios ha creado el mundo y las condiciones de la existencia humana en el universo– es una gran ocasión histórica para entender cómo la Voz del Dios de la Revelación puede iluminarse desde el conocimiento de la Voz del Dios de la Creación. La trilogía expone con claridad la nueva hermenéutica que la iglesia debería afrontar, tanto en la dimensión filosófico-teológica como en la dimensión socio-política. Después de veinte siglos instalados en la hermenéutica antigua, la entrada en el nuevo “paradigma de la modernidad” sería de tal importancia que exigiría la convocatoria del Nuevo Concilio. Un concilio que podría producir la revitalización del mundo católico, pero también de las otras confesiones cristianas y de las otras religiones, al mismo tiempo que impulsaría una nueva forma de compromiso del mundo de las religiones con un problema de la humanidad todavía sin resolver, la lucha contra el sufrimiento humano. El concilio podría ser ese algo extraordinario que podría suceder y que podría sacar a la iglesia de la larga tribulación histórica en que todavía se encuentra. Como creyente pienso que a ese acontecimiento extraordinario sólo podrá llegarse si muchos cristianos ponderan con honestidad racional dónde estamos, dónde deberíamos estar y son capaces de comprometerse con decisiones personales que respondan a su conciencia cristiana.